domingo, 17 de octubre de 2021

Capítulo XV. De la Opinión.

Capítulo XV.

De la Opinión.

47 Cuando el entendimiento, o por los primeros principios, o por las demostraciones, alcanza claramente la verdad, queda convencido y satisfecho, porque posee el bien a que aspira; mas cuando se aplica a saber una cosa, y no ve la conformidad de ella con los principios ciertos de discurrir, queda con desconfianza y temor (en latín formido) y este conocimiento es el que se llama opinión: de modo que la opinión es un concepto mental con que el hombre no ve, ni descubre claramente su conformidad con las primeras verdades. Mas si llega a entrever la conformidad de lo que busca con los primeros principios, se llama este concepto verosímil, y si se puede fortalecer con argumentos se llama probable, bien que siempre queda en la esfera de dudoso, lo que no puede demostrarse por sus principios fundamentales. De dos maneras se forman las opiniones. El un modo es cuando hay principios que pueden servir para la certidumbre, y el entendimiento, o no los alcanza, o no ve los medios de llegar a ellos. Los que en las Ciencias estudian poco y sin buena guía, aunque ellas prestan principios fundamentales, se gobiernan por meras opiniones, porque ni saben los principios, ni pueden enlazar sus conceptos con las verdades fundamentales. Lo mismo sucede a los que quieren hablar de las Artes, que no profesan, ni conocen; porque ¿cómo pueden fundar sus discursos en un asunto, en que ignoran los principios, que han de servir de basa a sus razonamientos, y los medios de enlazar estos principios con sus conceptos? Si los hombres se contuvieran en los límites de la razón, no serían tan temerarios en juzgar de lo que no entienden, y dejarían que cada cosa la manejasen los que son verdaderamente peritos en ella. En los poderosos es donde está más arraigado este defecto. Crece en ellos el amor propio con el poder, y como son superiores a los demás en la autoridad, lo quieren ser también en el entendimiento, siendo así que este no reconoce otra superioridad que la de la razón. El hombre mientras pueda no ha de gobernarse por opiniones, y debe aspirar a la demostración: para esto es menester que se instruya en los principios fundamentales del saber, que procure conocer las cosas, y formar definiciones, y divisiones de ellas, que trabaje en descubrir sus causas, y en distinguirlas por sus propios signos, y así de grado en grado ir caminando hasta hermanar sus conceptos con las verdades primitivas. Si esto se hiciera así, mayor sabiduría tendrían los hombres; mas lo que sucede es, que por lo común, y en las más de las cosas somos como una tropa de niños, que creen haber en la cima de un monte encumbrado y áspero frutas de su gusto, y no las pueden lograr, porque ni tienen fuerzas, ni saben los caminos, cuando los hay, para subir a ellas. He dicho cuando los hay, porque nuestros mayores han trabajado en abrir las sendas para hallar la verdad, y somos tales, que por ignorancia, desidia, o mala instrucción, no las seguimos, y así nos gobernamos con opiniones vanísimas. Si esto hacemos en los caminos abiertos, ¿qué se podrá esperar de nosotros en el discurso de las cosas en que todavía están por descubrir? No sin fundamento algunos han llamado a la opinión Reyna del mundo, por lo poco que se cuida de averiguar con certeza la verdad. El vulgo ínfimo que suelen llamar de escalera abajo, es en esto de mejor condición que el vulgo alto, que llaman de escalera arriba. El Pueblo que constituye el primer vulgo regularmente se gobierna por las primeras nociones sensibles, y por las más simples combinaciones del ingenio. En lo que es más recóndito recibe la ley de los que tiene por inteligentes, y se subordina. El vulgo elevado no es así, porque se cree capaz de juzgar de todo, y lo hace con gran satisfacción, pero sin conocimiento; de modo, que los errores del Pueblo en cosas substanciales siempre dimanan del vulgo superior a quien mira como Maestro. De esto es un ejemplo continuado el trato del mundo, y debe entenderse de las cosas, que por su asunto y la poca seguridad con que se tratan, quedan en la esfera de opiniones, puesto que son muchísimas las que se tienen por tales, y son manifiestamente falsas. No sólo el vulgo está lleno de opiniones por no atender a los principios fundamentales de la razón, sino también los Filósofos. Newton, hombre de grande ingenio, miró como leyes generales de la naturaleza la gravedad y la atracción, y todas sus operaciones las quiso reducir a estos principios. Que hay gravedad y atracción en algunos cuerpos no se puede dudar; mas que sean estas cosas generales en el universo lo niegan muchos. Demos por ahora que lo sean: ¿por dónde se ha de probar que no hay otras muchas leyes universales en la naturaleza para producir sus obras, que ni pertenecen, ni se pueden reducir a estas? ¿cómo la gravedad y atracción intervienen en la constante producción de flores en la Primavera, y en el caer de las hojas en el Invierno? Las fermentaciones, cocciones, fluidez, y movimientos de los cuerpos fluidos: el sueño y vigilia, los periodos, la generación y corrupción de los animales, y otras innumerables cosas a este modo,
¿qué conexión tienen con la gravedad y atracción? Sé muy bien que Freind, Keil, Mead, todos tres Médicos doctos, han intentado explicar estas cosas por las leyes Newtonianas; ¿pero con qué violencia y extravíos? Si estos Filósofos en sus discursos hubieran tenido mira a todos los principios de la Física, y hubieran considerado todas las leyes de la naturaleza, refiriendo a ellas sus proposiciones, hubieran aprovechado más con su talento para caminar a la certidumbre y la demostración, habiendo ahora quedado sus discursos en los términos de meras opiniones. Lo mismo habían hecho antes los Físicos de las Escuelas. Con sus dos principios de materia y forma, junto con las dotes y calidades que a cada una de estas cosas atribuían, se creían entender cuanto ejecuta la naturaleza. En materia de Religión caminan de la misma suerte muchos sectarios. No admiten más que un principio, que es la Sagrada Escritura; y faltándoles la mira al otro principio, que es la tradición, cometen mil errores, que quieren sostener como fundadas opiniones. Mézclase en esto el amor propio como en todos los conceptos mentales, y con los afectos de interés, de partido, de vanagloria, y otros semejantes se mantienen sin querer examinar y reconocer los verdaderos principios que han de servir de basa a sus discursos. Si el estudio se pusiese en alcanzar los principios radicales de las cosas, no habría, aun entre los Filósofos, tanta diversidad de sentimientos. Al que no está bien instruido en los fundamentos, le parece extraña una verdad, que se puede demostrar. El Geómetra demuestra con toda evidencia, que en el triángulo rectángulo el cuadrado que se forma sobre la hipotenusa, esto es, sobre el lado opuesto al ángulo recto es igual a los cuadrados que se forman sobre los otros dos lados. Esta verdad certísima y evidente parecerá increíble al vulgo, y causará admiración a los Filósofos que no están instruidos en Geometría.
Son muchos los asuntos en todas clases donde sucede lo mismo, pues sólo llegan a la verdad los que entienden los principios; los demás no alcanzan nada, o se confunden con inciertas opiniones.

48 El otro modo de formarse las opiniones consiste en no atarse el entendimiento a las verdades fundamentales, sino tomar en lugar de ellas por principios lo que le sugiere su propio ingenio. Este es el origen de los sistemas, y la raíz de tantas opiniones como reinan entre los literatos. La voz sistema en su rigurosa significación muestra un conjunto de cosas conexas entre sí. Acomodóse en otro tiempo a cosas serias, y vanas. Mas desde que los Filósofos siguiendo a los Astrónomos han aplicado el sistema al orden de pensamientos con que intentan satisfacer las dificultades que ocurren en las cosas, formándose principios arbitrarios para explicarlas, se ha limitado su significación a mostrar las varias opiniones filosóficas, sostenidas con conexión de discursos fundados sobre los referidos principios. En este sentido se opone el sistemático al experimental en lo físico, porque este no admite otros principios que las leyes de la naturaleza conocidas por la experiencia; de modo, que la conexión que guarda, sin salir jamás de la observación, consiste en enlazar unas leyes de la naturaleza con otras, y no deducir consecuencia ninguna que no tenga por antecedentes lo descubierto por la experiencia. El sistemático por el contrario nunca pierde de vista los principios que se ha figurado, y no siendo estos naturales, tampoco son conformes a lo natural sus raciocinios. En mi discurso sobre el Mecanismo se puede ver explicado esto con muchos ejemplos. Si se miran atentamente tantas y tan extrañas opiniones, como se fomentan en las Escuelas, se hallará que, o consisten en la confusión y obscuridad de las voces, o en los principios voluntarios que cada partido toma para defenderlas. Así se ve, que donde quiera que se conforman en los principios, sólo disputan de los adherentes. Esta costumbre ha trascendido a la Teología, donde si sólo se tratasen las cuestiones que pueden resolverse por la escritura y tradición, que son los principios fundamentales de la Religión Christiana mantendría la majestad que le es propia; mas como dejado este camino se mueven dudas de cosas que no hay principios ciertos para resolverlas, puesto que ni constan por la tradición, ni por las Escrituras, se buscan para su resolución principios tomados de la Filosofía, la cual, como toda la que se usa en las Escuelas es sistemática, hace también sistemática la Teología. Obsérvense atentamente las ruidosas discordias sobre la Ciencia de Dios, sobre la Gracia, sobre el libre albedrío del hombre, y la combinación de estas cosas entre sí, y se verá que las disputas se mantienen porque quieren explicar, cada uno según su partido, de un modo humano lo que es divino, esto es, lo que es recóndito en los altísimos senos de la Sabiduría Divina: y lo que no se ha manifestado a los hombres por medio de la Escritura y tradición, lo quieren alcanzar por sus pensamientos puramente humanos, como si los inmensos atributos de Dios estuvieran sujetos a la flaqueza de los hombres. Cuidad mucho, decía el Apóstol, no os engañe alguno con la Filosofía (Epist. ad Colossens. c. 2. v. 8.)..... mis palabras no se fundan en las persuasiones de la humana sabiduría (Paul. ad Corinth. epist. I. c. 2. v. 4.). En los libros donde se trata la Moral Christiana es donde hay más opiniones, debiendo ser donde hubiese menos. Es sumamente perjudicial a la Religión y al Estado el estampar tantas Sumas de Moral llenas de opiniones, y escritas con tan poca cultura, que más parecen libros para las Barberías que para las Iglesias. Si las costumbres han de gobernarse por lo que enseñan las Divinas letras, las tradiciones Apostólicas, la doctrina de los Padres, los cánones de los Concilios, que son los principios fundamentales de la Moral: ¿cómo han de dirigirlas los que sólo estudian unas Sumas, donde lo que se trata no se reduce a estas verdades fundamentales? Si el Derecho Natural y de Gentes, y la razón instruida de estos principios, puede aprovechar muchísimo a ilustrar las verdades católicas sobre las costumbres: ¿qué se ha de esperar de unos libros, donde no se trata nada de esto, ni sus Autores por la mayor parte han cultivado este estudio; antes bien muchos de ellos hacen alarde de despreciarlo?
El Padre Concina en una erudita Disertación que compuso sobre esto, intenta probar que el Moralista que da dictámenes de conciencia sin estudio fundado de las Divinas Escrituras, de los Padres, y de los Concilios, falta gravemente a su obligación. En lugar de estos principios substituyen otros arbitrarios que sirven para acomodarlos a sus opiniones. Han tomado por máxima cierta que el Ángel malo por la dignidad de la naturaleza angélica puede todo cuanto hace y ejecuta la naturaleza: añaden otra máxima, que habiendo quedado en los Ángeles malos su ciencia, con ella pueden, aplicando las causas eficientes a los sujetos (activa passivis), obrar cosas maravillosas; de aquí han nacido los vuelos de las brujas, la impotencia respectiva por maleficios, los hechizos, encantos, y otras monstruosidades en que se emplean muchas páginas y se pierde muchísimo tiempo. De los Ángeles buenos y malos, de su ciencia, de su poder, no hay otras noticias que las de las Sagradas Escrituras. La Santa Iglesia, fiel Intérprete de ellas, nada nos manda creer sobre esta potencia tan decantada, y mucho de lo que de ella se dice está fundado en los principios de la común doctrina de las Escuelas, como lo he mostrado en mi discurso sobre la aplicación de la Filosofía a los asuntos de Religión. En fé de esto, el mantener tantas cuestiones sobre maleficios, pactos implícitos y sus efectos, como hay en las Sumas de Moral, ¿puede servir para otra cosa, que para fomentar vanas opiniones, y radicarlas en el Pueblo, de donde de todo punto se debieran desterrar? Son certísimos los documentos que dio el Divino Legislador Jesu-Christo para dirigir bien nuestras costumbres: son de inviolable fé los cánones que la Iglesia nos prescribe para este efecto: es de sumo peso la doctrina que los Padres nos han dejado, gobernados de las propuestas luces para que nuestras obras sean laudables: son fijos y ciertos los principios del Derecho Natural, y de las Gentes para dirigir nuestra conducta en ese ramo. Si hay, pues, estos principios ciertos, seguros, e indubitables, ¿a qué propósito inventar otros para fomento de opiniones?
¿Será creíble que Dios nos haya dado luces para hacer demostraciones físicas, matemáticas, y de otras cosas puramente mundanas, y nos haya dejado envueltos entre dudas y discordias sobre nuestra salud eterna? No digo por eso, que todo se haya de demostrar en lo Moral, porque los adherentes que se mezclan con los asuntos principales, nuestra flaqueza, ignorancia, y descuidos hacen, que no siempre podamos llegar a ver con toda evidencia la conformidad de nuestras resoluciones con las verdades fundamentales; pero estoy cierto, que si se estudian los verdaderos principios del Moral, y se trabaja en hacer la debida aplicación de ellos al ejercicio de nuestras operaciones, se procederá con más acierto en materia de costumbres, y se podrán quitar de este estudio un copiosísimo número de opiniones ruidosas.

49 En los tiempos antiguos, sin estas Sumas oían los Doctores Eclesiásticos las dudas de los Fieles sobre su modo de obrar, y las resolvían por estas máximas;
y si no alcanzaban a hacerlo en casos muy graves, consultaban los Obispos, los cuales, según la doctrina de la Iglesia, cuya custodia les está encargada, quitaban las dificultades. Para dirigir el juicio con acierto en las opiniones conviene distinguir las cosas de hecho y las de doctrina. Llamamos cosas de hecho las que son, han sido, o han de ser, así en lo Físico, como en lo Moral, de manera, que lo que se busca en ellas es, si existen, han existido, o han de existir. Cosas de doctrina son las averiguaciones que hace el entendimiento de la esencia, causas, atributos, &c. de las cosas de hecho. Cuando las cosas de hecho son puramente físicas, los principios fijos que hay para juzgar de ellas son las noticias que dan los sentidos y la experiencia que dimana de ellos. Lo que no pueda reducirse a estos principios es incierto, y por mucho que se quiera fundar, para en opinión, debiendo poner cuidado en no asegurar lo que no puede reducirse a los principios primeros. Los antiguos en esto fueron más cautos que algunos modernos. Observaban muchas obras de la naturaleza, cuyas causas y modos de obrar eran ocultos por no presentarse a los sentidos, como la generación de los metales, las virtudes de los venenos, las simpatías, los periodos de las tercianas, y otras semejantes, el origen, aumento y carrera de la vida de los animales y de las plantas, y otras muchísimas cosas que están sumergidas en lo más profundo del pozo de Demócrito, y se contentaban con ver los efectos que se observaban con los sentidos, y lo demás decían que venía de una virtud y cualidad oculta. Los modernos han vituperado esta explicación, como que la cualidad oculta es asilo de la ignorancia; pero si se ve lo que han adelantado en estas cosas, se hallará que no son más que razonamientos sistemáticos, que cada cincuenta años se mudan, porque por muy especiosos que sean, con el tiempo se conoce su poca, o ninguna subsistencia. El que está instruido en la Historia Filosófica sabe que esto es verdad. ¿No fuera mejor confesar la ignorancia de una cosa que hasta ahora no se ha podido alcanzar, que engañar con arrogantes y vanos discursos a los incautos? Una de las cosas en que se conocen los grandes talentos es la confesión ingenua de lo que ignoran, y el cuidado que ponen en no afirmar lo que todavía no está descubierto. Si los asuntos sobre que recaen las opiniones viniesen solos, no fuera tan difícil averiguar su conformidad con los primeros principios; mas viniendo juntos con muchos adherentes inseparables, son también muchos los principios a que se ha de atender para juzgar con acierto. ¿Dúdase si deberá ayunar una mujer preñada? Aquí se juntan las obligaciones del ayuno, y las de mantener el feto. Si las leyes del ayuno le prescriben la abstinencia de ciertos manjares, y las limitaciones de usarlos, las de la conservación propia y del feto le dictan que use de los mantenimientos que por su calidad y cantidad sean a propósito para sustentarse a sí,
y y a lo que lleva en sus entrañas. En esta combinación de leyes, que son los principios por donde se ha de resolver la cuestión, es preciso atender a las más urgentes y necesarias por la máxima primitiva de acudir a lo más preciso sin despreciar lo demás cuando hay lugar; y siendo más necesaria la conservación propia, y la del feto, que la mortificación que se intenta con el ayuno, prefiere el entendimiento las leyes naturales a las Eclesiásticas, y resuelve que la mujer preñada no está obligada al ayuno.
Si una madre criando a su propio hijo padece mucha quiebra en la salud, o está en peligro de padecerla, ¿se duda si ha de continuar? Por una parte está el amor natural de los padres, y la ley que dicta la obligación de sustentar a sus hijos: por otra está la ley de la caridad que ha de empezar por uno mismo. El hijo ya nacido es próximo, bien que en esta linea es el más inmediato y más cercano; el que está en el vientre de la madre es como parte de ella. Los mismos principios que eximen a la mujer preñada del ayuno, eximen también a la que ha parido de criar a su hijo, cuando hay daño manifiesto en su propia conservación. A este modo han de reducirse todas las dudas a sus principios; y por el enlace que tienen las cosas y los negocios conviene instruirse en las máximas fundamentales de la razón y de las Artes; y cuando esto no pueda hacerse asociar a sí peritos ingenuos, que con candor muestran las conexiones de las cosas con los fundamentos de la razón en cada materia. Así que el Letrado, que no sabe más que las leyes, no puede resolver por sí solo con acierto los casos que llevan adherentes de Física, Medicina, política, Agricultura, y otras Artes.
Lo mismo ha de entenderse del Teólogo y Canonista, debiendo todos aplicar sus luces a lo que entienden, y valerse de otros en lo que necesiten, que esto y mucho más merece la verdad y los beneficios que han de esperarse de ella.

50 Los afectos del ánimo, que inseparablemente acompañan a las opiniones, estorban el buen uso de ellas. El amor propio, que incita al hombre a no reconocer superior, le hace creer que lo que piensa es lo mejor y más acertado: cada uno sostiene sus opiniones como verdades fundamentales, y no da oídos a ninguno que piense de otra manera. Como aborrecemos todo lo que nos es contrario, de ahí nacen los odios y enemistades entre los de opiniones opuestas, y de esto las injurias, venganzas, y otros males gravísimos que cada día tenemos a la vista en los profesores de todas las Facultades. La razón dicta, que nadie se tenga por Juez y árbitro de la verdad en cosas opinables, que nos oigamos, pesando las razones de cada uno recíprocamente, que abracemos la verdad, aunque venga de nuestro mayor enemigo, que el que tiene más luces, se compadezca del que no las tiene, y que nunca hagamos guerra de la voluntad, lo que solo es oposición del entendimiento. Como el extinguirse las contiendas de cosas que importan poco entre los profesores de Teología, es necesario para que reine la paz, y la verdad no padezca detrimento, quiero poner lo que el Emperador Constantino aconsejaba a los que turbaban la Iglesia con cuestiones voluntarias, vanas e importunas, contrarias a la edificación de los Fieles: "Las cuestiones que ninguna ley ni regla Eclesiástica prescribe con obligación, antes dimanan de vanas altercaciones, aunque no se propongan sino con el fin de ejercitar el ingenio, deben contenerse en lo interior de la mente, y no sacarlas a la vista del Pueblo, ni fiarlas inconsideradamente a los oídos del vulgo.... Ni es conveniente que por vuestras contiendas imprudentes sobre cosas de tan poco momento se lleve el Pueblo a disensión.... Si los Filósofos, aunque por la doctrina que cada uno de ellos sostiene estén discordes, con todo están unidos por la profesión con que mutuamente conspiran, no será mucho más razonable que los que somos siervos de Dios Todo poderoso estemos unidos, conformando nuestros ánimos por el instituto de la Religión que profesamos? Pensemos con más cuidado: si será del caso que los hermanos riñan con los hermanos por una liviana y inútil contienda de palabras, y que la paz se quebrante con impía disensión por vosotros que altercáis por cosas tan pequeñas, y en manera ninguna necesarias? Son estos procedimientos populares y más propios de la ignorancia de los niños que de la sabiduría de los Sacerdotes y hombres prudentes.... y siendo entre vosotros una misma la fé y una misma la creencia de Religión: obligándonos el precepto de la ley a tener conformes las voluntades, esto que ha movido entre vosotros la contienda, puesto que no pertenece al principal fundamento de la Religión, no hay motivo para que mantenga entre vosotros la discordia y la sedición. No digo esto para obligaros a que seáis en todo de un mismo parecer, porque ni queremos todos una misma cosa, ni pensamos de una misma manera; pero debe mantenerse entre todos la unión y la paz, aunque haya disensión en cosas de poco momento (a). (a) Eusebius de Vita Constantini, lib. 2. capit. 69. tom. I. página 391, edición de Amsterdam, año de 1695.

51 Para el remedio que debe aplicarse, según buena Lógica, a fin de llevar el entendimiento, en cuanto sea posible, a la demostración, y no entregarse a las opiniones, además de las máximas que hemos propuesto antes, será conveniente, que en cualquiera cuestión que se haya de tratar, se mire primero si hay principios y verdades fundamentales para resolverla, y si los hay, todo el cuidado se ha de poner en hallar la conformidad de lo que se busca con los principios, haciéndolo de raciocinio en raciocinio, como hemos explicado, tratando de las demostraciones: si no hay principios, o no se han descubierto hasta ahora, es en vano buscar la certeza, y conviene entonces suspender el juicio y no dar asenso a lo que se concibe. Si las cosas donde no hay principios para resolverlas son puramente teóricas, es perder el tiempo meterlas en disputa, como son muchas cuestiones de la Teología, Metafísica, Física, y otras Artes: si son prácticas, de manera que sea menester proceder a la obra, entonces se ha de solicitar la mayor verosimilitud, que se consigue buscando para nuestra conducta la conexión que nuestro dictamen pueda tener con verdades ya conocidas, ayudándonos para esto de la semejanza, correspondencia de acciones, tiempos, &c. De esta manera se procede por lo común en la Política, y alguna vez en la Moral. Cuando hay principios y verdades fundamentales, que se ignoran por falta de estudio y aplicación, o no se descubren por negligencia, son claros los remedios que se han de aplicar, pues consisten en trabajar contra la ignorancia, dejar la pereza, y aplicar todo el cuidado en descubrir la conexión que tiene con las verdades fundamentales aquello que se quiere saber. Si los principios son fingidos como en los sistemáticos, el remedio es un absoluto desprecio de todas sus opiniones.
En este importante asunto de gobernar el entendimiento en las cosas opinables, conviene más que nunca tener presente el consejo del Apóstol:
Omnia probate, quod bonum est tenete.

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