domingo, 17 de octubre de 2021

Capítulo III. De los errores que ocasiona la imaginación.

Capítulo III.

De los errores que ocasiona la imaginación.

34 No es posible comprender en corto volumen los errores que ocasiona la imaginación; pero propondré los más notables, y fácilmente podrá el que fuese atento conocer de cuántas maneras nos engañamos por las representaciones de esta potencia. Se ha de tener presente lo que ya hemos mostrado que nosotros formamos imágenes de todas las cosas que percibimos, no sólo de las sensibles, sino también de las espirituales; y si las considerásemos atentamente, hallaríamos dentro de nosotros un mundo espiritual mucho mayor que este que habitamos, y reducido a cortísimo espacio: es decir, hallaríamos en nosotros mismos las imágenes que corresponden a los objetos que componen este mundo visible, y a los espirituales, e incorpóreos que no son de su esfera, y lo que es más todas reducidas a cortísimos límites. Consideremos cuantos objetos se presentan a nuestros sentidos en el discurso de una larga vida, y hallaremos que las imágenes de todos se hallan en la mente. Consideremos también de cuántas maneras combinamos, o separamos tantos objetos, y las imágenes que tenemos de estas combinaciones. Pensemos después cuántas veces percibimos las cosas espirituales, de cuántas maneras abstraemos la naturaleza de las cosas, y en fin la muchedumbre copiosa de intelecciones que hacemos en el uso de las ciencias abstractas, y hallaremos que todas las contiene el alma, y de todas quedan vestigios, que con la memoria se renuevan. Si meditamos un poco sobre esto, podremos decir, que este es un Reyno, o mundo interior reducido a pequeño espacio, pero capaz de contener mayor número de cosas que el mundo material que habitamos; y si levantamos debidamente la consideración, habremos de reconocer la infinita sabiduría que ha fabricado tan maravillosa obra, y confesar que no puede un mundo material tan extendido contenerse en la materia reducida a un espacio infinitamente pequeño, como es el que encierra tantas nociones; por donde es preciso reconocer un Ser espiritual, cuya esfera es por su indivisibilidad único receptáculo de tantos conocimientos. Esto con alguna más extensión lo he manifestado contra los Materialistas en mi Discurso sobre el Mecanismo.

35 La impresión de los objetos sensibles hace variar las imaginaciones. Si la fantasía es capaz de recibir muchas imágenes, hace una imaginación fecunda; si recibe las imágenes, y se hacen permanentes, será la imaginación fuerte; si con facilidad recibe las representaciones, es la imaginación blanda; si una vez recibidas con tenacidad las retiene, es vehemente; si fácilmente las recibe, y con la misma facilidad se borran, es torpe; si con dificultad se imprimen, y tenazmente se retienen, es violenta; y a este modo pueden ser infinitas las combinaciones que nacen de la diversidad de pintarse las imágenes en la fantasía. Lo que principalmente se ha de notar es, que toda suerte de imaginación nos puede ocasionar el error, porque puede engañar al juicio; de modo, que si bien lo consideramos, no hay error en la imaginación, sino en el juicio, a la manera que sucede con las percepciones de los sentidos. Débese, pues, poner el cuidado posible en gobernar bien el juicio, y en no dejarse llevar de las apariencias de la imaginación Aprovechará mucho para conseguir esto el conocimiento de que las pasiones casi siempre acompañan a la imaginación, como ya hemos explicado antes.

36 Con estas advertencias será fácil descubrir muchos errores que ocasiona la imaginación, y manifestar el modo de evitarlos; y para disponerlos con orden los distribuiremos en los que pertenecen a la Religión, y al trato civil donde comprenderemos los que atrasan los progresos de las Artes y Ciencias. Gran parte de las herejías que en todos los tiempos han infestado la Iglesia, han nacido de imaginaciones fuertes, y fecundas. Pongamos en la antigüedad a Montano, que imagina vivamente, que el Espíritu Santo ha dado a él sus dones, y no a los Apóstoles, imprimiéndose profundamente en su imaginación esta especie y otras semejantes, las cuales hallando la razón flaca, y el juicio poco sólido, los pervirtieron, ocasionando graves errores. Fuéle fácil a Montano hacer creer como verdaderos los falsos entusiasmos de su imaginación a Prisca y Maximilia, que por el sexo, y falta de instrucción, lograban una imaginación fuerte, y la razón flaca. Tuvo Tertuliano la imaginación muy fuerte y vehemente,
y no la acompañaba un juicio de los más sólidos; y recibiendo en su fantasía los errores de Prisca, no supo enmendarlos. Pero en Tertuliano no era sólo fuerte la imaginación, sino vehemente, pues se le imprimían tan fuertemente las cosas, que arrastraban al juicio, y por la vehemencia las persuadía fácilmente a los demás. No obstante esto, es preciso confesar, que su Apología por la Religión es ciertamente obra útil y de juicio, aunque resplandecen mucho en ella las fuerzas de la imaginación vehemente; pero acabó de mostrarlas en el libro de Pallio, donde emplea la eficacia mayor, y toda la vehemencia que es decible en persuadir cosas inútiles, y de ningún momento.

37. Algunos colocan a Séneca entre los Escritores de imaginación fuerte y de poco juicio (a : Mallebranche Recherche de la verité, tom. I. part. 3. chap. 4.).
No puede negarse, que Séneca tuvo la imaginación fortísima, y muy vehemente. Conócese en que igual eficacia emplea en las cosas improbables, que en las ciertas, lo que es propio de los que tienen imaginación indómita. Su descripción del Sabio, no solamente es vana, sino ridícula; y como era su imaginación fecunda, la hermoseó con tanta variedad de pensamientos y sentencias, que ha embelesado a muchísimos lectores, o tan imaginativos como él era, o de grande imaginación y pequeño juicio. No obstante se ha de advertir, que no fue Séneca de los Autores menos juiciosos, aunque creo que fue mayor su imaginación que el juicio. Fue Estoico, o quiso parecerlo, y se hallan en sus escritos sentencias, y máximas admirables para animar a seguir la virtud. Esto obligó a S. Gerónimo a contarle entre los Escritores Eclesiásticos, y a tener por verdaderas las cartas de S. Pablo a Séneca; mas los Críticos modernos no dudan que son apócrifas. Como quiera que sea, tuvo Séneca eficacia loable en persuadir el camino de la virtud, como el único medio para conseguir la felicidad humana; y ojalá que sus sentencias tuvieran mayor trabazón, que así serían más estimables: de suerte, que ya en lo antiguo por esta falta fue llamado justamente el estilo de Séneca arena sin cal. He visto muchos libros modernos que tratan, o de máximas morales, o políticas, y justamente puede atribuírseles la misma censura; y quizá su lectura fuera más provechosa, si el entendimiento hallara conexión entre las verdades que contienen.

38 En nuestros tiempos tenemos hartos ejemplares de los errores que ocasiona la imaginación vehemente, y fuerte cuando está acompañada de poco juicio. Tanto número de Sectarios, como vemos en nuestros días, tienen corrompida la imaginación, y pasa el contagio a corromper el juicio. Imaginan una cosa, y esta hace tan hondas impresiones, que excita continuamente pasiones desmedidas. El juicio entonces deja libremente llevarse de la fuerza de aquellas imaginaciones, y las tiene por verdaderas, y así ocasionan el error. Mr. Jurieu, Luthero (Lutero, Martin Luther), Zuinglio y otros Herejes se imaginaban mil desórdenes en la Iglesia Católica, y el juicio asentía a que realmente los había, estando sólo en su imaginación. En estos acompañaba a sus depravadas imaginaciones alguna pasión, porque como ya dijimos, y conviene siempre tenerlo presente, siempre que el alma percibe algún objeto, y tiene la imagen que se pinta en la fantasía, suele excitarse alguna pasión, o de esperanza si puede lograrse el objeto, y se considera útil, o del miedo si se considera dañoso y cercano, y así de otras mil maneras. En las expresiones, pues, de semejantes herejes se manifiesta, que a su descompuesta imaginación acompañaban pasiones desenfrenadas, ya de odio hacia la Iglesia, ya de esperanza de ser por ese camino memorables y afamados, ya el deseo inmoderado de la singularidad, y en fin un amor propio extremado que los hacía parecer a ellos mismos únicos en razonar, y los solos en conocer, y distinguir lo verdadero de lo falso. La fuerza de tan vehementes imaginaciones junta con el desorden de pasiones tan extravagantes, arrastraban al juicio, y los hacía caer en feísimos errores.

39 No se ha acabado la raza de estos Escritores, que por la depravada imaginación, y pasiones vehementes que la acompañan, publican enormes extravagancias. Mr. de Arovet (Arouet) se llamó después Voltaire, y así le nombraremos) da hoy un evidente testimonio de esto. He visto de espacio sus principales escritos en la famosa edición del año 1757, que se supone correcta por su Autor, y algunas obrillas junto con el Diccionario Filosófico posteriores a esta edición. Son dignos de verse los Escritores Franceses que le han impugnado, porque algunos lo han hecho con grandísimo acierto. Como yo veo que se celebra la sabiduría que no tiene este Poeta, que desprecia la Religión Christiana, que alaba los vicios más abominables, protege el materialismo, desautoriza lo más sagrado, así Secular como Eclesiástico, y que habla de todo, como si todo lo supiese: diré sin reparo lo que a mí puede tocarme, que es el defecto de lógica, que generalmente reina en sus obras, para que se miren, como lo merecen, casi siempre opuestas a la razón. Quien quiera que haya leído a Mr. Voltaire conocerá un hombre de imaginación grande, vehemente, fecunda: de un ingenio vivo, despejado, agudo, pronto: de una lectura vaga de libros modernos, limitada, y muy superficial de los antiguos originales: una instrucción vasta de las cosas presentes, sin ahondar en las Ciencias, ni en sus principios, ni fundamentos:
en conclusión un talento que los Franceses llaman
bel sprit. Si a estas calidades añadiese un juicio sólido, una instrucción maciza profunda, una erudición original, y un estudio continuo bien fundado de las Artes y Ciencias, ciertamente se podría llamar no bel sprit, sino bon sprit, habiendo mucha diferencia entre estos dos atributos.

40 Si como a las bellas representaciones de su fantasía, y combinaciones vastas de su ingenio han acompañado siempre las pasiones de desafecto a la Religión Christiana, de deseo de gloria y de singularidad, de independencia, de satisfacción propia, y otras de este jaez, hubiera tenido inclinación a la piedad, subordinación a los sabios, desconfianza de sí mismo, más deseos de ser útil que aplaudido, más contenido, menos licencioso, menos propensión a las apariencias atractivas de lo sensible, y, por decirlo de una vez, menos amor propio, hubiera podido ser útil al género humano, empleando en su favor los talentos. Si en lugar de un estilo florido correspondiente a su imaginación, lleno de expresiones chocantes y agudas, de sales penetrantes y malignas, de un aire y tono libre y desenvuelto, hubiera usado (a lo menos en la prosa), de un lenguaje propio, expresivo, moderado, y tal que conociesen todos que tiraba a enseñar y no a ofender, sería más aceptable entre los que prefieren lo sólido a lo brillante, gobernándose por el juicio, no por la imaginación. Muéstrase defensor de la humanidad, pero al hombre para mantenerle sólo le procura lo que le destruye. Mírale por la parte de lo sensible, y por este lado le levanta, dándole licencia para cuanto le sugiere el apetito y el gusto: no le mira por la parte de la razón, ni del juicio, y por eso se abstiene de darle buenas máximas. En los grandes hombres sólo nota las faltas, calla las virtudes, y si las nombra las envuelve en sátiras; y siendo así que mientras haya hombres ha de haber vicios y defectos, asido de estos pinta al género humano de peor condición que las bestias, gobernándose por lo que vulgarmente es, sin enseñarle lo que debe ser. En todas sus obras no hay un discurso filosófico seguido. En la historia no se citan monumentos que hagan fé. Si Baluzio, Launoi, y Valesio, sus
paisanos, sacasen la cabeza, y viesen lo que este Historiador asegura siempre sobre su palabra, y ajeno de documentos, se admirarían que hubiese celebradores de tales escritos. Habla de todas las cosas sin estudio fundado de ellas, y está a la vista, que rara vez trae pruebas de lo que afirma. El Diccionario Filosófico suyo, donde todo se dice al aire sin probarse nada, es un testimonio calificado de esto, pues en él ha reducido a compendio toda la impiedad, y cúmulo de errores esparcidos en los demás libros. El Parlamento de París le ha mandado quemar por mano del Verdugo. De la Araucana de Alonso de Ercilla, después de una alabanza de un solo pasaje, habla de lo demás con gran desprecio. ¿Qué dirán nuestros Críticos que a Ercilla le llaman Lucano Español? ¿Trae algunas pruebas para este desprecio? Nada menos. Sobre su palabra va todo, como acostumbra.

41 Por el estudio de la Historia Eclesiástica más limada se echa de ver, que cuantas blasfemias, y sátiras trae contra la Religión Christiana, son antiguos errores combatidos de los Padres, y olvidados de los fieles. Juliano el Apóstata, Celso el Filósofo, Filostrato, y otros impugnadores antiguos de la Religión de Jesu-Christo, junto con los desvaríos de los Filósofos Gentiles, le hacen el gasto: con añadir las sátiras, inventivas, chistes satíricos de los incrédulos modernos, en lo que está bien instruido, tiene materiales para constituirse enemigo de la verdad, y de la buena Lógica. ¿Qué capacidad, ni talento es menester para renovar errores viejos, vistiéndolos con nuevos adornos de estilo, agudeza y aire agradable a los oídos incautos, para que sean bien admitidos? Si las máximas de Voltaire se publicasen desnudas de adornos, y viniesen, como solemos decir, a cara descubierta, dudo que hubiese hombre sensato que las adoptase; mas viniendo vestidas con cuanto puede halagar los sentidos e hinchar la imaginación, no es de extrañar se hayan impresionado en el entendimiento de los que son más sensibles que racionales.

42 Ya que nuestros jóvenes no puedan leer fácilmente las impugnaciones solidas, que los Franceses han hecho a Voltaire, a lo menos conviene que vean la que en lengua Castellana se ha publicado con el título: Oráculo de los nuevos Filósofos, donde hallarán por menor descubiertos y rechazados sus errores.
Lo que yo puedo asegurar es, que en un libro suyo intitulado Cacomonade comete un plagio enorme, copiando a la letra del célebre Astruc cuanto allí pone sobre el mal gálico, y sólo añade Voltaire lo que no se puede referir sin faltar a la modestia. Sobre Newton no hace más que extractar la Óptica de este lnglés, añadiendo algunas voluntariedades suyas, como se ve a cada paso en lo que atribuye a los antiguos, en el desprecio que hace de los Griegos (*1), y en lo que celebra, según su pasión sin consultar los originales, en algunos modernos. Dicen que Voltaire es buen Poeta; lo que yo aseguro es, que ni es Lógico, ni verdadero Filósofo.
(*1: Nota del editor. Braulio Foz, paisano de Andrés Piquer, en su libro Literatura Griega, escribe que Voltaire no sabía griego, y menos el antiguo:
La Ilíada, dice Voltaire (y lo cito con preferencia a otros porque es popular su nombre y se lee mucho el tratado donde lo escribe); “Cuando leí a Homero (en las traducciones, (debió añadir) y vi las faltas groseras que justifican a sus críticos, y aquellas bellezas mayores todavía que sus faltas, no pude creer desde luego (y vaya la sabida vulgaridad), que un mismo poeta hubiese compuesto todos los cantos de la Ilíada. Porque no sé de autor alguno entre los latinos ni entre los nuestros que haya caído tan bajo después de haberse remontado tan alto.... El gran mérito de Homero consiste en haber sido un pintor sublime. Inferior de mucho a Virgilio en todo lo demás, le es superior en esta parte.”

43 Por otro camino yerran otros, y los precipita su imaginación. Como todos sentimos, e imaginamos las cosas en la niñez, y entonces no razonamos, hacemos un hábito de imaginar de tal suerte, que después cuando ejercitamos la razón, nos vemos obligados a imaginar los objetos sobre que razonamos, y no podemos percibir la cosa si no formamos imagen sensible de ella en la imaginación. Esta es la razón por que con solo el estudio teórico hacemos pocos progresos en las Ciencias prácticas, porque la sola teórica no ofrece nociones tan sensibles de las cosas como la práctica, que las vuelve más perceptibles; sucede por esto, que algunos niegan todo aquello que no pueden imaginar. Calvino nunca pudo comprender con su imaginación, que el Cuerpo de Jesu-Christo pudiera estar en la Eucaristía y en el Cielo a un mismo tiempo, porque la imaginación no puede percibir a un cuerpo en dos lugares distintos a un tiempo; de aquí concluyó, que la presencia del Cuerpo de Jesu-Christo en la Eucaristía no era real y verdadera, sino mística. Erró torpemente este Heresiarca, así en esto, como en muchas otras cosas, por la fuerza de su imaginación, y por dar a la imaginativa mayor extensión de lo que le corresponde. No puede la imaginación concebir a un cuerpo en dos lugares distintos a un mismo tiempo, porque el entendimiento entonces junta la representación de aquel cuerpo con la del lugar; y como las imágenes de los lugares son distintas, hace distintas las del cuerpo, o no sabe hacer a esta una sola. En este asunto erró también Juan Clerico (a : Cleric. Pneumatol. cap. 8. sect. 3.) y muchos Lógicos entre los modernos. Pero para desengañarse no es menester más que ver lo que toca a la imaginación, y ver lo que pertenece a la razón. Esta dicta, que Dios puede infinitamente más de lo que podemos los hombres imaginar, y que por consiguiente aunque la imaginación no comprenda una cosa, debemos creerla si la fé divina la enseña. Estos sectarios admiten por ciertas muchas cosas, que no puede alcanzar su imaginación La eternidad no la podemos imaginar, y la tenemos por cierta. Tampoco podemos imaginar al infinito, y no obstante le tenemos por existente. ¿Por qué, pues, se ha de dar tanto valor a la imaginación en unas cosas y no en otras? Yo creo que es porque estos tales de puro imaginar no hacen otro ejercicio que el de esta potencia, y a ella temerariamente sujetan la razón, el juicio, y aun el soberano, e infalible dictamen de la Iglesia.

44 Pasemos ahora a otros errores que ocasiona la imaginación, y son muy frecuentes, aunque por lo común no tan peligrosos. Lusinda tiene la fantasía blanda y dispuesta a recibir varias representaciones con viveza, y a retenerlas: dedícase a leer libros de piedad y devoción, o empieza a meditar y pensar en las cosas divinas. Con la meditación y la lectura se va llenando de imágenes la fantasía de Lusinda, de suerte, que apenas se excitan en su imaginativa otras representaciones, que las que ha impreso la continua lectura y meditación.
En este estado se le excita la pasión, o el deseo de lograr lo que lee, o sabe haber logrado otras personas piadosas, es a saber, hablar con Dios; y continuando Lusinda en meditar las mismas cosas, la pasión va creciendo al paso que crecen las imágenes que hay en la imaginativa. La fuerza y continuación en imaginar calientan la fantasía, y juntando las representaciones antes separadas, la vehemente pasión empieza a dominar al juicio, y luego piensa Lusinda que ve a Dios en esta, o la otra forma, que le habla en esta, o la otra manera, que le representa su pasión y muerte, y otras mil cosas que le vienen a la fantasía; de suerte, que como su imaginación es capaz de recibir muchas imágenes, y el juicio no sabe ya entenderlas, fácilmente las cree en el modo mismo que las imagina. Entonces dice Lusinda, que son revelaciones divinas lo que no es más que entusiasmo de su imaginación blanda y acalorada. Y si encuentra con un Director, que tenga la misma blandura en la fantasía, y no tiene aquella prudente sagacidad que se requiere para estas cosas, fácilmente tiene por revelaciones todo lo que Lusinda cuenta, y las estampa después en los libros como venidas del Cielo.

45 Bien sé yo que hay en la realidad revelaciones especiales, o privadas, y que Dios habla a los varones santos, y les comunica algunas cosas para su utilidad y consuelo; pero sé también que es muy dificultoso distinguir las verdaderas de las falsas, y que es muy fácil que la fantasía vehemente y acalorada haga parecer verdaderas revelaciones las que sólo son apariencias de la imaginación.
El diablo suele transformarse a veces en Ángel de luz, y para engañar a las criaturas se aprovecha de esta flaqueza de la fantasía en que tiene especial influencia. Por esto la Iglesia Católica procede con gran cautela en el examen de semejantes revelaciones, y a su ejemplo suelen examinarlas con mucho cuidado los varones santos y juiciosos, que no quieren ser engañados. En efecto Priscila, y Maximila tuvieron por revelaciones divinas los errores del Hereje Montano, y creían que les hablaba el Espíritu Santo, y les fue fácil comunicar el contagio de su depravada fantasía a un varón tan ilustre como Tertuliano, porque hallaron en él una imaginación fecunda, y superior al juicio. En nuestros tiempos tenemos otros ejemplares recientes de muchos Herejes, que quieren hacer pasar los delirios de su imaginación por revelaciones especiales, y harto se han gloriado de esto Lutero, y Mr. Jurieu, pero con risa y desprecio de todos los sabios.

46 Hay otras mujeres que hablan de revelaciones especiales, y su error está en la fantasía, aunque se hace de otra manera. Gelarda, mujer sumamente devota y piadosa, esta enferma de afecto histérico, y no lo conoce. Es este un mal que de ordinario gasta la imaginativa, porque tiene su asiento en aquellos nervios, que extendidos hasta el diafragma y el cerebro, sirven para propagar las impresiones de los objetos externos. Introdúcese poco a poco en el cerebro de Gelarda aquella enfermedad que se llama melancolía, y suele acompañar al afecto histérico. Desordenadas ya las partes sobredichas, que influyen poderosamente en la imaginativa, se descompone el orden de las impresiones en que continuamente ejercita Gelarda la fantasía, por donde es muy natural que en la enfermedad se le exciten las imágenes de cosas devotas, al modo de uno que delira, pues habla de las mismas cosas que en la salud más pensaba, bien que desordenadamente por el vicio de su cerebro. Ocupada ya Gelarda de la melancolía, empieza a delirar, y dice que ve a Jesu-Christo en el Huerto sudando sangre, o ve a la Virgen Santísima, que se le aparece en su gloriosa Asunción, y le dice estas, o las otras cosas; y si la fantasía está muy caliente, tal vez dice que le da coplas y redondillas para que las cante. Si la enfermedad no es muy fuerte, queda en este estado el delirio de Gelarda, y no es conocido sino de aquellos que en estas cosas saben la fuerza de la fantasía, y no se dejan engañar. Un caso muy semejante a este me ha sucedido, y conocí el delirio, y lo previne, y con el tiempo se acabó de confirmar evidentemente mi pensamiento.
Luis Antonio Muratori (a : Philosoph. Moral, cap. 6) cuenta que en Milán había una Religiosa, que decía que cada noche hablaba familiarmente con
Jesu-Christo, y así lo creía la mayor parte de aquel gran pueblo. El Arzobispo, que era entonces Federico Borromeo, varón de gran juicio y singular discernimiento, quiso asegurarse por sí mismo, y dijo a la Religiosa, que se hallaba con una alhaja muy estimable y de gran valor, pero que para saber lo que debía hacer de ella lo preguntase a Jesu-Christo, y con eso sabría que no podía errar. Tuvo la Religiosa sus imaginadas habladurías, y dio de respuesta, que vendiese la alhaja y la repartiese entre los pobres. El caso fue, que la alhaja de que hablaba el Arzobispo era su alma, y si Jesu-Christo hubiera hablado con la Monja, no le hubiera dicho que la diese a los pobres. Otra Religiosa decía, que Dios todos los días la subía hasta el Sol, y la hacía ver la hermosura de aquel
Planeta. Preguntóla el mismo Prelado cuán grande era aquel Astro, y respondió que como un Cesto. Conoció claramente este insigne Varón, que no eran otra cosa semejantes revelaciones, que entusiasmos de imaginaciones valientes, y pervertidas. Para que esto no cause dificultad, no hay más que considerar la viveza con que la imaginativa representa una cosa en los sueños. No parece sino que la tenemos presente, y que en la realidad nos sucede lo que soñamos. Entonces no obra el juicio ni la razón, y por eso no corregimos lo que se nos presenta. Sucede pues, en la vigilia, que la imaginación representa algunas cosas con la misma fuerza y tal vez mayor que en los sueños: sucede también que el juicio no corrige a la fantasía, o porque es pequeño, o por estar impedido de alguna enfermedad, y así ocasiona la imaginación mil errores.

47 No pretendo con esto introducir la terquedad y obstinación en no creer estas cosas que pertenecen a revelaciones especiales, como hacen algunos: intento sólo descubrir la verdad, y deseo que se hagan los hombres a ejercitar la razón; y siempre tendré por prudencia desconfiar de las relaciones de muchas personas devotas concernientes a este asunto; y examinarlas con toda la diligencia posible para evitar el error; porque algunas de estas revelaciones, o mejor imaginaciones, son a la verdad inocentes, esto es, no incluyen cosa opuesta a los sagrados dogmas, ni disciplina de la Iglesia; pero hay otras llenas de peligro, y no fuera difícil mostrarlas en algunos libros donde se hallan impresas. Por esta razón quisiera yo que algunos de los que trabajan vidas de personas Venerables por su santidad y virtud, tuviesen mejor gusto, y las escribiesen con mejor Lógica. Alabo el zelo de semejantes Escritores, pero no el juicio. El escribir la vida de una persona virtuosa es instituto muy loable, porque es ofrecer a los lectores un ejemplo de virtud para imitarle y aspirar a la misma perfección.
Pero he visto muchos libros, que no muestran el fondo de virtud de sus héroes, ni manifiestan el modo con que ejercitaban la humildad, la paciencia, la caridad, la mortificación, la honestidad, y demás virtudes, antes se trata esto de paso; y muy de propósito se ponderan las revelaciones inmensas, las apariciones sinnúmero, que tuvo la persona Venerable; y casi se intenta probar la gran santidad de un Varón por el copioso número de revelaciones, y no por la prueba real y verdadera de sus eminentes virtudes. Lo peor es, que después de haber llenado un libro de revelaciones, no se halla en todo él ni una sola prueba, de si fueron, o no verdaderas, y es porque los Escritores no lo dudan. Ya se queja de estos descuidos Benedicto XIV, en su Obra de la Canonización de los Bienaventurados, donde de propósito trata este mismo asunto. Y pocos días hace que se publicó el tratado de Revelaciones del famoso Crítico Eusebio Amort, merecedor de que le lean los que han de examinar semejantes revelaciones, porque se trata este asunto con buena Lógica y justa Crítica.


48 Podráse decir contra esto que algunas personas santas y virtuosas dicen de sí mismas haber tenido visiones y apariciones, por donde es forzoso, o creerlas, o tener a tales personas por no veraces. Es así que hay muchas visiones y apariciones de Varones santos; y al mismo tiempo es cierto que hay muchas apócrifas, o fingidas por otros que se las atribuyen con ánimo deliberado de captar al Pueblo. Harto comunes son en los libros los ejemplos de entrambas. De las fingidas no hay necesidad de hablar, sino, en sabiendo que lo son, desecharlas. De las personas venerables por su virtud y santidad se ha de creer, que dicen lo que sienten con veracidad; pero aun de este modo han de ser examinadas sus visiones, porque cabe que sin faltar a la verdad, las apariciones no sean aceptables. A dos clases se han de reducir las visiones y apariciones: unas son sensibles, cuando las cosas que no existen, pero existieron, o han de existir, se presentan a los sentidos como actuales: otras son mentales, cuando la imaginación tiene tan vivas las imágenes y representaciones de los objetos que fueron, o han de ser, pero no son, que el entendimiento los mira como presentes. Las primeras nunca suceden sin un verdadero milagro; y aunque es cierto que Dios hace milagros, pero también lo es que no son tantos como el vulgo literario presume: de manera que siendo preciso examinar la operación milagrosa con mucha diligencia para asegurarnos, el mismo cuidado se ha de poner en averiguar las apariciones sensibles antes de creerlas. Las mentales unas son naturales, como se ve en los melancólicos muy imaginativos, a quienes se ofrecen las cosas pasadas y futuras, como presentes, con una viveza extraordinaria: en los maníacos y frenéticos, que por la enfermedad dicen que ven los muertos, y mil cosas que no hay, y lo aseguran, y gritan si se les contradice: en los sueños, donde cada día hay motivo de experimentarlo: otras son sobrenaturales, como las que se conoce claramente que no caben en la esfera de la naturaleza.

49 El modo de distinguirlas se toma de lo que representan y las circunstancias que las acompañan. Si la persona, aunque sea virtuosa, es crédula, de imaginación fuerte, muy melancólica, enferma, ya sea de todo el cuerpo, ya de la cabeza, pensativa, metida en sí, y nos dice que ha tenido visiones y apariciones, es menester suspender el juicio hasta examinarlas, porque tales personas naturalmente son visionarias: si lo que dicen de su visión es inverosímil, extravagante, erróneo, de ningún momento, y contradictorio, se han de tener por naturales, de acaloramiento de la cabeza, y falsas: si la doctrina que encierran es opuesta a los dogmas, o disciplina de la Iglesia, o en ellas se encierra interés, daño del prójimo
(próximo), o qualesquiera fines particulares distintos de la gloria de Dios, e instrucción de los Fieles, se han de mirar como entusiasmos de una fantasía inflamada. Las sobrenaturales se conocen por caracteres opuestos a los sobredichos, y de ellas hay ejemplos en las divinas Letras, que han de recibirse con toda sumisión. Lo cierto es que en Roma, donde se examinan estas cosas con gran exactitud y juicio, de millares de visiones de las personas virtuosas apenas se aprueba una, y a veces se reprueban todas. Esta materia, además de los Autores citados, la ha tratado con solidez el Abad Langlet; y antes que todos los propuestos ha abierto el camino con admirables advertencias para no desviarse nuestro insigne Español el P. Juan de Ávila en su Audifilia (Audi, Filia, et Vide) (a).

(a) Capítulo 50, 51 y 52. tom. 3. pág. 279 y sig.

50 Para no caer pues, en errores en este asunto, será bien ejercitarse en distinguir lo que es propio de la imaginación, y lo que toca al juicio. Se ha de saber, que la imaginación no hace otra cosa, que representar al vivo las imágenes de los objetos; pero al juicio toca hallar la verdad de las cosas que ofrece la fantasía; y como desde niños nos hacemos a imaginar más que juzgar, será bien ejercitar continuamente la razón, y sobre todo saber dudar cuando convenga, y no juntar con precipitada facilidad el juicio con la imaginación.
Si se trata de conocer lo que sucede en otra persona, además de lo dicho será conveniente examinar si la gobierna alguna secreta pasión, y muchas veces se hallará, que el deseo que tiene una mujer de parecer santa, o el apetito de fama de virtuosa, o la ambición y deseo de mandar, o tal vez el despecho por no venirle las cosas como desea, han corrompido su fantasía; y de aquí nace que juzgue por revelaciones sus delirios. Acaso la malicia es el móvil de estas fingidas apariciones: tal vez alguna oculta enfermedad, que no es conocida, porque no se manifiesta por
fuera, o la ignorancia, que es general fomento de estas creencias. En fin la razón dicta, que cuando se ofrecen semejantes revelaciones, empiecen los hombres sabios a examinarlas dudando, averiguando las pasiones, la eficacia de la imaginación, la verosimilitud, y la conformidad que tienen con los dogmas y disciplina de la Iglesia, y poniendo en obra todas las reglas de la buena crítica.

Capítulo II. Continúase la explicación de los errores de los sentidos.

Capítulo II.

Continúase la explicación de los errores de los sentidos.

9 Aquel juicio que solemos juntar con las sensaciones sin advertirlo, nos hace caer en muchísimos errores. Los cuales distribuiré para mayor claridad en tres clases; es a saber, en los que pertenecen a lo moral, a lo físico, y al trato civil, y me valdré de algunos ejemplos por hacer más comprensible tan importante asunto. Los errores pertenecientes a lo moral son los que principalmente han de evitarse, porque de lo contrario pueden seguirse graves daños; los he manifestado en la Filosofía Moral, por lo que propondré sólo los más principales, como que de ellos nacen otros muchos, cuyo descubrimiento pertenece a la Lógica. Atendiendo, pues, al uso que los hombres comúnmente hacen de los sentidos y de la razón, puede decirse con verdad, que son más sensibles que racionales; esto es, se gobiernan más de ordinario por las apariencias de los sentidos, que por el fundamento de la razón. Esto nace de que aquellas cosas que se perciben por los sentidos hacen mucha impresión, y suelen los nombres inclinarse a ellas; de modo, que no piensan sino en las cosas sensibles. De esto procede, que tienen por bienes verdaderos a los que no son sino aparentes y tal vez falsos; y siendo objetos de los sentidos, los buscan y aman. Si los hombres reflectaran un poco sobre lo que les sucede en la elección de estos falsos bienes, no cayeran tan fácilmente en los engaños que los precipitan.


10 Para entender esto con mayor facilidad se ha de presuponer, que todos los hombres tienen natural e innata inclinación, o apetito de su felicidad, y de su bien. La voluntad llevada de este apetito sólo ama a lo bueno; es decir, sólo ama las cosas que mira como buenas, y como que pueden contribuir a su felicidad. Pero como es potencia ciega y
libre, no se determina a amar las cosas particulares, si no la ilustra antes el entendimiento. Es preciso, pues, que el entendimiento presente una cosa como buena, para que la ame y apetezca la voluntad. Nuestros errores nacen de que el entendimiento, no bien informado de las cosas, las mira como buenas, siendo realmente malas. Muchas veces tiene el entendimiento por buenas a las cosas malas por ignorancia y falta de advertencia, por cuyo motivo será bien trabajar en apartar la ignorancia que fomenta muchos errores; pero las más veces el entendimiento tiene por buenas a las cosas malas, por gobernarse por las apariencias de los sentidos. Para entender esto se ha de presuponer también, que la verdadera felicidad y el verdadero bien del hombre es Dios; y teniendo apetito de su bien y de su felicidad, tiene también apetito de poseer a Dios. Cuando Adán estaba en el Paraíso antes del pecado, tenía conocimiento claro de esta felicidad, y de este bien; de suerte, que con él descansaba, y tenía toda suerte de contento y alegría. Entonces todos los apetitos obedecían a la razón, y esta al soberano orden que había establecido el Criador entre las criaturas racionales.

11 Después del pecado empezaron a dominar la ignorancia, la malicia, y la concupiscencia. De suerte, que aunque el hombre lavado con el agua del sacrosanto Bautismo reciba la gracia, y se le borre la mancha del pecado original, queda no obstante la pena de aquel pecado, y está poseído de la concupiscencia. Por esta se allega el hombre a los objetos mundanos y sensibles, y se aparta de Dios, porque el conocimiento de su verdadera felicidad por el pecado le tiene obscurecido, y el de las cosas sensibles muy vivo, y vehemente; de aquí es, que va tras de estas, y se aleja de aquella. Con la noción que tiene el hombre de su felicidad, suele también juntar la de la excelencia, de la grandeza, y demás cosas que pueden causarle contento.
Si estas prerrogativas las buscara el hombre en Dios; esto es, pensase sólo conseguirlas gozando de Dios, pensaba bien, porque no puede tener verdadera grandeza, excelencia, y contento de otra manera; pero al contrario, dejando a Dios, busca la grandeza, y contento en las cosas sensibles y mundanas. Reparen y mediten los hombres, que por mucha grandeza, excelencia y contento que logren en esta vida, nunca quedará saciado el apetito de su felicidad; y la experiencia nos lo hace ver cada día en los ricos, y poderosos, que nunca están contentos, ni satisfechos, porque aquella felicidad, sosiego y contento, que pueden llenar el natural apetito del hombre, sólo puede hallarlos en Dios, que es su verdadero bien, y su verdadera felicidad. Lo que sucede en esto es, que la voluntad apetece este bien verdadero, y esta felicidad, inclinándose naturalmente hacia el bien; pero engañado el entendimiento, y llevado de la concupiscencia, le ofrece otros bienes solo aparentes, y a veces falsos, que tal vez la apartan de aquel mismo bien verdadero.

12 Para más clara inteligencia de estas cosas conviene saber, que los objetos que se presentan a los sentidos, sólo causan en el alma aquellas impresiones, que son necesarias para la conservación del cuerpo; de modo, que el dolor advierte al alma el daño que el cuerpo padece, y el placer muestra su buena constitución. Por esto solemos tener por males los dolores y por bienes los gustos y deleites. Aquí se ha de advertir, que por dolor se entiende cualquiera molestia, que indica al alma no hallarse sano el cuerpo, con lo que no sólo se comprende aquel sentimiento que propiamente llamamos dolor, sino también la congoja, opresión, desmayo, y otras semejantes molestias, que muestran y significan algún desorden en la fábrica del cuerpo humano. También se ha de saber, que aquella sensación, que llamamos gusto y deleite sensibles, se sigue sólo en el alma cuando las impresiones de las cosas se hacen de un modo cierto y determinado; así vemos que los manjares ocasionan gusto en el sano, y desabrimiento en el enfermo, porque las impresiones se hacen de un modo en la salud, y de otro en la enfermedad. Siendo esto así ¿cómo ha de tener el hombre por bien verdadero a una cosa que las más veces le causa daño?
¿Que en lugar de ocasionar el gusto, causa desabrimiento? ¿Que lejos de conservarle, muchas veces le destruye? ¿Que en lugar de producir un contento durable y sólido, sólo ocasiona un gusto transitorio y aparente? ¿Que en vez de apartar los males que pueden hacerle infeliz, los atrae, los lleva, y casi siempre los acompaña?

13 Considérense los lujuriosos, y se hallarán llenos de perturbación, su ánimo inquieto, la salud perdida, la hacienda gastada, siempre rodeados de penas, sobresaltos, y temores por solo un deleite pasajero y engañoso. Póngase la consideración en los que tanto celebran los banquetes, las bebidas y los regalos, y se verán perder la salud del cuerpo con lo mismo que la pretenden conservar. Véanse en fin todos aquellos que van de gusto en gusto, de placer en placer, y nada más buscan que embelesar sus sentidos, y hallarán como nunca queda satisfecho su deseo, porque apenas logran una diversión, cuando los fastidia y van a buscar otra, y así pasan su vida sin hallar complemento a sus apetitos. Todos estos son muy sensibles y poco racionales, pues si consultaran la razón, hallarían que los sentidos no les ofrecen verdaderos bienes, antes por el contrario los acarrean muchos males.

14 Entenderáse (se entenderá) esto mejor, considerando que la felicidad de los hombres puede considerarse en dos maneras. En el primer modo es el mismo Dios, y por eso no puede lograrse en esta miserable carrera del mundo. La otra felicidad es la que pueden los hombres conseguir en esta vida, y puede llamarse imperfecta y secundaria. Los Filósofos antiguos excitaron muchas dudas sobre el constitutivo de la felicidad del hombre en este mundo, y omitiéndolas ahora por no conducir a nuestro asunto, ha de sentarse como cosa cierta, que ni aun en este mundo puede ser feliz el que se aparta de Dios, y por eso tengo por cierta la doctrina de los Estoicos Cristianos, que ponen la felicidad de los hombres en el ejercicio de las virtudes cristianas. De este modo se comprende, que será feliz en algún modo en este mundo el que hiciere las cosas conformes al orden que Dios ha establecido, y con mira a sus santas leyes, y con la observancia de los divinos preceptos. Así podrá cualquiera usar de las cosas sensibles, con tal que el uso de ellas sea conformándose con las leyes divinas, y humanas; no porque aquellas cosas sean el bien a que únicamente deben aspirar los hombres, sino porque conducen a mantener la vida, la fama, y otros bienes, que logra el hombre en esta mortal carrera hacia la eternidad. Por eso los objetos sensibles sólo son bienes relativos a la felicidad humana, porque pueden hacer al hombre feliz en este mundo, con tal que use de ellos según la razón, y según el fin a que se dirigen.


15 Pero son muy pocos los que consideran estas cosas, y son muchos los que llevados de la concupiscencia, y engañados por la ignorancia, juntan a las cosas sensibles la noción de su felicidad, y con el apetito que tienen de esta, se dirigen hacia aquellas. Los pobres apetecen las riquezas y demás aparatos magníficos que ven en los ricos, y es porque se engañan juntando la noción de las riquezas con la de su felicidad. Todos apetecen naturalmente la vida y la salud; y pareciéndole al que está enfermizo que el sano es feliz, apetece la felicidad de este, y alguna vez se engaña, porque aun con la salud está lleno de otras miserias, que tal vez son de mayor peso que la enfermedad. Todos apetecen el contento, y aborrecen el dolor, y la molestia: de aquí se sigue, que el pobre cuando ve a los ricos y poderosos andar en coche, comer regaladamente y no trabajar, le parece que en aquello consiste toda la felicidad, y la apetece con gran ansia, y la suspira; pero si supiera debajo de tanta pompa, y de tanto número de criados y grandeza, qué ánimo se esconde tan inquieto y lleno de molestias, le tendría no por feliz, sino por el más miserable del mundo (a).
S. Juan Chrisóstomo (b) hace una hermosa comparación, contrapesando las felicidades de los pobres con las de los ricos; y tengo por cierto, que si aquellos que tienen lo preciso para sostener la vida y cubrirse de las injurias del tiempo, saben hacer uso de la razón, no sólo no
envidiarán a los ricos y poderosos, sino que les tendrán lástima. Por eso llama Virgilio (c) felices a los Labradores, si estos saben conocer los bienes que poseen.
Y yo llamo afortunados a aquellos que viven en la soledad apartados de estos engañosos aparatos de los sentidos (d); y mucho más felices a los que viviendo en la soledad, ponen su dicha en el ejercicio de la virtud y contemplación de las cosas divinas. Los que así viven gustosos, es cierto que logran un contento y satisfacción de ánimo infinitamente más estimable que los tesoros de Midas, y los triunfos de César.

(a) Fortuna magna, magna domino est servitus. Publ. Mim. sent. 229.

(b) S. Chrysostom. homil. 55. sup. Matth. tom. 7.

(c) O fortunatos nimium, sua si bona norint,

Agricolas, quibus ipsa, procul discordibus armis,

Fundit humo facilem victum justissima tellus.

Virgil. Georgic. lib. 2. vers. 477.

(d) Beatus ille, qui procul negotiis, Ut prisca gens mortalium,

Paterna rura bobus exercet suis, Solutus omni foenore.

Horat. Epod. lib. ode 2.

16 Síguese de todo lo dicho, que los sentidos sólo ofrecen falsos bienes, o aparentes, y por consiguiente que es necedad ir los hombres dotados de razón buscando continuamente los engañosos atractivos de la concupiscencia. Síguese también, que sólo ha de fiarse el hombre de lo que le ofrecen los sentidos para la conservación de su cuerpo, y el uso de los objetos sensibles ha de ser conforme a la razón y a las leyes divinas y humanas. Por esto será convenientísimo no juzgar prontamente de lo que los sentidos presentan, porque en esto se expondrán los hombres a infinitos engaños. Será bien suspender el juicio, o dudar en semejantes representaciones, para examinar con la razón fortalecida de una buena moral el uso, que nos conviene hacer de los bienes que nos ofrecen.

17 En las cosas físicas es grande el imperio de los sentidos, y en la misma proporción lo es también el número de errores que ocasionan. Cree el común de los hombres, que las cualidades sensibles, como el frío, calor, humedad, sequedad, color, y otras semejantes, están sólo en los objetos, y se engañan porque parte están en ellos, y parte en el sentido. Este error viene a los hombres desde la niñez, y por eso es tan difícil de desarraigar. Cuando somos niños y nos acercamos a la lumbre, sentimos calor. En aquella edad no suspendemos jamás el juicio, antes por el contrario, juzgamos de las cosas como nos parecen y no como son, porque entonces somos sensibles, y no racionales; esto es, solo ejercitamos la potencia de sentir, y no la de razonar. Así que no distinguimos el calor radical; esto es, la raíz del calor que se halla en el objeto sensible de la percepción, del que está en nosotros, y ambas cosas son necesarias para el calor. Lo mismo ha de entenderse de las demás cualidades propuestas.
18 Otro error ocasionan los sentidos muy general en las cosas pertenecientes a la Física. Suelen los hombres colocar bajo una misma especie las cosas que tienen entre sí semejanza, o sea en el color, o en el gusto, y por esto se gobiernan para atribuirlas unas mismas cualidades. De esta forma han errado los Botánicos, que atribuyen unas mismas virtudes a las plantas que se parecen, o a las que tienen semejanza en el sabor y otras afecciones sensibles, sin contar con la relación precisa que han de tener con el cuerpo humano, y la idiosincrasia, que acompaña a cada una de ellas. También se engañan los Médicos en la semejanza de los síntomas o accidentes que acompañan a las enfermedades. Quéjase una mujer de un dolor que la aflige con gran molestia en la boca del estómago, y al mismo tiempo vomita cóleras verdes. Llega el Médico, que sólo se gobierna por la semejanza exterior de las cosas, y luego juzga que es dolor cólico, y aplicándole los remedios específicos de esta enfermedad, no sólo no la cura, sino que la empeora. Si hace uso de la razón, y no se fía de las primeras apariencias de los sentidos, juzgará que el dolor y el vómito nacen de afecto histérico, y con pocos remedios fácilmente le dará la salud. Son infinitos los males internos, que por
fuera se presentan a nuestros sentidos con señales semejantes, y es menester un juicio atinado para distinguirlos, notando atentamente los efectos y signos necesarios, que inseparablemente van con cada una de las dolencias; pero no hay que esperar que los conozcan los Médicos vulgares, que sólo se gobiernan por los sentidos, y no consultan la razón.


19 De la misma suerte, se engañaría el que en el parhelio, esto es, cuando aparecen a la vista tres Soles, como sucede algunas veces, y los he visto yo, creyese que en la realidad eran tres los Soles, aunque los ojos los manifiestan enteramente semejantes. Otro modo de errar por los sentidos es negar todo lo que no se ve con los ojos. El humo, aunque el fuego esté oculto, le manifiesta. Las golondrinas con su venida en la Primavera y retirada en Otoño muestran una causa oculta a nuestros sentidos, que las mueve a estas mutaciones. La materia etérea, esto es, sutilísima, e imperceptible por nuestros ojos, esparcida por todo el Universo y causa de los principales fenómenos de él, se descubre por efectos necesarios y signos inseparables de su presencia y eficacia, como lo he declarado en varios escritos míos. Los Gentiles a esta materia etérea la dieron atributos de divinidad; pero así en esto, como en otras muchas cosas erraron torpemente por faltarles la Religión verdadera. Los vapores y exhalaciones de los cuerpos no los vemos; y son ciertos, porque nos constan por sus admirables efectos, que observamos con otros sentidos, y alcanzamos con la razón (a).
Lo que hemos dicho, explicando los signos y las
demostraciones, junto con lo que aquí acabamos de proponer acerca de los engaños de los sentidos, puede hacer más cautos a los Físicos, Anatómicos, Botánicos, Naturalistas, para no llenar de tantas falsedades, y vanas observaciones sus escritos, y no dar por inventos las cosas que, o no existen, o no son nuevas.

20 Pero en ninguna cosa se engañan más los hombres, haciendo mal uso de los sentidos, que en el trato civil; y todos los errores que en él se cometen, sólo nacen de que se fían demasiadamente de las apariencias sensibles. Casi todos siguen las cosas que se imprimen más en la mente; y como las cosas sensibles hagan esto porque tocan a los hombres más vivamente, por eso fácilmente dejan llevarse de sus impresiones. Pero el hombre sabio, enterado de los engaños que ocasionan las imágenes de los sentidos, percibe como los demás los objetos que se le presentan, y juzga, no según las apariencias, sino según la razón.
Si yo pudiera imprimir esta máxima en el común de los hombres, sé ciertamente que serían más racionales, y menos sensibles. Para conocer esto, haré ver algunos errores frecuentes en el comercio civil, y este conocimiento podrá servir para evitar muchos otros, siendo imposible proponerlos todos.

21 Es frecuentísimo juzgar los hombres de las cosas por las apariencias que se presentan a los sentidos, sin examinar la realidad de las mismas cosas, y por eso es también frecuentísimo engañarse. Bello rostro tiene Ariston, dice uno, la cara es de hombre de bien: ¡qué agasajo tiene! es cierto que tiene policía, y habla con modo, y trata con cortesía a todo el mundo. ¡O! es Ariston muy buen hombre. Este juicio de que Ariston es hombre de bien porque tiene buen rostro, porque habla con modo, &c. suele ser falsísimo y muchas veces con estas circunstancias se halla un ladrón insigne.

(a) Debe encargarse a todos la atenta lectura del Boyle en su tratado:
- De mirabili vi effluviorum.

La razón dicta, que para afirmar seguramente que Ariston es hombre bueno, sepamos que es virtuoso, porque, como hemos dicho, no puede serlo de otra forma. Pues si todas aquellas apariencias externas se compadecen tanto con la virtud como con el vicio, ¿por qué ha de gobernarse el hombre por ellas para afirmarlo? Del mismo modo yerran los que juzgan lo contrario. Cleóbulo, dice otro, va con hábitos largos, el cuello torcido, sombrero grande, con gran compostura, y después se ha averiguado que era hipócrita, y por tal le han castigado. No hay que creer, pues, a estos que andan con semejante traje, y figura. Este último juicio es erradísimo, ya porque de un ejemplar, que se ha presentado a los sentidos, no se ha de juzgar de todos, como hemos visto, hablando de las inducciones: ya también, porque si Cleóbulo con aquel hábito exterior de virtud era hipócrita, no lo son otros; antes debe ser regular acompañar a la verdadera virtud aquella modesta compostura.

22 Por otro camino yerran también muchísimos. Oyen a un Predicador, que habla con frases compuestas y adornadas: sus voces son exquisitas, sus cláusulas tienen cadencia, su aire en el decir es primoroso, sus movimientos muy prontos, y sin otro examen dicen: ¡O! este es un Predicador sin segundo. Este juicio es de los más comunes, y más errados que oigo en el trato civil.
Con todas aquellas prendas no tiene el Predicador otra habilidad, que la de embelesar a necios, porque todas no hacen más que hinchar la fantasía, y halagar los sentidos con bellas apariencias. Tan acertado es aquel juicio, como el que hiciera un hombre si viese a una mona con manillas, perlas, afeites, y otros adornos externos, y la tuviera por hermosa. La regla fija (a) que
cualquier hombre cuerdo ha de tener para distinguir estas vanas apariencias de la realidad de las cosas, es considerar la solidez de las máximas que el Predicador

(a) Nos autem, qui rerum magis quam verborum amatores, utilia potius quam plausibilia sectamur, non id quaerimus, ut in nobis inania saeculorum, ornamentam sed ut salubria rerum emolumenta laudentur. Salvian. De Judic. & Provid. Dei in Proemio, pág. 28. Bibl. Vet. PP. tom. 8.

propone, y ver si en ellas resplandece lo verdadero y lo bueno, y si hay orden, y conexión entre las pruebas del asunto, y si estas son eficaces para hacer que el auditorio convencido, se mueva a amar lo bueno que se propone, y seguir la verdad que se persuade; pero en oyendo a un Predicador que empieza con antítesis frecuentes, con vanos preámbulos, con frases muy estudiadas, y con cadencias poéticas, será bien desconfiar un poco, porque es cosa comunísima que semejantes artificios anden juntos, no con verdades sólidas, sino con fruslerías y puerilidades. En efecto estas artes son para encantar los sentidos con la armonía de aquella música con que el Orador canta mejor que predica, y no hemos de dejarnos llevar de sombras, sino de realidades.

23 Cada vez que veo esto entre los Christianos, me lastimo de la falta de Lógica de muchos oyentes, porque si estos supieran despreciar como merecen tales adornos, tal vez no los usarían los Predicadores. Y es cierto que no los necesitan los que predican la palabra de Dios, porque esta por sí es eficacísima, y propuesta con claridad y dulzura, halla fácil acogida en el corazón humano, donde están estampadas las señales de la luz del rostro del Señor.
Las máximas del Evangelio de Jesu-Christo llevan consigo tanta claridad y resplandor, que no necesitan para ser estimadas de vanos adornos, y mucho menos de las superfluidades con que a veces las vemos vestidas; y es cosa comunísima que los que predican valiéndose de semejantes artificios hagan muy poco fruto, porque los hombres son muy sensibles, y escuchan con mayor gusto los atractivos de los sentidos, que el peso de la razón; y si debajo de aquellos aparatos hay algunas verdades sólidas, no las considera el entendimiento, porque le ofusca la aparente dulzura de los sentidos (a).
(a) Ne a me quaeras pueriles declamationes, sententiarum flosculos, verborum lenocinia, & per fines capitulorum singulorum acuta quaedam, breviterque conclusa quae plausus, & clamores excitant audientium. Sanct. Hieron. ad Nepotian. Epist: 52. p. 256. t. I. edic. de Verona de 1734.

24 No es esto decir que se hayan de trabajar todas las Oraciones sin ningún adorno, porque no sigo el dictamen de los que dicen, que la elocuencia es naturaleza, y no arte. El P. Feyjoó estampó esta máxima en el segundo tomo de sus Cartas, y me parece que sólo se halla en el título de la Carta, y no en el cuerpo de ella; porque lo que el P. Feyjoó prueba es, que sin arte hay quien es elocuente, y que por más arte que haya, nunca puede ser uno elocuente sin la naturaleza, esto es, si no tiene un gran fondo de natural elocuencia. Esto es verdad, y es falso el título, porque en él se da a entender, que el estudio de la Retórica para nada sirve, y así lo afirma este Escritor famoso. Ya Quintiliano (a) trató de propósito este asunto; y habiendo rechazado a los que tenían la Retórica por inútil, afirma que sin el arte, ninguno puede ser Orador consumado, aunque sea también necesaria para esto la naturaleza; y siendo así que este Escritor es el más entendido, y más cumplido en esta materia, es de extrañar que el P. Feyjoó no le viese antes de estampar tantas extravagancias, como puso en la citada Carta. Con mejores fundamentos admitió, y probó la necesidad del arte el P. Fr. Luis de Granada en su Retórica Christiana. Volviendo a nuestro asunto de la predicación, es cierto que algunos modernos
pretenden se debe desterrar de los púlpitos la Retórica (b). La mayor parte de los eruditos no aprueban tan universal dictamen, y cuantas invectivas emplearon los antiguos y modernos contra este Arte, fue solo por desterrar el abuso que se observa en algunos, que únicamente se aprovechan de él para hacerse habladores hinchados.
S. Agustín (c), y muchísimos Escritores que han examinado bien esta materia, juzgan, que en algunas ocasiones es utilísimo el Arte de la elocuencia si se sabe hacer de él buen uso. Como quiera que sea, sin introducirme en semejante cuestión, me parece que no puede ser acertado el dictamen del P. M. Feyjoó, porque debiera haber antes estudiado de propósito la Retorica; haber visto el uso artificioso con que se han aprovechado loablemente de ella los Griegos, y Latinos; haber mirado de intento, no la Retorica pueril que suele enseñarse a los muchachos, sino aquel arte racional de animar los pensamientos, de mover los afectos, de excitar las pasiones, y de hacer más clara la verdad, lo cual no lo ha hecho, según él mismo confiesa (a); pues ¿cómo ha de ser justo el dictamen sobre una materia no estudiada?

(a) Sin ex pari coeant habla de la naturaleza y del arte) in mediocribus quidem utrisque majus adhuc naturae credam esse momentum, consummatos autem plus doctrinae debere quam naturae putabo, sicut terrae nullam fertilitatem habenti nihil optimus agricola profuerit, e terra uberi utile aliquid etiam nullo colente nascetur. At in solo foecundo plus cultor, quam ipsa per se bonitas soli efficiet. Quintil. Instit. orat. lib. II. cap. 19.

(b) V. P. Lami Ordin. S. Bened. in libr. de Cognit. sui ipsius, & alli apud Dupin de Verit. página 315.

(c) S. Augustin, lib. 4. de Doctr. Christ. Cap. 2. num. 3. 6. 8.

25 Digo, pues, que pueden trabajarse las oraciones con estudio, y a veces es necesario valerse del arte para hacerlas perfectas; porque el fin principal del Orador es persuadir, y para esto algunas veces es menester excitar los afectos,
y animar las pasiones de los oyentes, lo cual con el arte se hace maravillosamente. Además de esto hay algunas verdades que son intolerables a los nombres, y el Orador ha de hacerlas suaves y acomodarlas a ser bien recibidas; por lo que en algunas ocasiones es bien hacer un poco deleitable la Oración, porque la verdad que parecería inadmisible por sí sola, es bien recibida por lo dulce y agradable que la acompaña (b) que, al fin bueno es usar de algún arte para hacer comprender a los hombres la verdad, cuando se considera que no ha de lograrse esto de otra manera. Pero siempre ha de llevar el Orador la mira de poner el fundamento de su oración en las verdades ciertas, en las máximas sólidas, y en introducir en los oyentes el amor a lo bueno y a la virtud, y solo para hacer ver claramente estas cosas le será lícito usar de adornos; pero nunca será bien colocar todo el trabajo en hablar mucho, y decir nada. Si el P. Feyjoó dijera, que el arte ha de ser en las oraciones muy disimulado, y tanto, que se confunda con la naturaleza; que la fuerza de la elocuencia verdadera ha de consistir en el vigor de las máximas y en lo sólido de las sentencias, y no en la pompa de las palabras, sin negar que para persuadirlas ayude mucho el arte, hubiera dicho una verdad admitida de todos los Sabios.

(a) P.M. Feyjoó Cart. erud. tom. 2. pág. 55. num. 23.
(b) Nam veluti pueris absinthia tetra medentes
Cum dare conantur, prius oras pocula circum
Contingunt mellis dulci, flavoque liquore;
Sic ego nunc, quoniam haec ratio plerumque videtur
Tristior, esse quibus non est tractata, vetroque
Vulgus abborret ad hac: volui tibi suaviloquenti
Carmine Pierio: rationem exponere nostram.
Lucret. de Rer. natur. lib. 4. verso II.

26 ¡O! dirá alguno, que eso es rigor de los Críticos, porque no hay Sermón donde no se propongan muchos textos de la Sagrada Escritura, y estos contienen grandes verdades. Es así; pero también es certísimo que los más de aquellos textos no los entiende el Pueblo en el modo que suelen proponerse, y me consta esto por experiencia; y si se comprende lo que contienen, nada persuaden por la mala aplicación, porque el entendimiento humano es de tal naturaleza, que busca el orden y conexión entre sus nociones, porque en esto consiste la fuerza de raciocinar; y como no suele hallar esta conexión muchísimas veces entre los lugares de la Escritura que se explican, y el asunto a que se traen, por eso no queda convencido. En medio de la decadencia grande de la legítima predicación, que experimentamos, y de que nos dolemos, sirve de consuelo el ver, que algunos Prelados Eclesiásticos de gran zelo y singular doctrina han publicado en nuestros días dos Pastorales, para reformar cada uno en su respectiva Diócesis los abusos del Púlpito, y reformar la oratoria christiana; y cierto que la necesidad que de ello hay, es muy grande, porque vemos hoy cumplido lo que se dice en la vida del V. Juan de Ávila, llamado Apóstol de Andalucía; es a saber, que una de las mayores persecuciones de la Iglesia es la de los malos Predicadores (a). Estamos esperanzados, que al ejemplo de estos dos Prelados, los demás procurarán enmendar la predicación, y reducirla al punto que pide el espíritu de la Santa Iglesia.
(a) Muñoz cap. 6. pág. 9.


27 ¡Válgame Dios, dice Ariston, qué primoroso, y sabido es Adonis! Tiene una hora de conversación, y en toda ella habla chistes y cosas agudas, que es un pasmo; ¡qué equívocos usa! Naturalmente habla en verso, y con suma facilidad deleita. Vanísimo es el juicio que hace Ariston de su Adonis, y es porque no tiene Lógica, ni trabaja en ejercitar la razón; porque eso mismo que tanto alaba, hace intolerable a los sabios la conversación de su Adonis. Cualquiera puede notar, que estos tales ordinariamente se escuchan, y hablan tan afectadamente, que toda su agudeza, y toda su poesía no es más que una vanísima afectación, y se conoce fácilmente atendiendo, que en todo un año, después de haber tenido todos los días una hora de semejantes conversaciones, en todo el año, digo, no ha dicho una sola verdad nueva, ni nada que hayan tenido los concurrentes que aprender; lo que ha dicho son cosas vulgarísimas con frases pomposas, que es lo mismo que si hubiera engastado en plata un pedazo de corcho. No obstante a Ariston le gusta este su Adonis, porque le hincha los sentidos, y le halaga con algún deleite superficial. Si Ariston estudia la buena Lógica, sabrá que nada ha de satisfacer al entendimiento, sino lo sólido y lo útil, y estas cosas no se hallan sino en lo verdadero y en lo bueno (a).
(a) Non qui multa, sed qui utilia novit, sapiens est. Stob. serm. 3. t. I. p. 35.

Por esta razón han de despreciarse tantas poesías que cada día nos vienen a las manos, y nada más hay en ellas que la cadencia; y sólo las pueden aprobar los hombres que tienen el entendimiento en los oídos. Los que se contentan con las apariencias sensibles, celebran mucho algunos poemas, que ni tienen substancia, ni tienen solidez, ni contienen más que pensamientos superficiales, y en fin que son más fríos que el mismo
yelo. No obstante se aplauden, y se celebran como venidos del Cielo; y estos vanos aplausos nos acarrean después una lluvia de Poetas que nos oprimen, y la poesía se hace estudio de moda; de suerte, que es tenido por grande hombre un vanísimo Poeta. Por esto son tan comunes las malas poesías, y tan abundantes que tan fácil es tropezar con los malos Poetas, como con langostas: vicio que ya reprehendió con agudeza el ingenioso D. Francisco de Quevedo, y no hay esperanza de que se corrija si no se estudia muy de propósito la verdadera Lógica, y se hacen los hombres a no fiarse de las apariencias de los sentidos, y a consultar siempre la razón.

28 Entre las apariencias de los sentidos ninguna es más engañosa que la que lleva el carácter de bello, y de hermoso. Todavía no están conformes los Filósofos en definir en qué consiste lo que llamamos hermosura y belleza, así en las cosas animadas, como inanimadas. Yo pienso, que lo que llamamos hermosura en las cosas sensibles es cierto orden y proporción que tienen entre sí las partes que las componen. Este orden es relativo a nuestros sentidos, porque a unos parece hermoso lo que a otros feo: y tanta variedad como se encuentra en estas cosas, nace de la impresión diversa que un mismo objeto ocasiona en distintos hombres, y del diferente modo con que excita los sentidos en cada uno. Sucede, pues, en esto lo mismo que en todas las otras percepciones de los sentidos, que sólo nos ofrecen las cosas con proporción a nuestro cuerpo; y así se ve, que si se muda con el tiempo, o de otro cualquier modo el orden de partes en el objeto, o en los órganos de los sentidos, se pierde, o se muda la hermosura.


29 Síguese de esto, que la hermosura de estas cosas sensibles es una apariencia, que sólo puede arrastrar a los hombres que dejan llevarse de las exterioridades que se ofrecen a los sentidos sin ejercitar la razón. El ver, pues, cómo inconsideradamente buscan muchos estas apariencias, y van con inquietudes continuas hacia estos vanísimos atractivos de los sentidos, hace ver el poco uso que hacen los hombres de la razón, y lo poco que reflectan para distinguir lo aparente de lo verdadero. La verdad tiene una hermosura, que puede satisfacer al entendimiento; la bondad lleva consigo una belleza capaz de atraer a la voluntad. Si yo dijera, que el entendimiento recibe un gran contento cuando descubre la verdad (a), y que la voluntad le recibe también cuando ama lo bueno, diría una cosa certísima, y digna de que la escuchasen y meditasen seriamente todos los hombres; pero son tan sensibles por lo común, que les parecerá esto digno solo de contarlo a los habitadores de los espacios imaginarios.

(a) indagatio ipsa rerum tum maximorum, tum etiam occultissimarum habet oblectationem. Si vero aliquid occurret, quod verisimile videatur, humanissima completur animus voluptate. Cicer. Quaest. Acad. I. 2. c. 118.

30 Los hombres, que sólo hacen uso de sus sentidos, miran este orden de la hermosura, y siguen los desordenados afectos que ocasiona. ¡Qué voz tiene Lucinda tan suave! ¡qué aire tan majestuoso! ¡Es una maravilla como canta, como anda, como habla! Todo es un encanto. Y es verdad que es un encanto para los que se paran solamente en las apariencias sensibles. Ni hay que dudar, que el tono de la voz, el aire del semblante, la risa natural, el trato amable, y a veces las lagrimillas de las mujeres, son un dulce veneno que ocasiona mil estragos en los poco advertidos, que no conocen que aquellas cosas en sí mismas son de muy poco valor, y sólo son estimables cuando van acompañadas de la virtud y de la razón. Para conocer mejor la vanidad de estas apariencias, se puede considerar la hermosura, y belleza de las cosas como un orden físico, o como orden moral. En el primer modo admira la hermosura a los sabios, porque consideran en ella un orden de partes maravillosamente fabricado por el Criador, y porque se descubre aquel número, peso, y medida con que ha hecho todas las cosas materiales y sensibles. La consideración de lo hermoso, y de lo bello en este sentido es inocente, y tal vez loable, porque excita el conocimiento de la divina Omnipotencia. Con orden moral se consideran estas cosas como pertenecientes a las costumbres, o como objetos de las acciones morales de los hombres. En este modo no puede el hombre, ni debe amar, ni abrazar semejantes objetos, sino conformándose con la Ley divina, y con sus sacrosantos Mandamientos y preceptos; y esto es lo que dicta la razón, porque con ella alcanzamos, que de todas las cosas sensibles no podemos debidamente hacer otro uso, que atendiendo al fin que el Criador se ha propuesto, y con respecto hacia la eterna felicidad de los hombres.

31 En el amor a lo bello sensible erramos también de otra manera. Cuando se nos presenta un objeto hermoso a la vista, no sólo tenemos la percepción que viene de los sentidos, sino que juntamos a esta percepción la noción del bien, y la voluntad es llevada a amarle. Pero, como ya hemos dicho, todas las apariencias, y objetos de los sentidos no ofrecen sino falsos bienes, o aparentes, y hacia ellos nos arrastran la concupiscencia, y el desorden de los apetitos. El hombre que usa de la razón no hace caso de estos aparentes bienes, y deja de juntar la noción del bien con semejantes objetos; antes algunas veces junta la noción del mal, la de lo aparente, la de lo engañoso, la de lo falso, y de este modo aparta de la voluntad el amor desordenado de las cosas bellas sensibles.
32 Esta facilidad de detenerse los hombres en las cosas sensibles nace, como ya hemos dicho, de que estas dejan en el cuerpo impresiones que duran mucho, y con dificultad se borran; y como el alma corresponde con ciertas representaciones, de ahí procede que le hagan mayor fuerza las cosas que entran por los sentidos, que las que por sí misma alcanza. Este es el motivo de muchísimos errores, y en especial de que hacemos mucho caso de lo que tenemos presente, y despreciamos lo venidero. Todos los Christianos, y todo hombre que hace uso de la razón conoce la eternidad, y sabe que no somos criados para este mundo, sino para el Cielo; no obstante estamos tan atados con aquel, que muy pocas veces pensamos en este, y es porque el mundo le tenemos presente, y obra continuamente sobre nuestros sentidos, y la eternidad la miramos de lejos; o lo que es lo mismo, conocemos este mundo por los sentidos, y al Cielo con la razón.

33 Todas estas consideraciones tiran a fortalecer la razón contra las apariencias de los sentidos, y a avisar a los hombres, que sus sentidos son tal vez su mayor enemigo, que no deben fácilmente dejarse llevar de sus representaciones, y que no juzguen precipitadamente por sólo su informe sin consultar la razón. Hanse de mirar como instrumentos dados por el Criador para la conservación del cuerpo humano; y se ha de advertir, que siendo los únicos medios por donde el alma empieza a alcanzar las cosas, son también el principal origen de sus errores, y de sus males. Si pudiéramos lograr que los Materialistas, y Deístas de estos tiempos se parasen a contemplar estas verdades, que son muy ciertas y muy claras, acaso volverían en sí, y dejarían su torpe alucinación, pues no conocen que toda su vida son como los niños, que nunca piensan más que en lo que tienen presente, porque son sólo sensibles, y no ejercitan la razón, ni son capaces de la buena Lógica.

LIBRO SEGUNDO. Capítulo I. DE LOS ERRORES QUE OCASIONAN LOS SENTIDOS.

LIBRO SEGUNDO.

Capítulo I.

DE LOS ERRORES QUE OCASIONAN LOS SENTIDOS.

1 La razón humana, como hemos dicho, y conviene tenerlo presente, averigua las cosas de dos maneras, o por la fuerza de razonar, o por los sentidos. Del primer modo alcanza los primeros principios, y verdades que hemos llamado razón, o luz natural. Del segundo descubre la naturaleza, y propiedades de los objetos sensibles y corpóreos. Y aunque sea verdad que las puras intelecciones, y raciocinios no se excitan en el alma sino por las nociones sensibles que antes tiene de los objetos, no obstante distinguimos estas dos clases para señalar los errores que se mezclan en estos diversos modos de percibir las cosas, y empezamos a explicar los que tocan a los sentidos, porque son las primeras sendas por donde camina el alma hacia el conocimiento de la verdad.
Aquí conviene advertir, que aunque el error como falsedad está siempre en el juicio que afirma, o niega una cosa de otra, suele tomar el motivo y ocasión de la falta y poca exactitud de las nociones de las demás potencias; y es preciso purificar a estas para que por ellas no yerre el juicio. Así que llamamos error al presente cualquiera defecto de las nociones mentales, que pueda dar ocasión a la potencia de juzgar para engañarse, y recibir lo falso en lugar de lo verdadero.

2 Dicen algunos, que los sentidos nos engañan con facilidad, y dicen bien.
Dicen otros, que el principal criterio; esto es, el principal camino por donde se llega a la verdad, son los sentidos, y también tienen razón. Consiste esto en que los sentidos son fieles en representar las cosas según se les presentan, y así no engañan; pero juzgando precipitadamente por el informe de ellos, caemos fácilmente en el error. Por esta razón ha de ponerse el cuidado posible en asegurarse de las cosas que se ofrecen a los sentidos, pues por ellos, si se hace debido uso de sus operaciones, se alcanzan muchas, y muy importantes verdades. ¿Quién podrá negar que muchos descubrimientos útiles se deben a la experiencia? ¿Y que la verdad que sabemos por experiencia nos ilustra el entendimiento? Cuanto bueno tienen y enseñan la Física, Medicina y Ciencias Físico-Matemáticas, debe su intrínseco valor a la experiencia. Tengo, pues, por suma necedad negar aquello que consta por racional experiencia; y cuando veo que algunos lo hacen, no puedo atribuirlo sino a que no distinguen la experiencia de los experimentos. El experimento es el hecho que observamos con los sentidos, y se pinta en la imaginación: en el examen de este puede haber engaño. La experiencia es el conocimiento racional que tenemos de una cosa por repetidos experimentos. De aquí se sigue, que con dos, o tres experimentos no siempre hay experiencia: es menester a veces hacer muchos, repetirlos en distintas ocasiones y lugares, combinarlos, y asegurarse de los sucesos, y después de todas estas averiguaciones se logra aquel conocimiento que llamamos experiencia. Esta si es racional es certísima, porque si es racional se funda en experimentos hechos con toda exactitud. Si el hombre está asegurado de la verdad por racional y bien fundada experiencia, puede reírse con mucha satisfacción de los Sofistas, que con gran desembarazo dicen: Niego la experiencia: no me hace fuerza la experiencia. Va un hombre por una senda poco trillada a un lugar. La primera vez pierde el camino divirtiéndose ya a esta parte, ya a la otra, mas al fin llega al sitio que busca. Ofrécese volver segunda vez, y no bien asegurado va temeroso, tal vez vuelve a dejar el camino y se desvía. Pero repitiendo distintas veces su viaje se hace dueño del camino; de suerte, que si se ofrece puede ir con los ojos vendados, o en una noche obscura. Si a este le saliera al encuentro un Sofista, y le dijera que adónde iba, y, respondiendo que a tal Lugar, instase el Sofista: No puede Vmd. llegar a él en manera ninguna, porque me han dicho y asegurado grandes hombres, que ese Lugar es inaccesible, y la razón lo dicta, porque no hay senda, y porque hay pasos insuperables; quizá el otro con sosiego le respondería: Pues yo he llegado varias veces al Lugar que busco, y tengo certidumbre que se engañan esos Señores que a Vmd. le han informado, y más que esto lo sé por experiencia. Aquí el Sofista dice: Yo niego esa experiencia; mas el otro asegurado por la repetición de los hechos, no puede menos de reírse como reía Diógenes cuando estaba paseándose, para rechazar a Zenón que decía, que no había movimiento.


3 De lo dicho se deducen dos cosas certísimas, y es necesario observarlas para no caer en el error. La primera es, que el que quiera asegurarse de la verdad por la experiencia, ha de cuidar mucho en hacer los experimentos con exactitud, y con las debidas precauciones para que no se engañe. La segunda es, que los hombres que alegan a su favor la experiencia, no han de ser creídos hasta que conste que en el ejercicio de los experimentos pusieron el cuidado que es necesario para no engañarse. ¡O! dicen algunos, Fulano es gran Médico, porque tiene ya muchos años de práctica. No hay que dudar, que si la experiencia de muchos años en la Medicina es racional, y fundada en buenos experimentos, hará un gran Médico, porque Hipócrates no lo fue sino por la larga y racional experiencia; pero en esto se detienen pocos, y llaman experiencia el visitar mucho tiempo a los enfermos, como si fuese lo mismo hacer experimentos y observaciones, que hacerlas bien. El mismo juicio ha de hacerse de aquellos, que toda su vida han vivido en perpetuo ocio sin cultivar la razón, ni aplicarse a los estudios, y no obstante por solos sus años y por sola su experiencia quieren forzar a todos a seguir su dictamen. En contradiciéndoles, luego se enfurecen, y gritando dicen: Yo tengo mucha experiencia de esto, Vmd. es mozo, y ha visto poco. Estos por lo ordinario son hombres de cortísimas luces, y la multitud de sucesos los ofusca, no los alumbra; y si caen una vez en el error, son incorregibles (a).

(a) Vel quia nihil rectum, nisi quod placuit sibi, ducunt; Vel quia turpe putant parere minoribus; & quae Imberbes didicere, senes perdenda fateri. Hor. Epist. Lib.2. ep. I. v. 82.

4 Suponiendo, pues, que algunas veces nos engañamos por los sentidos, y que haciendo buen uso de ellos alcanzamos la verdad, explicaré esto con un poco más de extensión para que todos queden enterados cómo han de portarse en este asunto. No hay ninguno, que, si hace un poco de reflexión, no pueda conocer por sí mismo, que alguna vez se ha engañado con la vista. Si un hombre está en un navío quieto, y desde él mira a otra nave que se mueve, luego le parece que se mueve también la suya, y se lo hiciera creer la vista si no le desengañara la razón. Todos los días vemos al Sol y a la Luna de una magnitud, sin duda mucho menor de lo que son en realidad, y aun en el Horizonte, esto es, cuando salen, nos parecen mayores que en el Meridiano, y no es así, porque son de invariable grandeza. Miremos una torre que está a la otra parte de un monte de modo que de esta no veamos sino el remate, y nos parecerá que está pegada al mismo monte, después mirando la misma torre desde la cumbre del monte nos parecerá muy apartada. He conocido y tratado a un hombre que veía los objetos al revés, y cada día sucede que a los que padecen vahídos les parecen moverse los cuerpos que están quietos. Si hacemos dar vueltas en derredor a una brasa encendida, nos parece que siempre ilumina todo aquel espacio, y en la realidad la luz no está más que en un punto del círculo que describe la brasa.

5 Del mismo modo nos engañan los otros sentidos. Si cruzamos el índice y el dedo mediano, y con los dos movemos sobre una mesa una bolita de cera a la redonda, nos parecerán dos las bolas, y entonces nos engaña el tacto.
Al enfermo parece amarga la bebida que es dulce para el sano, así nos engañamos por el gusto. Del mismo modo a uno parece picante una cosa, y a otro salada; a veces un mismo manjar es sabrosísimo para uno, y desabrido, y tal vez áspero para otro. Esto es tan común, que no hay necesidad de detenerme en probarlo, y puede verse tratado muy largamente en Sexto Empírico. Lo que toca especialmente a la Lógica es advertir, que el error que se comete por los sentidos está en el juicio, que suele comúnmente acompañar a las percepciones de ellos. Para comprender esto mejor, se ha de saber, que desde que nace el hombre hasta que empieza a ejercitar la razón, no le ocupan otros objetos que los sensibles. Hácese con la continuación a percibirlos de manera, que no examina en toda aquella edad lo que le sucede cuando percibe semejantes objetos, ni está dispuesto su entendimiento para hacer este examen. Síguese de esto, que cree y juzga de las cosas según le parecen cuando se le presentan a los sentidos, y no según son en sí, y por eso después son los hombres tan porfiados en mantener aquello que entonces juzgaron (a), porque aquella edad es blanda, y las cosas que se imprimen en ella suelen durar a veces toda la vida (b).

(a) Et natura tenacissimi sumus eorum, quae rudibus annis percepimus, ut sapor quo nova imbuas durat.... & haec ipsa magis pertinaciter haerent quae deteriora sunt. Quintilian. lnstit. Orator. lib. I. cap. I.

(b) Quo semel est imbuta recens, servabit odorem.

Testa diu. Horat. Epist. lib. I. ep.2. Vers. 69.

6 Débese también advertir, que los sentidos de suyo son fieles; es decir, representan, u ofrecen las cosas como a ellos se presentan, y conforme las reciben; y si el juicio no errara, no nos engañaran jamás semejantes percepciones. Para entender esto se ha de saber, que los. sentidos sólo nos informan de las cosas según la proporción, o improporción (algunos lo llaman relación) que estas tienen con nuestro cuerpo, y no según son ellas en sí mismas, porque el Criador los ha concedido para la conservación del cuerpo, y no para alcanzar el fondo de las cosas; y si se hace un poco de reflexión, cualquiera conocerá, que la vista no ve otro que los colores de los objetos, mas no la substancia de ellos. El oído percibe el sonido, que no es esencial a los objetos sonoros; el tacto distingue lo frío, caliente, duro, blando, áspero, igual, o desigual de las cosas, y no el verdadero ser de ellas; porque para nuestra conservación basta esto, y no es necesario lo demás. Por medio de todas estas afecciones de los objetos externos aplicados a nuestros sentidos, podemos bastantemente percibir lo que sea útil, o dañoso, proporcionado, o improporcionado respecto de nosotros. Mas para mostrarlo mejor, figurémonos que Dios hubiese hecho al mundo no más que de la grandeza de una naranja, y que hubiera colocado en él a los hombres tan pequeños, que tuviesen con aquel mundo la misma proporción que hoy tenemos con este que habitamos; en tal caso es cierto, que el mundo que aquellos hombres habitarían les parecería tan grande como nos parece a nosotros el nuestro, y lo sería si se considerase según la proporción que tenía con ellos, pero no en la realidad. Aunque estas pruebas hipotéticas no son de gran valor, usamos de esta para manifestar nuestro sentir en este asunto.

7 De todo lo dicho se deducen las reglas generales, que han de servir para evitar los errores que los sentidos ocasionan. Será bien, pues, reflexionar sobre el juicio que en la niñez hicieron los hombres cuando percibían las cosas sensibles, para corregirle con la razón. Además de esto será conveniente asegurarse de las cosas por muchos sentidos a un tiempo; así aunque al tacto parezcan dos las bolitas de cera, la vista muestra que no es más de una; y aunque parezca a la vista torcido el palo que está dentro del agua, el tacto manifiesta la equivocación de la vista. También se ha de observar si los órganos de los sentidos están sanos, o enfermos para juzgar de las cosas rectamente, y esta consideración es de suma importancia, porque en la enfermedad suele mudarse todo el orden de las percepciones. Así el que padece tericia (ictericia) ve todas las cosas amarillas, las ve dando giros el que padece vahídos (mareos, vértigo); y a este modo se trastorna el orden regular de las percepciones en las enfermedades, de lo que pudiera alegar muchos ejemplos. Esto acontece, porque en la enfermedad se muda el orden natural del cuerpo, y como las percepciones del alma corresponden a ciertas, y determinadas impresiones, por eso entonces a la impresión desordenada corresponde desordenada percepción. Esto confirma, que los sentidos de suyo son fieles (a),

(a) Ordiamur igitur a sensibus, quorum ita clara judicia, & certa sunt, ut si optio naturae nostrae detur, & ob ea Deus aliquis requirat, contentane sit suis integris, incorruptisque sensibus, an postulet melius aliquid non videam quid quaerat amplius. Neque vero hoc loco spectandum est, dum de remo inflexo, aut de collo columbate respondeam, non enim is sum, qui quidquid videtur tale dicam esse, quale videatur. Cic. Q. Ac. lib.2. c. 20.
porque siempre ofrecen la impresión correspondiente a la disposición de los objetos que la causan, y de las partes que la ejercitan; pero al juicio toca distinguir, y conocer si son, o no regladas semejantes representaciones.
El medio por donde suelen propagarse los objetos sensibles ha de observarse también para no errar, porque suele hacer variar notablemente las percepciones. El aire sereno nos hace ver los objetos de un modo, y el nebuloso de otro. Del mismo modo altera el aire las varias impresiones del sonido. Para asegurarse, pues, es necesario examinar la cosa en distintos tiempos, y en diferentes estados, consultar juntamente otros sentidos (a), y llamar a su socorro el juicio de otros hombres sobre el mismo asunto, porque la verdad es simple, y los caminos hacia el error son muchos, y cuando se habrá andado por todos ellos, y no se habrá encontrado embarazo, estará el entendimiento dispuesto para alcanzarla.

8 Todo esto es menester que adviertan los que hacen experimentos, y profesan las ciencias naturales, si no quieren ser engañados en aquello mismo que observan. Últimamente se ha de advertir, que la equivocación en las voces ha de quitarse cuando se explican las cosas que percibimos por los sentidos, porque ordinariamente con una misma voz significamos a la percepción del objeto, y al juicio que la acompaña, siendo cierta la primera, y muchas veces errado el segundo. Por ejemplo: ve Ticio desde lejos un perro, pero no divisa sino un bulto que tiene la forma exterior de un lobo, y si es tímido luego dice: Allá veo un lobo. Con estas palabras confunde la sensación con el juicio: la sensación es cierta, y el juicio es falso; porque es cierto que se le presenta un objeto que tiene cuatro pies, y demás partes que forman la figura del lobo. Si Ticio dijera: Yo veo una cosa que tiene cuatro pies, y que se parece a un lobo, mas no puedo afirmarlo, diría lo que realmente percibe; pero como sin otro examen que aquella primera percepción luego afirma, que lo que ve es lobo, por eso yerra, y si la pasión del miedo se junta, yerra epn mayor tenacidad.

(a) Meo autem judicio ita est maxima in sensibus veritas si & sani sint, & valentes, omnia removentur quae obstant, & impediunt, &c. Cicero Quaest. Acad. Lib.2. cap. 21.

Si la voz veo significara solamente la representación que Ticio tiene del objeto, no hubiera error; pero con ella ordinariamente se junta la afirmación de que

aquello que percibe es un tal objeto, en lo cual está el engaño, y este en la explicación nace de la equivocación de las voces. El motivo de esta equivocación, que es comunísima, procede de que los nombres han puesto a las veces un nombre para significar cosas distintas: si estas suelen ir juntas, con dificultad percibe el entendimiento la separación; y como el juicio que acompaña a semejantes percepciones esté siempre junto con ellas, y desde la niñez nos hagamos a juntarlo, por eso los significamos con una voz, aunque sean en realidad cosas distintas. También se ha de advertir, que los hombres no han inventado voces bastantes para significar todas las percepciones que tenemos por los sentidos, de lo que nacen muchas equivocaciones y errores. El que padece melancolía tiene dentro de sí muchas percepciones que no hay nombres para explicarlas, y a veces por esto no puede hacer creer a los demás lo que padece. Porque para que con una voz comprendan los hombres una misma cosa, es menester que tengan todos una misma noción de ella, o corresponda en todos un mismo significado, pues de otra manera cuando el uno nombrará una cosa con una voz, el otro entenderá diferente. Los melancólicos, e hipocondríacos sienten algunos males que los afligen, y para explicarlos se aprovechan de las voces opresión, desmayo, y otras semejantes, que hacen formar a los oyentes distinto conocimiento del que los enfermos pretenden manifestar. En efecto a un hombre que jamás hubiera tenido dolor, sería muy dificultoso hacerle comprender que otro lo padecía, aunque se lo explicase con aquella voz, porque le faltaba la noción del significado: al modo que sería imposible hacer entender a un ciego lo que es verde, azul, o amarillo, porque oiría estas voces, mas no las entendería por no tener noticia de sus objetos.
De esto nacen no sólo muchos errores, que pertenecen a los sentidos, sino infinitas disputas, que mueven gran ruido, y son fáciles de entender si se explican con claridad las voces. De todo lo dicho concluyo, que los sentidos de suyo son fieles, porque siempre representan las cosas según las impresiones que estas hacen en el cuerpo: que sus impresiones son respectivas; esto es, solo muestran la proporción, o improporción que los objetos tienen con nosotros; 
y que los errores que cometemos por medio de ellos consisten en el juicio que solemos juntar a la percepción de las cosas.