Capítulo II.
Continúase
la explicación de los errores de los sentidos.
9 Aquel
juicio que solemos juntar con las sensaciones sin advertirlo, nos
hace caer en muchísimos errores. Los cuales distribuiré para mayor
claridad en tres clases; es a saber, en los que pertenecen a lo
moral, a lo físico, y al trato civil, y me valdré de algunos
ejemplos por hacer más comprensible tan importante asunto. Los
errores pertenecientes a lo moral son los que principalmente han de
evitarse, porque de lo contrario pueden seguirse graves daños; los
he manifestado en la Filosofía Moral, por lo que propondré sólo
los más principales, como que de ellos nacen otros muchos, cuyo
descubrimiento pertenece a la Lógica. Atendiendo, pues, al uso que
los hombres comúnmente hacen de los sentidos y de la razón, puede
decirse con verdad, que son más sensibles que racionales; esto es,
se gobiernan más de ordinario por las apariencias de los sentidos,
que por el fundamento de la razón. Esto nace de que aquellas cosas
que se perciben por los sentidos hacen mucha impresión, y suelen los
nombres inclinarse a ellas; de modo, que no piensan sino en las cosas
sensibles. De esto procede, que tienen por bienes verdaderos a los
que no son sino aparentes y tal vez falsos; y siendo objetos de los
sentidos, los buscan y aman. Si los hombres reflectaran un poco sobre
lo que les sucede en la elección de estos falsos bienes, no cayeran
tan fácilmente en los engaños que los precipitan.
10
Para entender esto con mayor facilidad se ha de presuponer, que todos
los hombres tienen natural e innata inclinación, o apetito de su
felicidad, y de su bien. La voluntad llevada de este apetito sólo
ama a lo bueno; es decir, sólo ama las cosas que mira como buenas, y
como que pueden contribuir a su felicidad. Pero como es potencia
ciega y libre,
no se determina a amar las cosas particulares, si
no la ilustra
antes el entendimiento. Es preciso, pues, que el entendimiento
presente una cosa como buena, para que la ame y apetezca la voluntad.
Nuestros errores nacen de que el entendimiento, no bien informado de
las cosas, las mira como buenas, siendo realmente malas. Muchas veces
tiene el entendimiento por buenas a las cosas malas por ignorancia y
falta de advertencia, por cuyo motivo será bien trabajar en apartar
la ignorancia que fomenta muchos errores; pero las más veces el
entendimiento tiene por buenas a las cosas malas, por gobernarse por
las apariencias de los sentidos. Para entender esto se ha de
presuponer también, que la verdadera felicidad y el verdadero bien
del hombre es Dios; y teniendo apetito de su bien y de su felicidad,
tiene también apetito de poseer a Dios. Cuando Adán estaba en el
Paraíso antes del pecado, tenía conocimiento claro de esta
felicidad, y de este bien; de suerte, que con él descansaba, y tenía
toda suerte de contento y alegría. Entonces todos los apetitos
obedecían a la razón, y esta al soberano orden que había
establecido el Criador entre las criaturas racionales.
11
Después del pecado empezaron a dominar la ignorancia, la malicia, y
la concupiscencia. De suerte, que aunque el hombre lavado con el agua
del sacrosanto Bautismo reciba la gracia, y se le borre la mancha del
pecado original, queda no obstante la pena de aquel pecado, y está
poseído de la concupiscencia. Por esta se allega el hombre a los
objetos mundanos y sensibles, y se aparta de Dios, porque el
conocimiento de su verdadera felicidad por el pecado le tiene
obscurecido, y el de las cosas sensibles muy vivo, y vehemente; de
aquí es, que va tras de estas, y se aleja de aquella. Con la noción
que tiene el hombre de su felicidad, suele también juntar la de la
excelencia, de la grandeza, y demás cosas que pueden causarle
contento.
Si estas prerrogativas las buscara el hombre en Dios;
esto es, pensase sólo conseguirlas gozando de Dios, pensaba bien,
porque no puede tener verdadera grandeza, excelencia, y contento de
otra manera; pero al contrario, dejando a Dios, busca la grandeza, y
contento en las cosas sensibles y mundanas. Reparen y mediten los
hombres, que por mucha grandeza, excelencia y contento que logren en
esta vida, nunca quedará saciado el apetito de su felicidad; y la
experiencia nos lo hace ver cada día en los ricos, y poderosos, que
nunca están contentos, ni satisfechos, porque aquella felicidad,
sosiego y contento, que pueden llenar el natural apetito del hombre,
sólo puede hallarlos en Dios, que es su verdadero bien, y su
verdadera felicidad. Lo que sucede en esto es, que la voluntad
apetece este bien verdadero, y esta felicidad, inclinándose
naturalmente hacia el bien; pero engañado el entendimiento, y
llevado de la concupiscencia, le ofrece otros bienes solo aparentes,
y a veces falsos, que tal vez la apartan de aquel mismo bien
verdadero.
12
Para más clara inteligencia de estas cosas conviene saber, que los
objetos que se presentan a los sentidos, sólo causan en el alma
aquellas impresiones, que son necesarias para la conservación del
cuerpo; de modo, que el dolor advierte al alma el daño que el cuerpo
padece, y el placer muestra su buena constitución. Por esto solemos
tener por males los dolores y por bienes los gustos y deleites. Aquí
se ha de advertir, que por dolor se entiende cualquiera molestia, que
indica al alma no hallarse sano el cuerpo, con lo que no sólo se
comprende aquel sentimiento que propiamente llamamos dolor, sino
también la congoja, opresión, desmayo, y otras semejantes
molestias, que muestran y significan algún desorden en la fábrica
del cuerpo humano. También se ha de saber, que aquella sensación,
que llamamos gusto y deleite sensibles, se sigue sólo en el alma
cuando las impresiones de las cosas se hacen de un modo cierto y
determinado; así vemos que los manjares ocasionan gusto en el sano,
y desabrimiento en el enfermo, porque las impresiones se hacen de un
modo en la salud, y de otro en la enfermedad. Siendo esto así ¿cómo
ha de tener el hombre por bien verdadero a una cosa que las más
veces le causa daño?
¿Que en lugar de ocasionar el gusto, causa
desabrimiento? ¿Que lejos de conservarle, muchas veces le destruye?
¿Que en lugar de producir un contento durable y sólido, sólo
ocasiona un gusto transitorio y aparente? ¿Que en vez de apartar los
males que pueden hacerle infeliz, los atrae, los lleva, y casi
siempre los acompaña?
13 Considérense los lujuriosos, y se hallarán llenos de perturbación, su ánimo inquieto, la salud perdida, la hacienda gastada, siempre rodeados de penas, sobresaltos, y temores por solo un deleite pasajero y engañoso. Póngase la consideración en los que tanto celebran los banquetes, las bebidas y los regalos, y se verán perder la salud del cuerpo con lo mismo que la pretenden conservar. Véanse en fin todos aquellos que van de gusto en gusto, de placer en placer, y nada más buscan que embelesar sus sentidos, y hallarán como nunca queda satisfecho su deseo, porque apenas logran una diversión, cuando los fastidia y van a buscar otra, y así pasan su vida sin hallar complemento a sus apetitos. Todos estos son muy sensibles y poco racionales, pues si consultaran la razón, hallarían que los sentidos no les ofrecen verdaderos bienes, antes por el contrario los acarrean muchos males.
14 Entenderáse (se entenderá) esto mejor, considerando que la felicidad de los hombres puede considerarse en dos maneras. En el primer modo es el mismo Dios, y por eso no puede lograrse en esta miserable carrera del mundo. La otra felicidad es la que pueden los hombres conseguir en esta vida, y puede llamarse imperfecta y secundaria. Los Filósofos antiguos excitaron muchas dudas sobre el constitutivo de la felicidad del hombre en este mundo, y omitiéndolas ahora por no conducir a nuestro asunto, ha de sentarse como cosa cierta, que ni aun en este mundo puede ser feliz el que se aparta de Dios, y por eso tengo por cierta la doctrina de los Estoicos Cristianos, que ponen la felicidad de los hombres en el ejercicio de las virtudes cristianas. De este modo se comprende, que será feliz en algún modo en este mundo el que hiciere las cosas conformes al orden que Dios ha establecido, y con mira a sus santas leyes, y con la observancia de los divinos preceptos. Así podrá cualquiera usar de las cosas sensibles, con tal que el uso de ellas sea conformándose con las leyes divinas, y humanas; no porque aquellas cosas sean el bien a que únicamente deben aspirar los hombres, sino porque conducen a mantener la vida, la fama, y otros bienes, que logra el hombre en esta mortal carrera hacia la eternidad. Por eso los objetos sensibles sólo son bienes relativos a la felicidad humana, porque pueden hacer al hombre feliz en este mundo, con tal que use de ellos según la razón, y según el fin a que se dirigen.
15
Pero son muy pocos los que consideran estas cosas, y son muchos los
que llevados de la concupiscencia, y engañados por la ignorancia,
juntan a las cosas sensibles la noción de su felicidad, y con el
apetito que tienen de esta, se dirigen hacia aquellas. Los pobres
apetecen las riquezas y demás aparatos magníficos que ven en los
ricos, y es porque se engañan juntando la noción de las riquezas
con la de su felicidad. Todos apetecen naturalmente la vida y la
salud; y pareciéndole al que está enfermizo que el sano es feliz,
apetece la felicidad de este, y alguna vez se engaña, porque aun con
la salud está lleno de otras miserias, que tal vez son de mayor peso
que la enfermedad. Todos apetecen el contento, y aborrecen el dolor,
y la molestia: de aquí se sigue, que el pobre cuando ve a los ricos
y poderosos andar en coche, comer regaladamente y no trabajar, le
parece que en aquello consiste toda la felicidad, y la apetece con
gran ansia, y la suspira; pero si supiera debajo de tanta pompa, y de
tanto número de criados y grandeza, qué ánimo se esconde tan
inquieto y lleno de molestias, le tendría no por feliz, sino por el
más miserable del mundo (a).
S. Juan Chrisóstomo (b) hace una
hermosa comparación, contrapesando las felicidades de los pobres con
las de los ricos; y tengo por cierto, que si aquellos que tienen lo
preciso para sostener la vida y cubrirse de las injurias del tiempo,
saben hacer uso de la razón, no sólo no envidiarán
a los ricos y poderosos, sino que les tendrán lástima. Por eso
llama Virgilio (c) felices a los Labradores, si estos saben conocer
los bienes que poseen.
Y yo llamo afortunados a aquellos que
viven en la soledad apartados de estos engañosos aparatos de los
sentidos (d); y mucho más felices a los que viviendo en la soledad,
ponen su dicha en el ejercicio de la virtud y contemplación de las
cosas divinas. Los que así viven gustosos, es cierto que logran un
contento y satisfacción de ánimo infinitamente más estimable que
los tesoros de Midas, y los triunfos de César.
(a)
Fortuna magna, magna domino est servitus. Publ. Mim. sent. 229.
(b)
S. Chrysostom. homil. 55. sup. Matth. tom. 7.
(c) O fortunatos nimium, sua si bona norint,
Agricolas, quibus ipsa, procul discordibus armis,
Fundit humo facilem victum justissima tellus.
Virgil.
Georgic. lib. 2. vers. 477.
(d) Beatus ille, qui procul negotiis,
Ut prisca gens mortalium,
Paterna rura bobus exercet suis, Solutus omni foenore.
Horat. Epod. lib. ode 2.
16
Síguese de todo lo dicho, que los sentidos sólo ofrecen falsos
bienes, o aparentes, y por consiguiente que es necedad ir los hombres
dotados de razón buscando continuamente los engañosos atractivos de
la concupiscencia. Síguese también, que sólo ha de fiarse el
hombre de lo que le ofrecen los sentidos para la conservación de su
cuerpo, y el uso de los objetos sensibles ha de ser conforme a la
razón y a las leyes divinas y humanas. Por esto será
convenientísimo no juzgar prontamente de lo que los sentidos
presentan, porque en esto se expondrán los hombres a infinitos
engaños. Será bien suspender el juicio, o dudar en semejantes
representaciones, para examinar con la razón fortalecida de una
buena moral el uso, que nos conviene hacer de los bienes que nos
ofrecen.
17 En las cosas físicas es grande el imperio de los
sentidos, y en la misma proporción lo es también el número de
errores que ocasionan. Cree el común de los hombres, que las
cualidades sensibles, como el frío, calor, humedad, sequedad, color,
y otras semejantes, están sólo en los objetos, y se engañan porque
parte están en ellos, y parte en el sentido. Este error viene a los
hombres desde la niñez, y por eso es tan difícil de desarraigar.
Cuando somos niños y nos acercamos a la lumbre, sentimos calor. En
aquella edad no suspendemos jamás el juicio, antes por el contrario,
juzgamos de las cosas como nos parecen y no como son, porque entonces
somos sensibles, y no racionales; esto es, solo ejercitamos la
potencia de sentir, y no la de razonar. Así que no distinguimos el
calor radical; esto es, la raíz del calor que se halla en el objeto
sensible de la percepción, del que está en nosotros, y ambas cosas
son necesarias para el calor. Lo mismo ha de entenderse de las demás
cualidades propuestas.
18 Otro error ocasionan los sentidos muy
general en las cosas pertenecientes a la Física. Suelen los hombres
colocar bajo una misma especie las cosas que tienen entre sí
semejanza, o sea en el color, o en el gusto, y por esto se gobiernan
para atribuirlas unas mismas cualidades. De esta forma han errado los
Botánicos, que atribuyen unas mismas virtudes a las plantas que se
parecen, o a las que tienen semejanza en el sabor y otras afecciones
sensibles, sin contar con la relación precisa que han de tener con
el cuerpo humano, y la idiosincrasia, que acompaña a cada una de
ellas. También se engañan los Médicos en la semejanza de los
síntomas o accidentes que acompañan a las enfermedades. Quéjase
una mujer de un dolor que la aflige con gran molestia en la boca del
estómago, y al mismo tiempo vomita cóleras verdes. Llega el Médico,
que sólo se gobierna por la semejanza exterior de las cosas, y luego
juzga que es dolor cólico, y aplicándole los remedios específicos
de esta enfermedad, no sólo no la cura, sino que la empeora. Si hace
uso de la razón, y no se fía de las primeras apariencias de los
sentidos, juzgará que el dolor y el vómito nacen de afecto
histérico, y con pocos remedios fácilmente le dará la salud. Son
infinitos los males internos, que por fuera
se presentan a nuestros sentidos con señales semejantes, y es
menester un juicio atinado para distinguirlos, notando atentamente
los efectos y signos necesarios, que inseparablemente van con cada
una de las dolencias; pero no hay que esperar que los conozcan los
Médicos vulgares, que sólo se gobiernan por los sentidos, y no
consultan la razón.
19 De la misma suerte, se engañaría el que
en el parhelio, esto es, cuando aparecen a la vista tres Soles, como
sucede algunas veces, y los he visto yo, creyese que en la realidad
eran tres los Soles, aunque los ojos los manifiestan enteramente
semejantes. Otro modo de errar por los sentidos es negar todo lo que
no se ve con los ojos. El humo, aunque el fuego esté oculto, le
manifiesta. Las golondrinas con su venida en la Primavera y retirada
en Otoño muestran una causa oculta a nuestros sentidos, que las
mueve a estas mutaciones. La materia etérea, esto es, sutilísima, e
imperceptible por nuestros ojos, esparcida por todo el Universo y
causa de los principales fenómenos de él, se descubre por efectos
necesarios y signos inseparables de su presencia y eficacia, como lo
he declarado en varios escritos míos. Los Gentiles a esta materia
etérea la dieron atributos de divinidad; pero así en esto, como en
otras muchas cosas erraron torpemente por faltarles la Religión
verdadera. Los vapores y exhalaciones de los cuerpos no los vemos; y
son ciertos, porque nos constan por sus admirables efectos, que
observamos con otros sentidos, y alcanzamos con la razón (a).
Lo
que hemos dicho, explicando los signos y las demostraciones,
junto con lo que aquí acabamos de proponer acerca de los engaños de
los sentidos, puede hacer más cautos a los Físicos, Anatómicos,
Botánicos, Naturalistas, para no llenar de tantas falsedades, y
vanas observaciones sus escritos, y no dar por inventos las cosas
que, o no existen, o no son nuevas.
20 Pero en ninguna cosa
se engañan más los hombres, haciendo mal uso de los sentidos, que
en el trato civil; y todos los errores que en él se cometen, sólo
nacen de que se fían demasiadamente de las apariencias sensibles.
Casi todos siguen las cosas que se imprimen más en la mente; y como
las cosas sensibles hagan esto porque tocan a los hombres más
vivamente, por eso fácilmente dejan llevarse de sus impresiones.
Pero el hombre sabio, enterado de los engaños que ocasionan las
imágenes de los sentidos, percibe como los demás los objetos que se
le presentan, y juzga, no según las apariencias, sino según la
razón.
Si yo pudiera imprimir esta máxima en el común de los
hombres, sé ciertamente que serían más racionales, y menos
sensibles. Para conocer esto, haré ver algunos errores frecuentes en
el comercio civil, y este conocimiento podrá servir para evitar
muchos otros, siendo imposible proponerlos todos.
21 Es
frecuentísimo juzgar los hombres de las cosas por las apariencias
que se presentan a los sentidos, sin examinar la realidad de las
mismas cosas, y por eso es también frecuentísimo engañarse. Bello
rostro tiene Ariston, dice uno, la cara es de hombre de bien: ¡qué
agasajo tiene! es cierto que tiene policía, y habla con modo, y
trata con cortesía a todo el mundo. ¡O! es Ariston muy buen hombre.
Este juicio de que Ariston es hombre de bien porque tiene buen
rostro, porque habla con modo, &c. suele ser falsísimo y muchas
veces con estas circunstancias se halla un ladrón insigne.
(a)
Debe encargarse a todos la atenta lectura del Boyle en su tratado:
-
De mirabili vi effluviorum.
La razón dicta, que para afirmar seguramente que Ariston es hombre bueno, sepamos que es virtuoso, porque, como hemos dicho, no puede serlo de otra forma. Pues si todas aquellas apariencias externas se compadecen tanto con la virtud como con el vicio, ¿por qué ha de gobernarse el hombre por ellas para afirmarlo? Del mismo modo yerran los que juzgan lo contrario. Cleóbulo, dice otro, va con hábitos largos, el cuello torcido, sombrero grande, con gran compostura, y después se ha averiguado que era hipócrita, y por tal le han castigado. No hay que creer, pues, a estos que andan con semejante traje, y figura. Este último juicio es erradísimo, ya porque de un ejemplar, que se ha presentado a los sentidos, no se ha de juzgar de todos, como hemos visto, hablando de las inducciones: ya también, porque si Cleóbulo con aquel hábito exterior de virtud era hipócrita, no lo son otros; antes debe ser regular acompañar a la verdadera virtud aquella modesta compostura.
22
Por otro camino yerran también muchísimos. Oyen a un Predicador,
que habla con frases compuestas y adornadas: sus voces son
exquisitas, sus cláusulas tienen cadencia, su aire en el decir es
primoroso, sus movimientos muy prontos, y sin otro examen dicen: ¡O!
este es un Predicador sin segundo. Este juicio es de los más
comunes, y más errados que oigo en el trato civil.
Con todas
aquellas prendas no tiene el Predicador otra habilidad, que la de
embelesar a necios, porque todas no hacen más que hinchar la
fantasía, y halagar los sentidos con bellas apariencias. Tan
acertado es aquel juicio, como el que hiciera un hombre si viese a
una mona con manillas, perlas, afeites, y otros adornos externos, y
la tuviera por hermosa. La regla fija (a) que cualquier
hombre cuerdo ha de tener para distinguir estas vanas apariencias de
la realidad de las cosas, es considerar la solidez de las máximas
que el Predicador
(a) Nos autem, qui rerum magis quam verborum amatores, utilia potius quam plausibilia sectamur, non id quaerimus, ut in nobis inania saeculorum, ornamentam sed ut salubria rerum emolumenta laudentur. Salvian. De Judic. & Provid. Dei in Proemio, pág. 28. Bibl. Vet. PP. tom. 8.
propone, y ver si en ellas resplandece lo verdadero y lo bueno, y si hay orden, y conexión entre las pruebas del asunto, y si estas son eficaces para hacer que el auditorio convencido, se mueva a amar lo bueno que se propone, y seguir la verdad que se persuade; pero en oyendo a un Predicador que empieza con antítesis frecuentes, con vanos preámbulos, con frases muy estudiadas, y con cadencias poéticas, será bien desconfiar un poco, porque es cosa comunísima que semejantes artificios anden juntos, no con verdades sólidas, sino con fruslerías y puerilidades. En efecto estas artes son para encantar los sentidos con la armonía de aquella música con que el Orador canta mejor que predica, y no hemos de dejarnos llevar de sombras, sino de realidades.
23
Cada vez que veo esto entre los Christianos, me lastimo de la falta
de Lógica de muchos oyentes, porque si estos supieran despreciar
como merecen tales adornos, tal vez no los usarían los Predicadores.
Y es cierto que no los necesitan los que predican la palabra de Dios,
porque esta por sí es eficacísima, y propuesta con claridad y
dulzura, halla fácil acogida en el corazón humano, donde están
estampadas las señales de la luz del rostro del Señor.
Las
máximas del Evangelio de Jesu-Christo llevan consigo tanta claridad
y resplandor, que no necesitan para ser estimadas de vanos adornos, y
mucho menos de las superfluidades con que a veces las vemos vestidas;
y es cosa comunísima que los que predican valiéndose de semejantes
artificios hagan muy poco fruto, porque los hombres son muy
sensibles, y escuchan con mayor gusto los atractivos de los sentidos,
que el peso de la razón; y si debajo de aquellos aparatos hay
algunas verdades sólidas, no las considera el entendimiento, porque
le ofusca la aparente dulzura de los sentidos (a).
(a) Ne a me
quaeras pueriles declamationes, sententiarum flosculos, verborum
lenocinia, & per fines capitulorum singulorum acuta quaedam,
breviterque conclusa quae plausus, & clamores excitant
audientium. Sanct. Hieron. ad Nepotian. Epist: 52. p. 256. t. I.
edic. de Verona de 1734.
24 No es esto decir que se hayan de
trabajar todas las Oraciones sin ningún adorno, porque no sigo el
dictamen de los que dicen, que la elocuencia es naturaleza, y no
arte. El P. Feyjoó estampó esta máxima en el segundo tomo de sus
Cartas, y me parece que sólo se halla en el título de la Carta, y
no en el cuerpo de ella; porque lo que el P. Feyjoó prueba es, que
sin arte hay quien es elocuente, y que por más arte que haya, nunca
puede ser uno elocuente sin la naturaleza, esto es, si no tiene un
gran fondo de natural elocuencia. Esto es verdad, y es falso el
título, porque en él se da a entender, que el estudio de la
Retórica para nada sirve, y así lo afirma este Escritor famoso. Ya
Quintiliano (a) trató de propósito este asunto; y habiendo
rechazado a los que tenían la Retórica por inútil, afirma que sin
el arte, ninguno puede ser Orador consumado, aunque sea también
necesaria para esto la naturaleza; y siendo así que este Escritor es
el más entendido, y más cumplido en esta materia, es de extrañar
que el P. Feyjoó no le viese antes de estampar tantas
extravagancias, como puso en la citada Carta. Con mejores fundamentos
admitió, y probó la necesidad del arte el P. Fr. Luis de Granada en
su Retórica Christiana. Volviendo a nuestro asunto de la
predicación, es cierto que algunos modernos pretenden
se debe desterrar de los púlpitos la Retórica (b). La mayor parte
de los eruditos no aprueban tan universal dictamen, y cuantas
invectivas emplearon los antiguos y modernos contra este Arte, fue
solo por desterrar el abuso que se observa en algunos, que únicamente
se aprovechan de él para hacerse habladores hinchados.
S.
Agustín (c), y muchísimos Escritores que han examinado bien esta
materia, juzgan, que en algunas ocasiones es utilísimo el Arte de la
elocuencia si se sabe hacer de él buen uso. Como quiera que sea, sin
introducirme en semejante cuestión, me parece que no puede ser
acertado el dictamen del P. M. Feyjoó, porque debiera haber antes
estudiado de propósito la Retorica; haber visto el uso artificioso
con que se han aprovechado loablemente de ella los Griegos, y
Latinos; haber mirado de intento, no la Retorica pueril que suele
enseñarse a los muchachos, sino aquel arte racional de animar los
pensamientos, de mover los afectos, de excitar las pasiones, y de
hacer más clara la verdad, lo cual no lo ha hecho, según él mismo
confiesa (a); pues ¿cómo ha de ser justo el dictamen sobre una
materia no estudiada?
(a)
Sin ex pari coeant habla de la naturaleza y del arte) in mediocribus
quidem utrisque majus adhuc naturae credam esse momentum, consummatos
autem plus doctrinae debere quam naturae putabo, sicut terrae nullam
fertilitatem habenti nihil optimus agricola profuerit, e terra uberi
utile aliquid etiam nullo colente nascetur. At in solo foecundo plus
cultor, quam ipsa per se bonitas soli efficiet. Quintil. Instit.
orat. lib. II. cap. 19.
(b)
V. P. Lami Ordin. S. Bened. in libr. de Cognit. sui ipsius, &
alli apud Dupin de Verit. página 315.
(c) S. Augustin, lib. 4.
de Doctr. Christ. Cap. 2. num. 3. 6. 8.
25
Digo, pues, que pueden trabajarse las oraciones con estudio, y a
veces es necesario valerse del arte para hacerlas perfectas; porque
el fin principal del Orador es persuadir, y para esto algunas veces
es menester excitar los afectos,
y animar las pasiones de los
oyentes, lo cual con el arte se hace maravillosamente. Además de
esto hay algunas verdades que son intolerables a los nombres, y el
Orador ha de hacerlas suaves y acomodarlas a ser bien recibidas; por
lo que en algunas ocasiones es bien hacer un poco deleitable la
Oración, porque la verdad que parecería inadmisible por sí sola,
es bien recibida por lo dulce y agradable que la acompaña (b) que,
al fin bueno es usar de algún arte para hacer comprender a los
hombres la verdad, cuando se considera que no ha de lograrse esto de
otra manera. Pero siempre ha de llevar el Orador la mira de poner el
fundamento de su oración en las verdades ciertas, en las máximas
sólidas, y en introducir en los oyentes el amor a lo bueno y a la
virtud, y solo para hacer ver claramente estas cosas le será lícito
usar de adornos; pero nunca será bien colocar todo el trabajo en
hablar mucho, y decir nada. Si el P. Feyjoó dijera, que el arte ha
de ser en las oraciones muy disimulado, y tanto, que se confunda con
la naturaleza; que la fuerza de la elocuencia verdadera ha de
consistir en el vigor de las máximas y en lo sólido de las
sentencias, y no en la pompa de las palabras, sin negar que para
persuadirlas ayude mucho el arte, hubiera dicho una verdad admitida
de todos los Sabios.
(a) P.M. Feyjoó Cart. erud. tom. 2. pág.
55. num. 23.
(b) Nam veluti pueris absinthia tetra medentes
Cum
dare conantur, prius oras pocula circum
Contingunt mellis dulci,
flavoque liquore;
Sic ego nunc, quoniam haec ratio plerumque
videtur
Tristior, esse quibus non est tractata, vetroque
Vulgus
abborret ad hac: volui tibi suaviloquenti
Carmine Pierio: rationem
exponere nostram.
Lucret. de Rer. natur. lib. 4. verso II.
26
¡O! dirá alguno, que eso es rigor de los Críticos, porque no hay
Sermón donde no se propongan muchos textos de la Sagrada Escritura,
y estos contienen grandes verdades. Es así; pero también es
certísimo que los más de aquellos textos no los entiende el Pueblo
en el modo que suelen proponerse, y me consta esto por experiencia; y
si se comprende lo que contienen, nada persuaden por la mala
aplicación, porque el entendimiento humano es de tal naturaleza, que
busca el orden y conexión entre sus nociones, porque en esto
consiste la fuerza de raciocinar; y como no suele hallar esta
conexión muchísimas veces entre los lugares de la Escritura que se
explican, y el asunto a que se traen, por eso no queda convencido. En
medio de la decadencia grande de la legítima predicación, que
experimentamos, y de que nos dolemos, sirve de consuelo el ver, que
algunos Prelados Eclesiásticos de gran zelo y singular doctrina han
publicado en nuestros días dos Pastorales, para reformar cada uno en
su respectiva Diócesis los abusos del Púlpito, y reformar la
oratoria christiana; y cierto que la necesidad que de ello hay, es
muy grande, porque vemos hoy cumplido lo que se dice en la vida del
V. Juan de Ávila, llamado Apóstol de Andalucía; es a saber, que
una de las mayores persecuciones de la Iglesia es la de los malos
Predicadores (a). Estamos esperanzados, que al ejemplo de estos dos
Prelados, los demás procurarán enmendar la predicación, y
reducirla al punto que pide el espíritu de la Santa Iglesia.
(a)
Muñoz cap. 6. pág. 9.
27
¡Válgame Dios, dice Ariston, qué primoroso, y sabido es Adonis!
Tiene una hora de conversación, y en toda ella habla chistes y cosas
agudas, que es un pasmo; ¡qué equívocos usa! Naturalmente habla en
verso, y con suma facilidad deleita. Vanísimo es el juicio que hace
Ariston de su Adonis, y es porque no tiene Lógica, ni trabaja en
ejercitar la razón; porque eso mismo que tanto alaba, hace
intolerable a los sabios la conversación de su Adonis. Cualquiera
puede notar, que estos tales ordinariamente se escuchan, y hablan tan
afectadamente, que toda su agudeza, y toda su poesía no es más que
una vanísima afectación, y se conoce fácilmente atendiendo, que
en todo un año, después de haber tenido todos los días una hora de
semejantes conversaciones, en todo el año, digo, no ha dicho una
sola verdad nueva, ni nada que hayan tenido los concurrentes que
aprender; lo que ha dicho son cosas vulgarísimas con frases
pomposas, que es lo mismo que si hubiera engastado en plata un pedazo
de corcho. No obstante a Ariston le gusta este su Adonis, porque le
hincha los sentidos, y le halaga con algún deleite superficial. Si
Ariston estudia la buena Lógica, sabrá que nada ha de satisfacer al
entendimiento, sino lo sólido y lo útil, y estas cosas no se hallan
sino en lo verdadero y en lo bueno (a).
(a) Non qui multa, sed
qui utilia novit, sapiens est. Stob. serm. 3. t. I. p. 35.
Por
esta razón han de despreciarse tantas poesías que cada día nos
vienen a las manos, y nada más hay en ellas que la cadencia; y sólo
las pueden aprobar los hombres que tienen el entendimiento en los
oídos. Los que se contentan con las apariencias sensibles, celebran
mucho algunos poemas, que ni tienen substancia, ni tienen solidez, ni
contienen más que pensamientos superficiales, y en fin que son más
fríos que el mismo yelo.
No obstante se aplauden, y se celebran como venidos del Cielo; y
estos vanos aplausos nos acarrean después una lluvia de Poetas que
nos oprimen, y la poesía se hace estudio de moda; de suerte, que es
tenido por grande hombre un vanísimo Poeta. Por esto son tan comunes
las malas poesías, y tan abundantes que tan fácil es tropezar con
los malos Poetas, como con langostas: vicio que ya reprehendió con
agudeza el ingenioso D. Francisco de Quevedo, y no hay esperanza de
que se corrija si no se estudia muy de propósito la verdadera
Lógica, y se hacen los hombres a no fiarse de las apariencias de los
sentidos, y a consultar siempre la razón.
28 Entre las apariencias de los sentidos ninguna es más engañosa que la que lleva el carácter de bello, y de hermoso. Todavía no están conformes los Filósofos en definir en qué consiste lo que llamamos hermosura y belleza, así en las cosas animadas, como inanimadas. Yo pienso, que lo que llamamos hermosura en las cosas sensibles es cierto orden y proporción que tienen entre sí las partes que las componen. Este orden es relativo a nuestros sentidos, porque a unos parece hermoso lo que a otros feo: y tanta variedad como se encuentra en estas cosas, nace de la impresión diversa que un mismo objeto ocasiona en distintos hombres, y del diferente modo con que excita los sentidos en cada uno. Sucede, pues, en esto lo mismo que en todas las otras percepciones de los sentidos, que sólo nos ofrecen las cosas con proporción a nuestro cuerpo; y así se ve, que si se muda con el tiempo, o de otro cualquier modo el orden de partes en el objeto, o en los órganos de los sentidos, se pierde, o se muda la hermosura.
29
Síguese de esto, que la hermosura de estas cosas sensibles es una
apariencia, que sólo puede arrastrar a los hombres que dejan
llevarse de las exterioridades que se ofrecen a los sentidos sin
ejercitar la razón. El ver, pues, cómo inconsideradamente buscan
muchos estas apariencias, y van con inquietudes continuas hacia estos
vanísimos atractivos de los sentidos, hace ver el poco uso que hacen
los hombres de la razón, y lo poco que reflectan para distinguir lo
aparente de lo verdadero. La verdad tiene una hermosura, que puede
satisfacer al entendimiento; la bondad lleva consigo una belleza
capaz de atraer a la voluntad. Si yo dijera, que el entendimiento
recibe un gran contento cuando descubre la verdad (a), y que la
voluntad le recibe también cuando ama lo bueno, diría una cosa
certísima, y digna de que la escuchasen y meditasen seriamente todos
los hombres; pero son tan sensibles por lo común, que les parecerá
esto digno solo de contarlo a los habitadores de los espacios
imaginarios.
(a) indagatio ipsa rerum tum maximorum, tum etiam occultissimarum habet oblectationem. Si vero aliquid occurret, quod verisimile videatur, humanissima completur animus voluptate. Cicer. Quaest. Acad. I. 2. c. 118.
30 Los hombres, que sólo hacen uso de sus sentidos, miran este orden de la hermosura, y siguen los desordenados afectos que ocasiona. ¡Qué voz tiene Lucinda tan suave! ¡qué aire tan majestuoso! ¡Es una maravilla como canta, como anda, como habla! Todo es un encanto. Y es verdad que es un encanto para los que se paran solamente en las apariencias sensibles. Ni hay que dudar, que el tono de la voz, el aire del semblante, la risa natural, el trato amable, y a veces las lagrimillas de las mujeres, son un dulce veneno que ocasiona mil estragos en los poco advertidos, que no conocen que aquellas cosas en sí mismas son de muy poco valor, y sólo son estimables cuando van acompañadas de la virtud y de la razón. Para conocer mejor la vanidad de estas apariencias, se puede considerar la hermosura, y belleza de las cosas como un orden físico, o como orden moral. En el primer modo admira la hermosura a los sabios, porque consideran en ella un orden de partes maravillosamente fabricado por el Criador, y porque se descubre aquel número, peso, y medida con que ha hecho todas las cosas materiales y sensibles. La consideración de lo hermoso, y de lo bello en este sentido es inocente, y tal vez loable, porque excita el conocimiento de la divina Omnipotencia. Con orden moral se consideran estas cosas como pertenecientes a las costumbres, o como objetos de las acciones morales de los hombres. En este modo no puede el hombre, ni debe amar, ni abrazar semejantes objetos, sino conformándose con la Ley divina, y con sus sacrosantos Mandamientos y preceptos; y esto es lo que dicta la razón, porque con ella alcanzamos, que de todas las cosas sensibles no podemos debidamente hacer otro uso, que atendiendo al fin que el Criador se ha propuesto, y con respecto hacia la eterna felicidad de los hombres.
31
En el amor a lo bello sensible erramos también de otra manera.
Cuando se nos presenta un objeto hermoso a la vista, no sólo tenemos
la percepción que viene de los sentidos, sino que juntamos a esta
percepción la noción del bien, y la voluntad es llevada a amarle.
Pero, como ya hemos dicho, todas las apariencias, y objetos de los
sentidos no ofrecen sino falsos bienes, o aparentes, y hacia ellos
nos arrastran la concupiscencia, y el desorden de los apetitos. El
hombre que usa de la razón no hace caso de estos aparentes bienes, y
deja de juntar la noción del bien con semejantes objetos; antes
algunas veces junta la noción del mal, la de lo aparente, la de lo
engañoso, la de lo falso, y de este modo aparta de la voluntad el
amor desordenado de las cosas bellas sensibles.
32 Esta facilidad
de detenerse los hombres en las cosas sensibles nace, como ya hemos
dicho, de que estas dejan en el cuerpo impresiones que duran mucho, y
con dificultad se borran; y como el alma corresponde con ciertas
representaciones, de ahí procede que le hagan mayor fuerza las cosas
que entran por los sentidos, que las que por sí misma alcanza. Este
es el motivo de muchísimos errores, y en especial de que hacemos
mucho caso de lo que tenemos presente, y despreciamos lo venidero.
Todos los Christianos, y todo hombre que hace uso de la razón conoce
la eternidad, y sabe que no somos criados para este mundo, sino para
el Cielo; no obstante estamos tan atados con aquel, que muy pocas
veces pensamos en este, y es porque el mundo le tenemos presente, y
obra continuamente sobre nuestros sentidos, y la eternidad la miramos
de lejos; o lo que es lo mismo, conocemos este mundo por los
sentidos, y al Cielo con la razón.
33 Todas estas consideraciones tiran a fortalecer la razón contra las apariencias de los sentidos, y a avisar a los hombres, que sus sentidos son tal vez su mayor enemigo, que no deben fácilmente dejarse llevar de sus representaciones, y que no juzguen precipitadamente por sólo su informe sin consultar la razón. Hanse de mirar como instrumentos dados por el Criador para la conservación del cuerpo humano; y se ha de advertir, que siendo los únicos medios por donde el alma empieza a alcanzar las cosas, son también el principal origen de sus errores, y de sus males. Si pudiéramos lograr que los Materialistas, y Deístas de estos tiempos se parasen a contemplar estas verdades, que son muy ciertas y muy claras, acaso volverían en sí, y dejarían su torpe alucinación, pues no conocen que toda su vida son como los niños, que nunca piensan más que en lo que tienen presente, porque son sólo sensibles, y no ejercitan la razón, ni son capaces de la buena Lógica.