domingo, 17 de octubre de 2021

Capítulo II. Continúase la explicación de los errores de los sentidos.

Capítulo II.

Continúase la explicación de los errores de los sentidos.

9 Aquel juicio que solemos juntar con las sensaciones sin advertirlo, nos hace caer en muchísimos errores. Los cuales distribuiré para mayor claridad en tres clases; es a saber, en los que pertenecen a lo moral, a lo físico, y al trato civil, y me valdré de algunos ejemplos por hacer más comprensible tan importante asunto. Los errores pertenecientes a lo moral son los que principalmente han de evitarse, porque de lo contrario pueden seguirse graves daños; los he manifestado en la Filosofía Moral, por lo que propondré sólo los más principales, como que de ellos nacen otros muchos, cuyo descubrimiento pertenece a la Lógica. Atendiendo, pues, al uso que los hombres comúnmente hacen de los sentidos y de la razón, puede decirse con verdad, que son más sensibles que racionales; esto es, se gobiernan más de ordinario por las apariencias de los sentidos, que por el fundamento de la razón. Esto nace de que aquellas cosas que se perciben por los sentidos hacen mucha impresión, y suelen los nombres inclinarse a ellas; de modo, que no piensan sino en las cosas sensibles. De esto procede, que tienen por bienes verdaderos a los que no son sino aparentes y tal vez falsos; y siendo objetos de los sentidos, los buscan y aman. Si los hombres reflectaran un poco sobre lo que les sucede en la elección de estos falsos bienes, no cayeran tan fácilmente en los engaños que los precipitan.


10 Para entender esto con mayor facilidad se ha de presuponer, que todos los hombres tienen natural e innata inclinación, o apetito de su felicidad, y de su bien. La voluntad llevada de este apetito sólo ama a lo bueno; es decir, sólo ama las cosas que mira como buenas, y como que pueden contribuir a su felicidad. Pero como es potencia ciega y
libre, no se determina a amar las cosas particulares, si no la ilustra antes el entendimiento. Es preciso, pues, que el entendimiento presente una cosa como buena, para que la ame y apetezca la voluntad. Nuestros errores nacen de que el entendimiento, no bien informado de las cosas, las mira como buenas, siendo realmente malas. Muchas veces tiene el entendimiento por buenas a las cosas malas por ignorancia y falta de advertencia, por cuyo motivo será bien trabajar en apartar la ignorancia que fomenta muchos errores; pero las más veces el entendimiento tiene por buenas a las cosas malas, por gobernarse por las apariencias de los sentidos. Para entender esto se ha de presuponer también, que la verdadera felicidad y el verdadero bien del hombre es Dios; y teniendo apetito de su bien y de su felicidad, tiene también apetito de poseer a Dios. Cuando Adán estaba en el Paraíso antes del pecado, tenía conocimiento claro de esta felicidad, y de este bien; de suerte, que con él descansaba, y tenía toda suerte de contento y alegría. Entonces todos los apetitos obedecían a la razón, y esta al soberano orden que había establecido el Criador entre las criaturas racionales.

11 Después del pecado empezaron a dominar la ignorancia, la malicia, y la concupiscencia. De suerte, que aunque el hombre lavado con el agua del sacrosanto Bautismo reciba la gracia, y se le borre la mancha del pecado original, queda no obstante la pena de aquel pecado, y está poseído de la concupiscencia. Por esta se allega el hombre a los objetos mundanos y sensibles, y se aparta de Dios, porque el conocimiento de su verdadera felicidad por el pecado le tiene obscurecido, y el de las cosas sensibles muy vivo, y vehemente; de aquí es, que va tras de estas, y se aleja de aquella. Con la noción que tiene el hombre de su felicidad, suele también juntar la de la excelencia, de la grandeza, y demás cosas que pueden causarle contento.
Si estas prerrogativas las buscara el hombre en Dios; esto es, pensase sólo conseguirlas gozando de Dios, pensaba bien, porque no puede tener verdadera grandeza, excelencia, y contento de otra manera; pero al contrario, dejando a Dios, busca la grandeza, y contento en las cosas sensibles y mundanas. Reparen y mediten los hombres, que por mucha grandeza, excelencia y contento que logren en esta vida, nunca quedará saciado el apetito de su felicidad; y la experiencia nos lo hace ver cada día en los ricos, y poderosos, que nunca están contentos, ni satisfechos, porque aquella felicidad, sosiego y contento, que pueden llenar el natural apetito del hombre, sólo puede hallarlos en Dios, que es su verdadero bien, y su verdadera felicidad. Lo que sucede en esto es, que la voluntad apetece este bien verdadero, y esta felicidad, inclinándose naturalmente hacia el bien; pero engañado el entendimiento, y llevado de la concupiscencia, le ofrece otros bienes solo aparentes, y a veces falsos, que tal vez la apartan de aquel mismo bien verdadero.

12 Para más clara inteligencia de estas cosas conviene saber, que los objetos que se presentan a los sentidos, sólo causan en el alma aquellas impresiones, que son necesarias para la conservación del cuerpo; de modo, que el dolor advierte al alma el daño que el cuerpo padece, y el placer muestra su buena constitución. Por esto solemos tener por males los dolores y por bienes los gustos y deleites. Aquí se ha de advertir, que por dolor se entiende cualquiera molestia, que indica al alma no hallarse sano el cuerpo, con lo que no sólo se comprende aquel sentimiento que propiamente llamamos dolor, sino también la congoja, opresión, desmayo, y otras semejantes molestias, que muestran y significan algún desorden en la fábrica del cuerpo humano. También se ha de saber, que aquella sensación, que llamamos gusto y deleite sensibles, se sigue sólo en el alma cuando las impresiones de las cosas se hacen de un modo cierto y determinado; así vemos que los manjares ocasionan gusto en el sano, y desabrimiento en el enfermo, porque las impresiones se hacen de un modo en la salud, y de otro en la enfermedad. Siendo esto así ¿cómo ha de tener el hombre por bien verdadero a una cosa que las más veces le causa daño?
¿Que en lugar de ocasionar el gusto, causa desabrimiento? ¿Que lejos de conservarle, muchas veces le destruye? ¿Que en lugar de producir un contento durable y sólido, sólo ocasiona un gusto transitorio y aparente? ¿Que en vez de apartar los males que pueden hacerle infeliz, los atrae, los lleva, y casi siempre los acompaña?

13 Considérense los lujuriosos, y se hallarán llenos de perturbación, su ánimo inquieto, la salud perdida, la hacienda gastada, siempre rodeados de penas, sobresaltos, y temores por solo un deleite pasajero y engañoso. Póngase la consideración en los que tanto celebran los banquetes, las bebidas y los regalos, y se verán perder la salud del cuerpo con lo mismo que la pretenden conservar. Véanse en fin todos aquellos que van de gusto en gusto, de placer en placer, y nada más buscan que embelesar sus sentidos, y hallarán como nunca queda satisfecho su deseo, porque apenas logran una diversión, cuando los fastidia y van a buscar otra, y así pasan su vida sin hallar complemento a sus apetitos. Todos estos son muy sensibles y poco racionales, pues si consultaran la razón, hallarían que los sentidos no les ofrecen verdaderos bienes, antes por el contrario los acarrean muchos males.

14 Entenderáse (se entenderá) esto mejor, considerando que la felicidad de los hombres puede considerarse en dos maneras. En el primer modo es el mismo Dios, y por eso no puede lograrse en esta miserable carrera del mundo. La otra felicidad es la que pueden los hombres conseguir en esta vida, y puede llamarse imperfecta y secundaria. Los Filósofos antiguos excitaron muchas dudas sobre el constitutivo de la felicidad del hombre en este mundo, y omitiéndolas ahora por no conducir a nuestro asunto, ha de sentarse como cosa cierta, que ni aun en este mundo puede ser feliz el que se aparta de Dios, y por eso tengo por cierta la doctrina de los Estoicos Cristianos, que ponen la felicidad de los hombres en el ejercicio de las virtudes cristianas. De este modo se comprende, que será feliz en algún modo en este mundo el que hiciere las cosas conformes al orden que Dios ha establecido, y con mira a sus santas leyes, y con la observancia de los divinos preceptos. Así podrá cualquiera usar de las cosas sensibles, con tal que el uso de ellas sea conformándose con las leyes divinas, y humanas; no porque aquellas cosas sean el bien a que únicamente deben aspirar los hombres, sino porque conducen a mantener la vida, la fama, y otros bienes, que logra el hombre en esta mortal carrera hacia la eternidad. Por eso los objetos sensibles sólo son bienes relativos a la felicidad humana, porque pueden hacer al hombre feliz en este mundo, con tal que use de ellos según la razón, y según el fin a que se dirigen.


15 Pero son muy pocos los que consideran estas cosas, y son muchos los que llevados de la concupiscencia, y engañados por la ignorancia, juntan a las cosas sensibles la noción de su felicidad, y con el apetito que tienen de esta, se dirigen hacia aquellas. Los pobres apetecen las riquezas y demás aparatos magníficos que ven en los ricos, y es porque se engañan juntando la noción de las riquezas con la de su felicidad. Todos apetecen naturalmente la vida y la salud; y pareciéndole al que está enfermizo que el sano es feliz, apetece la felicidad de este, y alguna vez se engaña, porque aun con la salud está lleno de otras miserias, que tal vez son de mayor peso que la enfermedad. Todos apetecen el contento, y aborrecen el dolor, y la molestia: de aquí se sigue, que el pobre cuando ve a los ricos y poderosos andar en coche, comer regaladamente y no trabajar, le parece que en aquello consiste toda la felicidad, y la apetece con gran ansia, y la suspira; pero si supiera debajo de tanta pompa, y de tanto número de criados y grandeza, qué ánimo se esconde tan inquieto y lleno de molestias, le tendría no por feliz, sino por el más miserable del mundo (a).
S. Juan Chrisóstomo (b) hace una hermosa comparación, contrapesando las felicidades de los pobres con las de los ricos; y tengo por cierto, que si aquellos que tienen lo preciso para sostener la vida y cubrirse de las injurias del tiempo, saben hacer uso de la razón, no sólo no
envidiarán a los ricos y poderosos, sino que les tendrán lástima. Por eso llama Virgilio (c) felices a los Labradores, si estos saben conocer los bienes que poseen.
Y yo llamo afortunados a aquellos que viven en la soledad apartados de estos engañosos aparatos de los sentidos (d); y mucho más felices a los que viviendo en la soledad, ponen su dicha en el ejercicio de la virtud y contemplación de las cosas divinas. Los que así viven gustosos, es cierto que logran un contento y satisfacción de ánimo infinitamente más estimable que los tesoros de Midas, y los triunfos de César.

(a) Fortuna magna, magna domino est servitus. Publ. Mim. sent. 229.

(b) S. Chrysostom. homil. 55. sup. Matth. tom. 7.

(c) O fortunatos nimium, sua si bona norint,

Agricolas, quibus ipsa, procul discordibus armis,

Fundit humo facilem victum justissima tellus.

Virgil. Georgic. lib. 2. vers. 477.

(d) Beatus ille, qui procul negotiis, Ut prisca gens mortalium,

Paterna rura bobus exercet suis, Solutus omni foenore.

Horat. Epod. lib. ode 2.

16 Síguese de todo lo dicho, que los sentidos sólo ofrecen falsos bienes, o aparentes, y por consiguiente que es necedad ir los hombres dotados de razón buscando continuamente los engañosos atractivos de la concupiscencia. Síguese también, que sólo ha de fiarse el hombre de lo que le ofrecen los sentidos para la conservación de su cuerpo, y el uso de los objetos sensibles ha de ser conforme a la razón y a las leyes divinas y humanas. Por esto será convenientísimo no juzgar prontamente de lo que los sentidos presentan, porque en esto se expondrán los hombres a infinitos engaños. Será bien suspender el juicio, o dudar en semejantes representaciones, para examinar con la razón fortalecida de una buena moral el uso, que nos conviene hacer de los bienes que nos ofrecen.

17 En las cosas físicas es grande el imperio de los sentidos, y en la misma proporción lo es también el número de errores que ocasionan. Cree el común de los hombres, que las cualidades sensibles, como el frío, calor, humedad, sequedad, color, y otras semejantes, están sólo en los objetos, y se engañan porque parte están en ellos, y parte en el sentido. Este error viene a los hombres desde la niñez, y por eso es tan difícil de desarraigar. Cuando somos niños y nos acercamos a la lumbre, sentimos calor. En aquella edad no suspendemos jamás el juicio, antes por el contrario, juzgamos de las cosas como nos parecen y no como son, porque entonces somos sensibles, y no racionales; esto es, solo ejercitamos la potencia de sentir, y no la de razonar. Así que no distinguimos el calor radical; esto es, la raíz del calor que se halla en el objeto sensible de la percepción, del que está en nosotros, y ambas cosas son necesarias para el calor. Lo mismo ha de entenderse de las demás cualidades propuestas.
18 Otro error ocasionan los sentidos muy general en las cosas pertenecientes a la Física. Suelen los hombres colocar bajo una misma especie las cosas que tienen entre sí semejanza, o sea en el color, o en el gusto, y por esto se gobiernan para atribuirlas unas mismas cualidades. De esta forma han errado los Botánicos, que atribuyen unas mismas virtudes a las plantas que se parecen, o a las que tienen semejanza en el sabor y otras afecciones sensibles, sin contar con la relación precisa que han de tener con el cuerpo humano, y la idiosincrasia, que acompaña a cada una de ellas. También se engañan los Médicos en la semejanza de los síntomas o accidentes que acompañan a las enfermedades. Quéjase una mujer de un dolor que la aflige con gran molestia en la boca del estómago, y al mismo tiempo vomita cóleras verdes. Llega el Médico, que sólo se gobierna por la semejanza exterior de las cosas, y luego juzga que es dolor cólico, y aplicándole los remedios específicos de esta enfermedad, no sólo no la cura, sino que la empeora. Si hace uso de la razón, y no se fía de las primeras apariencias de los sentidos, juzgará que el dolor y el vómito nacen de afecto histérico, y con pocos remedios fácilmente le dará la salud. Son infinitos los males internos, que por
fuera se presentan a nuestros sentidos con señales semejantes, y es menester un juicio atinado para distinguirlos, notando atentamente los efectos y signos necesarios, que inseparablemente van con cada una de las dolencias; pero no hay que esperar que los conozcan los Médicos vulgares, que sólo se gobiernan por los sentidos, y no consultan la razón.


19 De la misma suerte, se engañaría el que en el parhelio, esto es, cuando aparecen a la vista tres Soles, como sucede algunas veces, y los he visto yo, creyese que en la realidad eran tres los Soles, aunque los ojos los manifiestan enteramente semejantes. Otro modo de errar por los sentidos es negar todo lo que no se ve con los ojos. El humo, aunque el fuego esté oculto, le manifiesta. Las golondrinas con su venida en la Primavera y retirada en Otoño muestran una causa oculta a nuestros sentidos, que las mueve a estas mutaciones. La materia etérea, esto es, sutilísima, e imperceptible por nuestros ojos, esparcida por todo el Universo y causa de los principales fenómenos de él, se descubre por efectos necesarios y signos inseparables de su presencia y eficacia, como lo he declarado en varios escritos míos. Los Gentiles a esta materia etérea la dieron atributos de divinidad; pero así en esto, como en otras muchas cosas erraron torpemente por faltarles la Religión verdadera. Los vapores y exhalaciones de los cuerpos no los vemos; y son ciertos, porque nos constan por sus admirables efectos, que observamos con otros sentidos, y alcanzamos con la razón (a).
Lo que hemos dicho, explicando los signos y las
demostraciones, junto con lo que aquí acabamos de proponer acerca de los engaños de los sentidos, puede hacer más cautos a los Físicos, Anatómicos, Botánicos, Naturalistas, para no llenar de tantas falsedades, y vanas observaciones sus escritos, y no dar por inventos las cosas que, o no existen, o no son nuevas.

20 Pero en ninguna cosa se engañan más los hombres, haciendo mal uso de los sentidos, que en el trato civil; y todos los errores que en él se cometen, sólo nacen de que se fían demasiadamente de las apariencias sensibles. Casi todos siguen las cosas que se imprimen más en la mente; y como las cosas sensibles hagan esto porque tocan a los hombres más vivamente, por eso fácilmente dejan llevarse de sus impresiones. Pero el hombre sabio, enterado de los engaños que ocasionan las imágenes de los sentidos, percibe como los demás los objetos que se le presentan, y juzga, no según las apariencias, sino según la razón.
Si yo pudiera imprimir esta máxima en el común de los hombres, sé ciertamente que serían más racionales, y menos sensibles. Para conocer esto, haré ver algunos errores frecuentes en el comercio civil, y este conocimiento podrá servir para evitar muchos otros, siendo imposible proponerlos todos.

21 Es frecuentísimo juzgar los hombres de las cosas por las apariencias que se presentan a los sentidos, sin examinar la realidad de las mismas cosas, y por eso es también frecuentísimo engañarse. Bello rostro tiene Ariston, dice uno, la cara es de hombre de bien: ¡qué agasajo tiene! es cierto que tiene policía, y habla con modo, y trata con cortesía a todo el mundo. ¡O! es Ariston muy buen hombre. Este juicio de que Ariston es hombre de bien porque tiene buen rostro, porque habla con modo, &c. suele ser falsísimo y muchas veces con estas circunstancias se halla un ladrón insigne.

(a) Debe encargarse a todos la atenta lectura del Boyle en su tratado:
- De mirabili vi effluviorum.

La razón dicta, que para afirmar seguramente que Ariston es hombre bueno, sepamos que es virtuoso, porque, como hemos dicho, no puede serlo de otra forma. Pues si todas aquellas apariencias externas se compadecen tanto con la virtud como con el vicio, ¿por qué ha de gobernarse el hombre por ellas para afirmarlo? Del mismo modo yerran los que juzgan lo contrario. Cleóbulo, dice otro, va con hábitos largos, el cuello torcido, sombrero grande, con gran compostura, y después se ha averiguado que era hipócrita, y por tal le han castigado. No hay que creer, pues, a estos que andan con semejante traje, y figura. Este último juicio es erradísimo, ya porque de un ejemplar, que se ha presentado a los sentidos, no se ha de juzgar de todos, como hemos visto, hablando de las inducciones: ya también, porque si Cleóbulo con aquel hábito exterior de virtud era hipócrita, no lo son otros; antes debe ser regular acompañar a la verdadera virtud aquella modesta compostura.

22 Por otro camino yerran también muchísimos. Oyen a un Predicador, que habla con frases compuestas y adornadas: sus voces son exquisitas, sus cláusulas tienen cadencia, su aire en el decir es primoroso, sus movimientos muy prontos, y sin otro examen dicen: ¡O! este es un Predicador sin segundo. Este juicio es de los más comunes, y más errados que oigo en el trato civil.
Con todas aquellas prendas no tiene el Predicador otra habilidad, que la de embelesar a necios, porque todas no hacen más que hinchar la fantasía, y halagar los sentidos con bellas apariencias. Tan acertado es aquel juicio, como el que hiciera un hombre si viese a una mona con manillas, perlas, afeites, y otros adornos externos, y la tuviera por hermosa. La regla fija (a) que
cualquier hombre cuerdo ha de tener para distinguir estas vanas apariencias de la realidad de las cosas, es considerar la solidez de las máximas que el Predicador

(a) Nos autem, qui rerum magis quam verborum amatores, utilia potius quam plausibilia sectamur, non id quaerimus, ut in nobis inania saeculorum, ornamentam sed ut salubria rerum emolumenta laudentur. Salvian. De Judic. & Provid. Dei in Proemio, pág. 28. Bibl. Vet. PP. tom. 8.

propone, y ver si en ellas resplandece lo verdadero y lo bueno, y si hay orden, y conexión entre las pruebas del asunto, y si estas son eficaces para hacer que el auditorio convencido, se mueva a amar lo bueno que se propone, y seguir la verdad que se persuade; pero en oyendo a un Predicador que empieza con antítesis frecuentes, con vanos preámbulos, con frases muy estudiadas, y con cadencias poéticas, será bien desconfiar un poco, porque es cosa comunísima que semejantes artificios anden juntos, no con verdades sólidas, sino con fruslerías y puerilidades. En efecto estas artes son para encantar los sentidos con la armonía de aquella música con que el Orador canta mejor que predica, y no hemos de dejarnos llevar de sombras, sino de realidades.

23 Cada vez que veo esto entre los Christianos, me lastimo de la falta de Lógica de muchos oyentes, porque si estos supieran despreciar como merecen tales adornos, tal vez no los usarían los Predicadores. Y es cierto que no los necesitan los que predican la palabra de Dios, porque esta por sí es eficacísima, y propuesta con claridad y dulzura, halla fácil acogida en el corazón humano, donde están estampadas las señales de la luz del rostro del Señor.
Las máximas del Evangelio de Jesu-Christo llevan consigo tanta claridad y resplandor, que no necesitan para ser estimadas de vanos adornos, y mucho menos de las superfluidades con que a veces las vemos vestidas; y es cosa comunísima que los que predican valiéndose de semejantes artificios hagan muy poco fruto, porque los hombres son muy sensibles, y escuchan con mayor gusto los atractivos de los sentidos, que el peso de la razón; y si debajo de aquellos aparatos hay algunas verdades sólidas, no las considera el entendimiento, porque le ofusca la aparente dulzura de los sentidos (a).
(a) Ne a me quaeras pueriles declamationes, sententiarum flosculos, verborum lenocinia, & per fines capitulorum singulorum acuta quaedam, breviterque conclusa quae plausus, & clamores excitant audientium. Sanct. Hieron. ad Nepotian. Epist: 52. p. 256. t. I. edic. de Verona de 1734.

24 No es esto decir que se hayan de trabajar todas las Oraciones sin ningún adorno, porque no sigo el dictamen de los que dicen, que la elocuencia es naturaleza, y no arte. El P. Feyjoó estampó esta máxima en el segundo tomo de sus Cartas, y me parece que sólo se halla en el título de la Carta, y no en el cuerpo de ella; porque lo que el P. Feyjoó prueba es, que sin arte hay quien es elocuente, y que por más arte que haya, nunca puede ser uno elocuente sin la naturaleza, esto es, si no tiene un gran fondo de natural elocuencia. Esto es verdad, y es falso el título, porque en él se da a entender, que el estudio de la Retórica para nada sirve, y así lo afirma este Escritor famoso. Ya Quintiliano (a) trató de propósito este asunto; y habiendo rechazado a los que tenían la Retórica por inútil, afirma que sin el arte, ninguno puede ser Orador consumado, aunque sea también necesaria para esto la naturaleza; y siendo así que este Escritor es el más entendido, y más cumplido en esta materia, es de extrañar que el P. Feyjoó no le viese antes de estampar tantas extravagancias, como puso en la citada Carta. Con mejores fundamentos admitió, y probó la necesidad del arte el P. Fr. Luis de Granada en su Retórica Christiana. Volviendo a nuestro asunto de la predicación, es cierto que algunos modernos
pretenden se debe desterrar de los púlpitos la Retórica (b). La mayor parte de los eruditos no aprueban tan universal dictamen, y cuantas invectivas emplearon los antiguos y modernos contra este Arte, fue solo por desterrar el abuso que se observa en algunos, que únicamente se aprovechan de él para hacerse habladores hinchados.
S. Agustín (c), y muchísimos Escritores que han examinado bien esta materia, juzgan, que en algunas ocasiones es utilísimo el Arte de la elocuencia si se sabe hacer de él buen uso. Como quiera que sea, sin introducirme en semejante cuestión, me parece que no puede ser acertado el dictamen del P. M. Feyjoó, porque debiera haber antes estudiado de propósito la Retorica; haber visto el uso artificioso con que se han aprovechado loablemente de ella los Griegos, y Latinos; haber mirado de intento, no la Retorica pueril que suele enseñarse a los muchachos, sino aquel arte racional de animar los pensamientos, de mover los afectos, de excitar las pasiones, y de hacer más clara la verdad, lo cual no lo ha hecho, según él mismo confiesa (a); pues ¿cómo ha de ser justo el dictamen sobre una materia no estudiada?

(a) Sin ex pari coeant habla de la naturaleza y del arte) in mediocribus quidem utrisque majus adhuc naturae credam esse momentum, consummatos autem plus doctrinae debere quam naturae putabo, sicut terrae nullam fertilitatem habenti nihil optimus agricola profuerit, e terra uberi utile aliquid etiam nullo colente nascetur. At in solo foecundo plus cultor, quam ipsa per se bonitas soli efficiet. Quintil. Instit. orat. lib. II. cap. 19.

(b) V. P. Lami Ordin. S. Bened. in libr. de Cognit. sui ipsius, & alli apud Dupin de Verit. página 315.

(c) S. Augustin, lib. 4. de Doctr. Christ. Cap. 2. num. 3. 6. 8.

25 Digo, pues, que pueden trabajarse las oraciones con estudio, y a veces es necesario valerse del arte para hacerlas perfectas; porque el fin principal del Orador es persuadir, y para esto algunas veces es menester excitar los afectos,
y animar las pasiones de los oyentes, lo cual con el arte se hace maravillosamente. Además de esto hay algunas verdades que son intolerables a los nombres, y el Orador ha de hacerlas suaves y acomodarlas a ser bien recibidas; por lo que en algunas ocasiones es bien hacer un poco deleitable la Oración, porque la verdad que parecería inadmisible por sí sola, es bien recibida por lo dulce y agradable que la acompaña (b) que, al fin bueno es usar de algún arte para hacer comprender a los hombres la verdad, cuando se considera que no ha de lograrse esto de otra manera. Pero siempre ha de llevar el Orador la mira de poner el fundamento de su oración en las verdades ciertas, en las máximas sólidas, y en introducir en los oyentes el amor a lo bueno y a la virtud, y solo para hacer ver claramente estas cosas le será lícito usar de adornos; pero nunca será bien colocar todo el trabajo en hablar mucho, y decir nada. Si el P. Feyjoó dijera, que el arte ha de ser en las oraciones muy disimulado, y tanto, que se confunda con la naturaleza; que la fuerza de la elocuencia verdadera ha de consistir en el vigor de las máximas y en lo sólido de las sentencias, y no en la pompa de las palabras, sin negar que para persuadirlas ayude mucho el arte, hubiera dicho una verdad admitida de todos los Sabios.

(a) P.M. Feyjoó Cart. erud. tom. 2. pág. 55. num. 23.
(b) Nam veluti pueris absinthia tetra medentes
Cum dare conantur, prius oras pocula circum
Contingunt mellis dulci, flavoque liquore;
Sic ego nunc, quoniam haec ratio plerumque videtur
Tristior, esse quibus non est tractata, vetroque
Vulgus abborret ad hac: volui tibi suaviloquenti
Carmine Pierio: rationem exponere nostram.
Lucret. de Rer. natur. lib. 4. verso II.

26 ¡O! dirá alguno, que eso es rigor de los Críticos, porque no hay Sermón donde no se propongan muchos textos de la Sagrada Escritura, y estos contienen grandes verdades. Es así; pero también es certísimo que los más de aquellos textos no los entiende el Pueblo en el modo que suelen proponerse, y me consta esto por experiencia; y si se comprende lo que contienen, nada persuaden por la mala aplicación, porque el entendimiento humano es de tal naturaleza, que busca el orden y conexión entre sus nociones, porque en esto consiste la fuerza de raciocinar; y como no suele hallar esta conexión muchísimas veces entre los lugares de la Escritura que se explican, y el asunto a que se traen, por eso no queda convencido. En medio de la decadencia grande de la legítima predicación, que experimentamos, y de que nos dolemos, sirve de consuelo el ver, que algunos Prelados Eclesiásticos de gran zelo y singular doctrina han publicado en nuestros días dos Pastorales, para reformar cada uno en su respectiva Diócesis los abusos del Púlpito, y reformar la oratoria christiana; y cierto que la necesidad que de ello hay, es muy grande, porque vemos hoy cumplido lo que se dice en la vida del V. Juan de Ávila, llamado Apóstol de Andalucía; es a saber, que una de las mayores persecuciones de la Iglesia es la de los malos Predicadores (a). Estamos esperanzados, que al ejemplo de estos dos Prelados, los demás procurarán enmendar la predicación, y reducirla al punto que pide el espíritu de la Santa Iglesia.
(a) Muñoz cap. 6. pág. 9.


27 ¡Válgame Dios, dice Ariston, qué primoroso, y sabido es Adonis! Tiene una hora de conversación, y en toda ella habla chistes y cosas agudas, que es un pasmo; ¡qué equívocos usa! Naturalmente habla en verso, y con suma facilidad deleita. Vanísimo es el juicio que hace Ariston de su Adonis, y es porque no tiene Lógica, ni trabaja en ejercitar la razón; porque eso mismo que tanto alaba, hace intolerable a los sabios la conversación de su Adonis. Cualquiera puede notar, que estos tales ordinariamente se escuchan, y hablan tan afectadamente, que toda su agudeza, y toda su poesía no es más que una vanísima afectación, y se conoce fácilmente atendiendo, que en todo un año, después de haber tenido todos los días una hora de semejantes conversaciones, en todo el año, digo, no ha dicho una sola verdad nueva, ni nada que hayan tenido los concurrentes que aprender; lo que ha dicho son cosas vulgarísimas con frases pomposas, que es lo mismo que si hubiera engastado en plata un pedazo de corcho. No obstante a Ariston le gusta este su Adonis, porque le hincha los sentidos, y le halaga con algún deleite superficial. Si Ariston estudia la buena Lógica, sabrá que nada ha de satisfacer al entendimiento, sino lo sólido y lo útil, y estas cosas no se hallan sino en lo verdadero y en lo bueno (a).
(a) Non qui multa, sed qui utilia novit, sapiens est. Stob. serm. 3. t. I. p. 35.

Por esta razón han de despreciarse tantas poesías que cada día nos vienen a las manos, y nada más hay en ellas que la cadencia; y sólo las pueden aprobar los hombres que tienen el entendimiento en los oídos. Los que se contentan con las apariencias sensibles, celebran mucho algunos poemas, que ni tienen substancia, ni tienen solidez, ni contienen más que pensamientos superficiales, y en fin que son más fríos que el mismo
yelo. No obstante se aplauden, y se celebran como venidos del Cielo; y estos vanos aplausos nos acarrean después una lluvia de Poetas que nos oprimen, y la poesía se hace estudio de moda; de suerte, que es tenido por grande hombre un vanísimo Poeta. Por esto son tan comunes las malas poesías, y tan abundantes que tan fácil es tropezar con los malos Poetas, como con langostas: vicio que ya reprehendió con agudeza el ingenioso D. Francisco de Quevedo, y no hay esperanza de que se corrija si no se estudia muy de propósito la verdadera Lógica, y se hacen los hombres a no fiarse de las apariencias de los sentidos, y a consultar siempre la razón.

28 Entre las apariencias de los sentidos ninguna es más engañosa que la que lleva el carácter de bello, y de hermoso. Todavía no están conformes los Filósofos en definir en qué consiste lo que llamamos hermosura y belleza, así en las cosas animadas, como inanimadas. Yo pienso, que lo que llamamos hermosura en las cosas sensibles es cierto orden y proporción que tienen entre sí las partes que las componen. Este orden es relativo a nuestros sentidos, porque a unos parece hermoso lo que a otros feo: y tanta variedad como se encuentra en estas cosas, nace de la impresión diversa que un mismo objeto ocasiona en distintos hombres, y del diferente modo con que excita los sentidos en cada uno. Sucede, pues, en esto lo mismo que en todas las otras percepciones de los sentidos, que sólo nos ofrecen las cosas con proporción a nuestro cuerpo; y así se ve, que si se muda con el tiempo, o de otro cualquier modo el orden de partes en el objeto, o en los órganos de los sentidos, se pierde, o se muda la hermosura.


29 Síguese de esto, que la hermosura de estas cosas sensibles es una apariencia, que sólo puede arrastrar a los hombres que dejan llevarse de las exterioridades que se ofrecen a los sentidos sin ejercitar la razón. El ver, pues, cómo inconsideradamente buscan muchos estas apariencias, y van con inquietudes continuas hacia estos vanísimos atractivos de los sentidos, hace ver el poco uso que hacen los hombres de la razón, y lo poco que reflectan para distinguir lo aparente de lo verdadero. La verdad tiene una hermosura, que puede satisfacer al entendimiento; la bondad lleva consigo una belleza capaz de atraer a la voluntad. Si yo dijera, que el entendimiento recibe un gran contento cuando descubre la verdad (a), y que la voluntad le recibe también cuando ama lo bueno, diría una cosa certísima, y digna de que la escuchasen y meditasen seriamente todos los hombres; pero son tan sensibles por lo común, que les parecerá esto digno solo de contarlo a los habitadores de los espacios imaginarios.

(a) indagatio ipsa rerum tum maximorum, tum etiam occultissimarum habet oblectationem. Si vero aliquid occurret, quod verisimile videatur, humanissima completur animus voluptate. Cicer. Quaest. Acad. I. 2. c. 118.

30 Los hombres, que sólo hacen uso de sus sentidos, miran este orden de la hermosura, y siguen los desordenados afectos que ocasiona. ¡Qué voz tiene Lucinda tan suave! ¡qué aire tan majestuoso! ¡Es una maravilla como canta, como anda, como habla! Todo es un encanto. Y es verdad que es un encanto para los que se paran solamente en las apariencias sensibles. Ni hay que dudar, que el tono de la voz, el aire del semblante, la risa natural, el trato amable, y a veces las lagrimillas de las mujeres, son un dulce veneno que ocasiona mil estragos en los poco advertidos, que no conocen que aquellas cosas en sí mismas son de muy poco valor, y sólo son estimables cuando van acompañadas de la virtud y de la razón. Para conocer mejor la vanidad de estas apariencias, se puede considerar la hermosura, y belleza de las cosas como un orden físico, o como orden moral. En el primer modo admira la hermosura a los sabios, porque consideran en ella un orden de partes maravillosamente fabricado por el Criador, y porque se descubre aquel número, peso, y medida con que ha hecho todas las cosas materiales y sensibles. La consideración de lo hermoso, y de lo bello en este sentido es inocente, y tal vez loable, porque excita el conocimiento de la divina Omnipotencia. Con orden moral se consideran estas cosas como pertenecientes a las costumbres, o como objetos de las acciones morales de los hombres. En este modo no puede el hombre, ni debe amar, ni abrazar semejantes objetos, sino conformándose con la Ley divina, y con sus sacrosantos Mandamientos y preceptos; y esto es lo que dicta la razón, porque con ella alcanzamos, que de todas las cosas sensibles no podemos debidamente hacer otro uso, que atendiendo al fin que el Criador se ha propuesto, y con respecto hacia la eterna felicidad de los hombres.

31 En el amor a lo bello sensible erramos también de otra manera. Cuando se nos presenta un objeto hermoso a la vista, no sólo tenemos la percepción que viene de los sentidos, sino que juntamos a esta percepción la noción del bien, y la voluntad es llevada a amarle. Pero, como ya hemos dicho, todas las apariencias, y objetos de los sentidos no ofrecen sino falsos bienes, o aparentes, y hacia ellos nos arrastran la concupiscencia, y el desorden de los apetitos. El hombre que usa de la razón no hace caso de estos aparentes bienes, y deja de juntar la noción del bien con semejantes objetos; antes algunas veces junta la noción del mal, la de lo aparente, la de lo engañoso, la de lo falso, y de este modo aparta de la voluntad el amor desordenado de las cosas bellas sensibles.
32 Esta facilidad de detenerse los hombres en las cosas sensibles nace, como ya hemos dicho, de que estas dejan en el cuerpo impresiones que duran mucho, y con dificultad se borran; y como el alma corresponde con ciertas representaciones, de ahí procede que le hagan mayor fuerza las cosas que entran por los sentidos, que las que por sí misma alcanza. Este es el motivo de muchísimos errores, y en especial de que hacemos mucho caso de lo que tenemos presente, y despreciamos lo venidero. Todos los Christianos, y todo hombre que hace uso de la razón conoce la eternidad, y sabe que no somos criados para este mundo, sino para el Cielo; no obstante estamos tan atados con aquel, que muy pocas veces pensamos en este, y es porque el mundo le tenemos presente, y obra continuamente sobre nuestros sentidos, y la eternidad la miramos de lejos; o lo que es lo mismo, conocemos este mundo por los sentidos, y al Cielo con la razón.

33 Todas estas consideraciones tiran a fortalecer la razón contra las apariencias de los sentidos, y a avisar a los hombres, que sus sentidos son tal vez su mayor enemigo, que no deben fácilmente dejarse llevar de sus representaciones, y que no juzguen precipitadamente por sólo su informe sin consultar la razón. Hanse de mirar como instrumentos dados por el Criador para la conservación del cuerpo humano; y se ha de advertir, que siendo los únicos medios por donde el alma empieza a alcanzar las cosas, son también el principal origen de sus errores, y de sus males. Si pudiéramos lograr que los Materialistas, y Deístas de estos tiempos se parasen a contemplar estas verdades, que son muy ciertas y muy claras, acaso volverían en sí, y dejarían su torpe alucinación, pues no conocen que toda su vida son como los niños, que nunca piensan más que en lo que tienen presente, porque son sólo sensibles, y no ejercitan la razón, ni son capaces de la buena Lógica.

LIBRO SEGUNDO. Capítulo I. DE LOS ERRORES QUE OCASIONAN LOS SENTIDOS.

LIBRO SEGUNDO.

Capítulo I.

DE LOS ERRORES QUE OCASIONAN LOS SENTIDOS.

1 La razón humana, como hemos dicho, y conviene tenerlo presente, averigua las cosas de dos maneras, o por la fuerza de razonar, o por los sentidos. Del primer modo alcanza los primeros principios, y verdades que hemos llamado razón, o luz natural. Del segundo descubre la naturaleza, y propiedades de los objetos sensibles y corpóreos. Y aunque sea verdad que las puras intelecciones, y raciocinios no se excitan en el alma sino por las nociones sensibles que antes tiene de los objetos, no obstante distinguimos estas dos clases para señalar los errores que se mezclan en estos diversos modos de percibir las cosas, y empezamos a explicar los que tocan a los sentidos, porque son las primeras sendas por donde camina el alma hacia el conocimiento de la verdad.
Aquí conviene advertir, que aunque el error como falsedad está siempre en el juicio que afirma, o niega una cosa de otra, suele tomar el motivo y ocasión de la falta y poca exactitud de las nociones de las demás potencias; y es preciso purificar a estas para que por ellas no yerre el juicio. Así que llamamos error al presente cualquiera defecto de las nociones mentales, que pueda dar ocasión a la potencia de juzgar para engañarse, y recibir lo falso en lugar de lo verdadero.

2 Dicen algunos, que los sentidos nos engañan con facilidad, y dicen bien.
Dicen otros, que el principal criterio; esto es, el principal camino por donde se llega a la verdad, son los sentidos, y también tienen razón. Consiste esto en que los sentidos son fieles en representar las cosas según se les presentan, y así no engañan; pero juzgando precipitadamente por el informe de ellos, caemos fácilmente en el error. Por esta razón ha de ponerse el cuidado posible en asegurarse de las cosas que se ofrecen a los sentidos, pues por ellos, si se hace debido uso de sus operaciones, se alcanzan muchas, y muy importantes verdades. ¿Quién podrá negar que muchos descubrimientos útiles se deben a la experiencia? ¿Y que la verdad que sabemos por experiencia nos ilustra el entendimiento? Cuanto bueno tienen y enseñan la Física, Medicina y Ciencias Físico-Matemáticas, debe su intrínseco valor a la experiencia. Tengo, pues, por suma necedad negar aquello que consta por racional experiencia; y cuando veo que algunos lo hacen, no puedo atribuirlo sino a que no distinguen la experiencia de los experimentos. El experimento es el hecho que observamos con los sentidos, y se pinta en la imaginación: en el examen de este puede haber engaño. La experiencia es el conocimiento racional que tenemos de una cosa por repetidos experimentos. De aquí se sigue, que con dos, o tres experimentos no siempre hay experiencia: es menester a veces hacer muchos, repetirlos en distintas ocasiones y lugares, combinarlos, y asegurarse de los sucesos, y después de todas estas averiguaciones se logra aquel conocimiento que llamamos experiencia. Esta si es racional es certísima, porque si es racional se funda en experimentos hechos con toda exactitud. Si el hombre está asegurado de la verdad por racional y bien fundada experiencia, puede reírse con mucha satisfacción de los Sofistas, que con gran desembarazo dicen: Niego la experiencia: no me hace fuerza la experiencia. Va un hombre por una senda poco trillada a un lugar. La primera vez pierde el camino divirtiéndose ya a esta parte, ya a la otra, mas al fin llega al sitio que busca. Ofrécese volver segunda vez, y no bien asegurado va temeroso, tal vez vuelve a dejar el camino y se desvía. Pero repitiendo distintas veces su viaje se hace dueño del camino; de suerte, que si se ofrece puede ir con los ojos vendados, o en una noche obscura. Si a este le saliera al encuentro un Sofista, y le dijera que adónde iba, y, respondiendo que a tal Lugar, instase el Sofista: No puede Vmd. llegar a él en manera ninguna, porque me han dicho y asegurado grandes hombres, que ese Lugar es inaccesible, y la razón lo dicta, porque no hay senda, y porque hay pasos insuperables; quizá el otro con sosiego le respondería: Pues yo he llegado varias veces al Lugar que busco, y tengo certidumbre que se engañan esos Señores que a Vmd. le han informado, y más que esto lo sé por experiencia. Aquí el Sofista dice: Yo niego esa experiencia; mas el otro asegurado por la repetición de los hechos, no puede menos de reírse como reía Diógenes cuando estaba paseándose, para rechazar a Zenón que decía, que no había movimiento.


3 De lo dicho se deducen dos cosas certísimas, y es necesario observarlas para no caer en el error. La primera es, que el que quiera asegurarse de la verdad por la experiencia, ha de cuidar mucho en hacer los experimentos con exactitud, y con las debidas precauciones para que no se engañe. La segunda es, que los hombres que alegan a su favor la experiencia, no han de ser creídos hasta que conste que en el ejercicio de los experimentos pusieron el cuidado que es necesario para no engañarse. ¡O! dicen algunos, Fulano es gran Médico, porque tiene ya muchos años de práctica. No hay que dudar, que si la experiencia de muchos años en la Medicina es racional, y fundada en buenos experimentos, hará un gran Médico, porque Hipócrates no lo fue sino por la larga y racional experiencia; pero en esto se detienen pocos, y llaman experiencia el visitar mucho tiempo a los enfermos, como si fuese lo mismo hacer experimentos y observaciones, que hacerlas bien. El mismo juicio ha de hacerse de aquellos, que toda su vida han vivido en perpetuo ocio sin cultivar la razón, ni aplicarse a los estudios, y no obstante por solos sus años y por sola su experiencia quieren forzar a todos a seguir su dictamen. En contradiciéndoles, luego se enfurecen, y gritando dicen: Yo tengo mucha experiencia de esto, Vmd. es mozo, y ha visto poco. Estos por lo ordinario son hombres de cortísimas luces, y la multitud de sucesos los ofusca, no los alumbra; y si caen una vez en el error, son incorregibles (a).

(a) Vel quia nihil rectum, nisi quod placuit sibi, ducunt; Vel quia turpe putant parere minoribus; & quae Imberbes didicere, senes perdenda fateri. Hor. Epist. Lib.2. ep. I. v. 82.

4 Suponiendo, pues, que algunas veces nos engañamos por los sentidos, y que haciendo buen uso de ellos alcanzamos la verdad, explicaré esto con un poco más de extensión para que todos queden enterados cómo han de portarse en este asunto. No hay ninguno, que, si hace un poco de reflexión, no pueda conocer por sí mismo, que alguna vez se ha engañado con la vista. Si un hombre está en un navío quieto, y desde él mira a otra nave que se mueve, luego le parece que se mueve también la suya, y se lo hiciera creer la vista si no le desengañara la razón. Todos los días vemos al Sol y a la Luna de una magnitud, sin duda mucho menor de lo que son en realidad, y aun en el Horizonte, esto es, cuando salen, nos parecen mayores que en el Meridiano, y no es así, porque son de invariable grandeza. Miremos una torre que está a la otra parte de un monte de modo que de esta no veamos sino el remate, y nos parecerá que está pegada al mismo monte, después mirando la misma torre desde la cumbre del monte nos parecerá muy apartada. He conocido y tratado a un hombre que veía los objetos al revés, y cada día sucede que a los que padecen vahídos les parecen moverse los cuerpos que están quietos. Si hacemos dar vueltas en derredor a una brasa encendida, nos parece que siempre ilumina todo aquel espacio, y en la realidad la luz no está más que en un punto del círculo que describe la brasa.

5 Del mismo modo nos engañan los otros sentidos. Si cruzamos el índice y el dedo mediano, y con los dos movemos sobre una mesa una bolita de cera a la redonda, nos parecerán dos las bolas, y entonces nos engaña el tacto.
Al enfermo parece amarga la bebida que es dulce para el sano, así nos engañamos por el gusto. Del mismo modo a uno parece picante una cosa, y a otro salada; a veces un mismo manjar es sabrosísimo para uno, y desabrido, y tal vez áspero para otro. Esto es tan común, que no hay necesidad de detenerme en probarlo, y puede verse tratado muy largamente en Sexto Empírico. Lo que toca especialmente a la Lógica es advertir, que el error que se comete por los sentidos está en el juicio, que suele comúnmente acompañar a las percepciones de ellos. Para comprender esto mejor, se ha de saber, que desde que nace el hombre hasta que empieza a ejercitar la razón, no le ocupan otros objetos que los sensibles. Hácese con la continuación a percibirlos de manera, que no examina en toda aquella edad lo que le sucede cuando percibe semejantes objetos, ni está dispuesto su entendimiento para hacer este examen. Síguese de esto, que cree y juzga de las cosas según le parecen cuando se le presentan a los sentidos, y no según son en sí, y por eso después son los hombres tan porfiados en mantener aquello que entonces juzgaron (a), porque aquella edad es blanda, y las cosas que se imprimen en ella suelen durar a veces toda la vida (b).

(a) Et natura tenacissimi sumus eorum, quae rudibus annis percepimus, ut sapor quo nova imbuas durat.... & haec ipsa magis pertinaciter haerent quae deteriora sunt. Quintilian. lnstit. Orator. lib. I. cap. I.

(b) Quo semel est imbuta recens, servabit odorem.

Testa diu. Horat. Epist. lib. I. ep.2. Vers. 69.

6 Débese también advertir, que los sentidos de suyo son fieles; es decir, representan, u ofrecen las cosas como a ellos se presentan, y conforme las reciben; y si el juicio no errara, no nos engañaran jamás semejantes percepciones. Para entender esto se ha de saber, que los. sentidos sólo nos informan de las cosas según la proporción, o improporción (algunos lo llaman relación) que estas tienen con nuestro cuerpo, y no según son ellas en sí mismas, porque el Criador los ha concedido para la conservación del cuerpo, y no para alcanzar el fondo de las cosas; y si se hace un poco de reflexión, cualquiera conocerá, que la vista no ve otro que los colores de los objetos, mas no la substancia de ellos. El oído percibe el sonido, que no es esencial a los objetos sonoros; el tacto distingue lo frío, caliente, duro, blando, áspero, igual, o desigual de las cosas, y no el verdadero ser de ellas; porque para nuestra conservación basta esto, y no es necesario lo demás. Por medio de todas estas afecciones de los objetos externos aplicados a nuestros sentidos, podemos bastantemente percibir lo que sea útil, o dañoso, proporcionado, o improporcionado respecto de nosotros. Mas para mostrarlo mejor, figurémonos que Dios hubiese hecho al mundo no más que de la grandeza de una naranja, y que hubiera colocado en él a los hombres tan pequeños, que tuviesen con aquel mundo la misma proporción que hoy tenemos con este que habitamos; en tal caso es cierto, que el mundo que aquellos hombres habitarían les parecería tan grande como nos parece a nosotros el nuestro, y lo sería si se considerase según la proporción que tenía con ellos, pero no en la realidad. Aunque estas pruebas hipotéticas no son de gran valor, usamos de esta para manifestar nuestro sentir en este asunto.

7 De todo lo dicho se deducen las reglas generales, que han de servir para evitar los errores que los sentidos ocasionan. Será bien, pues, reflexionar sobre el juicio que en la niñez hicieron los hombres cuando percibían las cosas sensibles, para corregirle con la razón. Además de esto será conveniente asegurarse de las cosas por muchos sentidos a un tiempo; así aunque al tacto parezcan dos las bolitas de cera, la vista muestra que no es más de una; y aunque parezca a la vista torcido el palo que está dentro del agua, el tacto manifiesta la equivocación de la vista. También se ha de observar si los órganos de los sentidos están sanos, o enfermos para juzgar de las cosas rectamente, y esta consideración es de suma importancia, porque en la enfermedad suele mudarse todo el orden de las percepciones. Así el que padece tericia (ictericia) ve todas las cosas amarillas, las ve dando giros el que padece vahídos (mareos, vértigo); y a este modo se trastorna el orden regular de las percepciones en las enfermedades, de lo que pudiera alegar muchos ejemplos. Esto acontece, porque en la enfermedad se muda el orden natural del cuerpo, y como las percepciones del alma corresponden a ciertas, y determinadas impresiones, por eso entonces a la impresión desordenada corresponde desordenada percepción. Esto confirma, que los sentidos de suyo son fieles (a),

(a) Ordiamur igitur a sensibus, quorum ita clara judicia, & certa sunt, ut si optio naturae nostrae detur, & ob ea Deus aliquis requirat, contentane sit suis integris, incorruptisque sensibus, an postulet melius aliquid non videam quid quaerat amplius. Neque vero hoc loco spectandum est, dum de remo inflexo, aut de collo columbate respondeam, non enim is sum, qui quidquid videtur tale dicam esse, quale videatur. Cic. Q. Ac. lib.2. c. 20.
porque siempre ofrecen la impresión correspondiente a la disposición de los objetos que la causan, y de las partes que la ejercitan; pero al juicio toca distinguir, y conocer si son, o no regladas semejantes representaciones.
El medio por donde suelen propagarse los objetos sensibles ha de observarse también para no errar, porque suele hacer variar notablemente las percepciones. El aire sereno nos hace ver los objetos de un modo, y el nebuloso de otro. Del mismo modo altera el aire las varias impresiones del sonido. Para asegurarse, pues, es necesario examinar la cosa en distintos tiempos, y en diferentes estados, consultar juntamente otros sentidos (a), y llamar a su socorro el juicio de otros hombres sobre el mismo asunto, porque la verdad es simple, y los caminos hacia el error son muchos, y cuando se habrá andado por todos ellos, y no se habrá encontrado embarazo, estará el entendimiento dispuesto para alcanzarla.

8 Todo esto es menester que adviertan los que hacen experimentos, y profesan las ciencias naturales, si no quieren ser engañados en aquello mismo que observan. Últimamente se ha de advertir, que la equivocación en las voces ha de quitarse cuando se explican las cosas que percibimos por los sentidos, porque ordinariamente con una misma voz significamos a la percepción del objeto, y al juicio que la acompaña, siendo cierta la primera, y muchas veces errado el segundo. Por ejemplo: ve Ticio desde lejos un perro, pero no divisa sino un bulto que tiene la forma exterior de un lobo, y si es tímido luego dice: Allá veo un lobo. Con estas palabras confunde la sensación con el juicio: la sensación es cierta, y el juicio es falso; porque es cierto que se le presenta un objeto que tiene cuatro pies, y demás partes que forman la figura del lobo. Si Ticio dijera: Yo veo una cosa que tiene cuatro pies, y que se parece a un lobo, mas no puedo afirmarlo, diría lo que realmente percibe; pero como sin otro examen que aquella primera percepción luego afirma, que lo que ve es lobo, por eso yerra, y si la pasión del miedo se junta, yerra epn mayor tenacidad.

(a) Meo autem judicio ita est maxima in sensibus veritas si & sani sint, & valentes, omnia removentur quae obstant, & impediunt, &c. Cicero Quaest. Acad. Lib.2. cap. 21.

Si la voz veo significara solamente la representación que Ticio tiene del objeto, no hubiera error; pero con ella ordinariamente se junta la afirmación de que

aquello que percibe es un tal objeto, en lo cual está el engaño, y este en la explicación nace de la equivocación de las voces. El motivo de esta equivocación, que es comunísima, procede de que los nombres han puesto a las veces un nombre para significar cosas distintas: si estas suelen ir juntas, con dificultad percibe el entendimiento la separación; y como el juicio que acompaña a semejantes percepciones esté siempre junto con ellas, y desde la niñez nos hagamos a juntarlo, por eso los significamos con una voz, aunque sean en realidad cosas distintas. También se ha de advertir, que los hombres no han inventado voces bastantes para significar todas las percepciones que tenemos por los sentidos, de lo que nacen muchas equivocaciones y errores. El que padece melancolía tiene dentro de sí muchas percepciones que no hay nombres para explicarlas, y a veces por esto no puede hacer creer a los demás lo que padece. Porque para que con una voz comprendan los hombres una misma cosa, es menester que tengan todos una misma noción de ella, o corresponda en todos un mismo significado, pues de otra manera cuando el uno nombrará una cosa con una voz, el otro entenderá diferente. Los melancólicos, e hipocondríacos sienten algunos males que los afligen, y para explicarlos se aprovechan de las voces opresión, desmayo, y otras semejantes, que hacen formar a los oyentes distinto conocimiento del que los enfermos pretenden manifestar. En efecto a un hombre que jamás hubiera tenido dolor, sería muy dificultoso hacerle comprender que otro lo padecía, aunque se lo explicase con aquella voz, porque le faltaba la noción del significado: al modo que sería imposible hacer entender a un ciego lo que es verde, azul, o amarillo, porque oiría estas voces, mas no las entendería por no tener noticia de sus objetos.
De esto nacen no sólo muchos errores, que pertenecen a los sentidos, sino infinitas disputas, que mueven gran ruido, y son fáciles de entender si se explican con claridad las voces. De todo lo dicho concluyo, que los sentidos de suyo son fieles, porque siempre representan las cosas según las impresiones que estas hacen en el cuerpo: que sus impresiones son respectivas; esto es, solo muestran la proporción, o improporción que los objetos tienen con nosotros; 
y que los errores que cometemos por medio de ellos consisten en el juicio que solemos juntar a la percepción de las cosas.

Capítulo XVI. De la crítica.

Capítulo XVI.

De la crítica.

52 Entre los Filósofos antiguos hubo algunos que dijeron que el entendimiento humano no alcanza verdad alguna, y que en todas las cosas no ve más que apariencias, y sombras, por donde dudaban de todo y no se daban por seguros de nada. Llamáronse Escépticos de la voz griega *gr scepsis, que quiere decir consideración, como que toda su Filosofía se empleaba en considerar y atender las cosas, sin afirmar, ni negar nada de ellas. Por el presente basta esta noticia, parque el tratar los varios grados y nombres que tenían los Filósofos con el modo de considerar y dudar de las cosas, pertenece a la Historia Filosófica.
En la antigüedad Sexto Empírico, Escritor Griego, trató y explicó la Filosofía de los Escépticos con mucha extensión. Esta Obra debe ser leída para saber muchas cosas de los Filósofos Griegos, que no se hallan fácilmente en otra parte; pero conviene saber, que los argumentos con que quiere Sexto Empírico patrocinar el Escepticismo universal, demás de la nimia prolixidad, son muy superficiales y de poco momento, como lo conocerá quien quiera que le lea con atención. En nuestros tiempos, en que con título de inventos no se hace otra cosa que renovar las opiniones antiguas, ha vuelto a renacer una secta de Scépticos de peor condición que los antiguos, porque llevan la duda más allá que estos, y la extienden a las cosas de Religión. Bien común es el pernicioso libro, que se publicó en Francia no ha muchos años con el título: De la flaqueza del entendimiento humano, donde el scepticismo se defiende con más rigor que en la escuela de Pyrrhon. Atribúyese al insigne Pedro Daniel Huecio, Obispo de Avranches, y hay muchos que así lo creen; pero Muratori, que impugnó este libro con otro que compuso de propósito con opuesto título, ha puesto en duda que fuese de este docto Prelado (a: En la prefacion a su Obra: De la fuerza del entendimiento).
Aquí no pertenece rechazar a estos Sectarios, ni de ello hay necesidad, porque lo que llevamos escrito, y lo que cada uno sabe que le sucede, meditando en sí mismo, es un testimonio calificado contra tales Filósofos; y entiendo que todo el género humano, gobernándose por sus nociones y verdades originales, es un testigo firme y un impugnador perpetuo de sus errores. Los demás Filósofos, creyendo que se alcanzan algunas verdades, trataban del modo de adquirirlas, y a este examen llamaron *gr Criterion, y al juicio que resultaba *gr Crisis. Ahora con voz harto introducida entre los literatos lo llamamos Crítica. Incluye, pues, la crítica el examen y averiguación de la verdad junto con el juicio que resulta de este examen. Cuando las cosas constan por los primeros principios, por las demostraciones y silogismos bien ordenados, precediendo las definiciones, divisiones, signos, causas, y cuanto hasta aquí llevamos propuesto, como medios de alcanzar la verdad, hecho todo con exactitud, no están sujetas a la crítica, porque nos constan con toda evidencia; pero cuando nuestras inquisiciones paran en opinión, verosimilitud, y probabilidad, ya sea en cosas de hecho, ya de doctrina, la crítica es necesaria para asegurarnos, cuanto sea posible, de la verdad; y la falta de crítica es causa de innumerables errores: de modo, que los que la vituperan, cuando es como debe ser, son enemigos declarados de la Lógica sensata, y de la buena razón. Las reglas de crítica son todas las de una buena Lógica: algunos ponen en orden ciertas máximas, y las extienden mucho; mas yo teniendo por fundamentos de crítica lo que hasta aquí he escrito, no propondré más que unas pocas reglas generales, que, teniéndose a la mano cuando se ofrezcan, sean suficientes para poder juzgar con acierto de lo que se trata; y será preciso en la explicación de ellas, además de la Lógica, valernos de algunos principios de otras Ciencias, pues que así lo pide el asunto, y el necesario encadenamiento de las verdades que busca el entendimiento humano. Fuera de que la Lógica solo prescribe reglas comunes, las cuales no pueden aplicarse bien sin la noticia, e inteligencia de las Artes y Ciencias a que se arriman, pues la verdad que se intenta averiguar pertenece en particular a cada una de ellas. Con esto nadie se ha de tener por crítico con sola la Lógica, ni tampoco será buen crítico en ninguna Ciencia, o profesión sin ella.

53 Regla primera: Si una cosa envuelve dos contradictorias, no ha de creerse. Proposiciones contradictorias son aquellas que afirman y niegan a un tiempo mismo una cosa de otra, como Pedro es blanco, y Pedro no es blanco; y es claro que cualquiera noción que envuelva proposiciones semejantes es falsa, porque no es posible ser las dos contradictorias verdaderas, según aquel principio de luz natural: Es imposible que una cosa sea, y no sea. Aunque estas contradictorias no se hallen en la substancia de la cosa, sino en algunas de sus principales circunstancias, la hacen increíble, porque el entendimiento no puede creer un hecho que va acompañado necesariamente de circunstancias imposibles.

54 Regla segunda: Si una cosa contingente se propone sólo como posible, no ha de creerse. Porque en las cosas que pueden existir, y dejar de existir, la posibilidad sola no muestra la existencia: así, que Ticio pueda ser Sacerdote, no es prueba de que lo sea. En las Escuelas está recibido, que de la potencia de una cosa a su actual existencia no se arguye bien.

55 Regla tercera: Cualquiera cosa no sólo ha de ser posible, y ha de proponerse como existente, sino que su existencia con las circunstancias con que se presenta, ha de ser verosímil. Cuando el hombre ve la verdad con evidencia, o con certidumbre, no necesita de reglas para asentir a ella; pero cuando no puede lograr la certidumbre, ni la evidencia, desea a lo menos la verosimilitud. Para entender esto mejor se ha de saber, que siempre que el hombre ha de asentir a una cosa, ve antes si es conforme o no con los primeros principios, con la experiencia, o con aquellas verdades que tiene recogidas, y depositadas para que le sirvan de fundamentos. Si aquello que se propone es claramente conforme con estos principios, es evidentemente verdadero; si la conformidad de la cosa con los principios no es clara, entonces considera si se acerca, o no a ellos, y tiene por más verosímil aquello, que nota tener mayor conformidad con tales principios. Sea ejemplo: Dice Euclides, que todas las lineas que en un círculo van desde la circunferencia al centro son iguales, y que en todo triángulo los tres ángulos equivalen a dos rectos: el entendimiento halla tanta conformidad entre estas cosas, y los primeros principios, que con un poco de atención fácilmente asiente a ellas. Dice Copérnico, y antes de él algunos antiguos, que la tierra da cada día una vuelta entera sobre su eje, y que en un año la da alrededor del Sol, que supone estar en el centro del mundo; y considerando el entendimiento, que no se conforma este hecho que refiere Copérnico con las verdades que alcanzamos con los sentidos, le mira con desconfianza.

56 Regla cuarta: Para creer los hechos contingentes y expuestos a los sentidos, no basta que sean verosímiles: es menester también que alguno asegure su existencia. Si los hechos son contingentes pueden existir, y dejar de existir, esto es, considera el entendimiento, que la existencia de ellos se puede conformar con los principios de la razón humana, y también la no existencia: por consiguiente, atendida la naturaleza de los hechos contingentes, tan verosímil es que existan, como que dejen de existir. Para que el entendimiento, pues, pueda asentir a su existencia, es menester que haya quien la asegure con la experiencia. Por ejemplo: Es cosa contingente que se dé, o no una batalla, y el entendimiento ninguna oposición halla con los principios de la razón cuando considera que la ha habido, y cuando considera que no la ha habido; pero si después hay algunos que atestiguan haberse dado la batalla, entonces asiente a eso, porque demás de la verosimilitud intrínseca que en sí lleva el hecho, se añade el testimonio experimental que inclina al asenso. Piensa también el entendimiento, y mira como verosímil la existencia de una Puente de un solo arco, y de trescientos pies de longitud: mírala como verosímil, porque la fábrica de semejante Puente no se opone a las reglas ciertas de la arquitectura; pero no obstante para creer su existencia es necesario que alguno atestigüe haberla visto, como en la realidad la han visto muchos en la China.

57 Regla quinta: Para creer los hechos contingentes no sólo es necesario que sean verosímiles y probados por testigos, se ha de atender también la calidad de los que atestiguan, y la grandeza, o pequeñez del hecho antes de dar el asenso.
Las cosas que se sujetan a nuestros sentidos, antes de creerlas, hemos nosotros mismos de examinarlas, y así nos aseguraremos de la verdad, porque todos los hombres pueden engañarnos, unos por malicia, otros por ignorancia: con que si nosotros mismos examinamos la cosa, no estaremos tan expuestos al error. Fuera de esto, los hechos han de observarse de manera, que se eviten los errores que los sentidos ocasionan, y esto lo podremos hacer nosotros mismos con mayor satisfacción que otros, de quien dudamos si han puesto la atención necesaria. Añádese, que es muy común equivocar los hombres las sensaciones con los juicios que las acompañan, y de ordinario cuando nos cuentan un suceso nos dicen el juicio que hacen de él, y no la percepción que han tenido.

58 Cuando los acontecimientos son pasados, o suceden en lugares distantes, donde nosotros no podemos hallarnos para asegurarnos de ellos, supuesta su verosimilitud, no resta otra cosa para creerlos, que atender la calidad de los que nos los cuentan, o la gravedad de los mismos hechos. La calidad de los testigos es de gran peso para inclinarnos al asenso. Porque si nos cuenta una cosa un hombre, que sabemos que suele mentir, ya no lo creemos, y dudamos si miente también cuando nos refiere el suceso (a).
(a) Ubi semel quis pejeraverit, ei credi postea, etiamsi per plures Deos juret, non oportet. Cicer. Pro C. Rabir. Posthumo.
Por el contrario, si el que refiere una cosa es hombre de buena fé, y amante de la verdad, da un gran peso a lo que dice; bien que para creer las cosas que nos dicen los hombres de bien no basta su buena fé, es menester que sean entendidos de suerte, que no dejen engañarse por los sentidos, ni por la imaginación, ni hayan precipitado el juicio, ni le tengan preocupado: porque si un hombre veraz no evita los errores que las cosas sobredichas ocasionan, fácilmente juzgará de lo que se le presenta, y con la misma facilidad creerá cuanto otros le dicen, y tal vez nos comunicará las cosas, no como en sí son, sino del modo que él las cree. Por ejemplo:
Nadie cree a Filostrato entre los antiguos, porque todos saben que fue insigne embustero (
Boccaccio toma este nombre para uno de los personajes del Decamerón).
Juan Annio de Viterbo, el P. Herman de la Higuera son despreciados de todos los hombres de juicio, porque descubiertamente, y de intento han engañado a muchos, fingiendo aquel inscripciones antiguas, y este libros apócrifos, como son los Cronicones de Flavio Dextro, y otros que ha rechazado D. Nicolás Antonio.
Paracelso dijo infinitas mentiras, y los Alquimistas son gente mentirosísima, de suerte, que ya los que conocen sus artificios, no creen los hechos con que aseguran haber convertido en oro los demás metales.

59 Pero se ha de advertir, que los que así engañan son pocos, si se comparan con los que nos engañan con buena fé, y por sobrada creencia. Así en la Medicina como en la Historia pueden señalarse muchos, que traen hechos falsos, y ellos los tuvieron por verdaderos. Dioscórides asegura muchas cosas falsísimas. Lo mismo hacen los que creen fuera de propósito las virtudes de muchos remedios. Cuando los que aseguran una cosa son hombres de buena fé, aunque una, u otra vez falten a la verdad, porque no examinaron debidamente el suceso, no han de tratarse como los que son mentirosos, antes por el contrario conviene oír lo que refieren, combinarlo con lo que otros dicen sobre el mismo asunto, ver si han puesto la atención necesaria para asegurarse de la verdad, atender todas las circunstancias del hecho, y en fin observar la gravedad, o pequeñez de la cosa que cuentan, y bien examinadas estas cosas, inclinarse al asenso o disenso.

60 La grandeza de la cosa es de suma consideración, porque fácilmente creemos aquello que observamos cada día, y en las cosas fáciles de acontecer no necesitamos de grandes testigos. Por el contrario, cuando son las cosas muy extrañas, y muy grandes, necesitamos de grandes pruebas para creerlas, porque por ser extrañas están fuera de nuestra común observación, y así para darlas el asenso es menester que los que las aseguran sean veraces, desapasionados, buenos Lógicos, y amantes de la verdad; y si les faltan estas circunstancias, no han de ser creídos. Los milagros son hechos estupendos, y su existencia es certísima; pero no son tan comunes como piensa el vulgo.
La razón es, porque en el milagro se excede el orden de la naturaleza, de suerte, que es una operación superior a las fuerzas naturales; de que se sigue que el hombre, o quiere verle para que le crea, o a lo menos desea asegurarse de él por testigos que no le engañen. Esto se funda en que el entendimiento no tiene otro camino para juzgar de las cosas expuestas a los sentidos, que el de la experiencia, y esta puede ser propia, o ajena; de suerte, que la que otros hacen nos asegura la cosa del mismo modo que la nuestra, si por otra parte estamos asegurados de la rectitud con que observan los demás las cosas que nos refieren, y estamos ciertos de su buena fé. Esto supuesto, se ve quan temerariamente niegan algunos Sectarios la existencia de los milagros sólo porque ellos no los ven; y con cuanta imprudencia niegan el crédito a algunos Varones, que por su santidad y sabiduría deben ser creídos. Refiere S. Agustín, que las reliquias de los Santos Mártires Gervasio, y Protasio se aplicaron a un ciego, que ya muchos años lo era, y recobró milagrosamente la vista. Ninguno, si no es insensato, puede negar en esto la fé a S. Agustín, porque era este Santo Doctor enemigo y capital perseguidor de la mentira: sabía cómo habían de observarse las cosas expuestas a los sentidos como el que mejor: refiere un hecho, que si fuera falso, tuviera contra sí todo el pueblo de Milán, que le daría en rostro la mentira. Lo mismo ha de decirse de otros milagros, que refieren Varones santos, sabios, y de inviolable integridad. Por el contrario, algunas cosas prodigiosas que refieren los Gentiles, y no hay otra prueba que el rumor del pueblo, no han de creerse, porque por ser las cosas extrañas, y naturalmente imposibles, no podemos inclinarnos a creerlas, cuando la autoridad de los que las refieren no es de ningún momento. Así ningún hombre de juicio creerá los prodigios que Livio refiere haber acontecido en la muerte de Rómulo y otros semejantes.

61 Pero por ser los milagros operaciones superiores a la naturaleza, no es de creer que sean tan comunes como piensa el vulgo, ni que Dios, único autor de ellos, invierta con tanta frecuencia el orden natural de los cuerpos por cosas pequeñas, y por motivos de ningún momento.
Por esto alabaré siempre la precaución de aquellos, que en estas cosas proceden con gran cautela, y no las creen ligeramente, sino que las averiguan con riguroso examen. El santo Concilio de Trento mandó, que no se publicasen milagros sin aprobación del Ordinario Eclesiástico, y en algunas Sinodales nuestras se previene, que no se pongan en las Iglesias las señales que suelen ponerse por indicio del milagro, sin la aprobación del mismo Ordinario.
En efecto son raros los verdaderos milagros, si se comparan con los fingidos;
y creo yo, que la falsa piedad, el
zelo indiscreto, y la ignorancia de algunos ha llenado de milagros supuestos, así los libros como los entendimientos de la plebe; y se ha de notar, que de esto se sigue un gran perjuicio, porque los Herejes viendo publicar tantos falsos milagros, niegan los que son verdaderos, creyendo que todos se publican con engaño; y por otra parte siendo los milagros testimonios evidentes de la verdad de nuestra santísima Religión, apoyar los que son falsos, y tenerlos por verdaderos, es alegar un testimonio falso para probar una cosa que es la misma verdad (a).
(a) Numquid Deus indiget vestro mendacio, ut pro illo loquamini dolos? Job.13 .7.

62 Regla sexta: Un solo testigo puede ser de mayor autoridad que diez mil, y por consiguiente con mayor razón podemos a veces creer a uno solo, que a muchísimos. Si yo sé que Ticio es hombre de buena fé, que sabe muy bien evitar los errores que pueden ocasionarle los sentidos y la fantasía, que no está preocupado, ni ha precipitado su juicio, y me asegura una cosa, le creeré mejor que a diez mil, y que a todo un gran Pueblo; y del mismo modo si Ticio, a quien yo considero tan entendido y veraz, afirma una cosa, y todo un Pueblo la niega, estaré de parte de Ticio contra toda la multitud. La razón es, porque nosotros debemos creer, que Ticio después de haber puesto todo el cuidado posible en asegurarse de la verdad, no se ha engañado; y si cualquiera de nosotros hubiera de asegurarse de la misma cosa, no aplicaría para lograrlo otros medios que los que Ticio ha aplicado, ni la razón humana pide otras prevenciones para creer las cosas. Pero el Pueblo por lo común no evita la preocupación, de ordinario precipita el juicio, y en lo que no le sea común se porta como los niños.
De aquí nace que la multitud se engaña frecuentísimamente en sus juicios sin conocerlo, y muy raras veces nos informa de la realidad de las cosas.

63 Según esta regla puede hacer mayor fé un solo historiador que quinientos: y si yo leo a un historiador que escribe desapasionadamente, que dice la verdad sacrificando intereses, y despreciando dignidades, que es buen Lógico, y razona bien, y que ha aplicado las diligencias necesarias para enterarse de lo que dice, tiene para mí mayor autoridad que otros muchos que, o no tienen estas circunstancias, o se gobiernan por la multitud.

64 Esta regla puede también extenderse a aquellos que examinan los hechos pasados, y para eso se valen de medallas, inscripciones, y historias; porque un hombre solo que sepa bien distinguir los monumentos antiguos y verdaderos de los que se han fingido en nuestros tiempos, y que conozca el carácter de cada historiador, para distinguir lo que es propio de cada uno, o lo que es intruso, y sepa usar de las reglas de la Lógica, será de mayor autoridad que otros mil que ignoren todas estas cosas, o la mayor parte de ellas.

65 Regla séptima: Un Autor coetáneo a un suceso es de mayor autoridad que muchos, si son posteriores. La razón es; porque el Autor coetáneo averigua por sí mismo las cosas, y así se asegura mejor de ellas (a). Los Autores que después del suceso hablan de él, o se fundan en la autoridad del coetáneo, o en la tradición. Si se fundan en la fé del Autor coetáneo, no merecen otro crédito que el que se debe dar a este: si se fundan en la tradición, se ha de ver, si algún grave Escritor, que tenga las calidades arriba expresadas, se opone, o no a ella. Si se opone, ha de ser de mayor peso la autoridad de aquel Autor solo, que la de todo el Pueblo: si la confirma, entonces la tradición se hace más firme. Hablamos aquí solamente de las tradiciones puramente humanas y particulares, porque sabemos muy bien, que las Apostólicas son de autoridad infalible, como que pertenecen a la fé divina. Y se ha de advertir, que las tradiciones humanas de que hablamos, aunque pertenezcan a cosas de Religión, están sujetas a la regla propuesta. D. Nicolás Antonio se opone a muchas tradiciones particulares que se habían introducido por los Cronicones, y sola la autoridad de tan grande Escritor es de mayor peso para los hombres de juicio, que todo el común que las admite. Cuando las tradiciones particulares de una Ciudad, de un Reyno, o de una Provincia tienen mucha antigüedad, y no hay Autor grave que haya sido coetáneo a su establecimiento, ni que las contradiga, ni son inverosímiles, entonces será bien suspender el juicio hasta que con el tiempo se descubra la verdad: porque todo un Pueblo, o un Reyno, que cree una cosa por sucesión de siglos, sin haber en contrario especial prueba positiva, merece fé; y como no sea esta tan grande, que nos obligue al asenso, será bien suspenderle.
(a) Testium eo major est fides quo a re gesta propius abfuerunt, adeo ut aequalium certior sit quam recentiorum, praesentium quam absentium,

certissima vero fit eorum qui rem oculis suis inspexerunt. Huet. Demonstr. Evang. Axiom. 2.

66 Las fábulas de los Gentiles empezaron por algún suceso verdadero, y se propagó por la tradición; de suerte que cada día añadía el Pueblo nuevas circunstancias falsas y caprichosas, que oscurecían el hecho principal, de manera, que al cabo de algún tiempo estaba enteramente desfigurado. Después los Poetas dieron nuevo vigor a la tradición del Pueblo, y así la querían hacer pasar por verdadera, cuando no contenía otra cosa que mil patrañas. Y se ha de notar, que de ordinario solemos creer con facilidad las cosas pasadas, aunque sean falsas, con tal que las leamos en algún Autor que haya sido ingenioso, y haya sabido ponderarlas: cosa que observó Salustio en los Atenienses, como ya hemos dicho. Algunas tradiciones particulares hay entre los Christianos, que tuvieron su principio en algún hecho verdadero, después tan desfigurado con las añadiduras del Pueblo y con la vehemencia de Escritores poco exactos, que ya no parecen sino fábulas. Pero son fáciles de conocer las que llevan el carácter de la verdad, de las que son falsas, porque aquellas son uniformes en todas sus circunstancias, y correspondientes al fin a que pueden dirigirse; por el contrario estas son diformes, y más parecen consejas y hablillas que realidades.


67 Regla octava: Los hechos sensibles afirmados unánimemente por testigos de distintas naciones, de diversos institutos, de opuestos intereses, y de distintos tiempos, han de tenerse por verdaderos. La razón es, porque son menester pruebas muy claras para que crean una cosa los hombres de diversas sectas, y de opuestos intereses; pues como cada uno suele afirmar o negar las cosas según la conveniencia y la pasión, es preciso que para que las gentes de diversas inclinaciones y intereses crean uniformemente una misma cosa, sea tan clara la verdad de ella, que no haya duda ninguna. Cicerón se aprovechó del consentimiento general con que todas las naciones adoran alguna Deidad, para probar la existencia de Dios, porque aquel general consentimiento prueba que a todos se presenta la noción de un Ser infinito, y adorable; bien que por el error de la educación, o de las pasiones alteraron muchos este conocimiento, y dieron el culto a quien no debían. Este consentimiento general de todos los Sabios de todas las naciones, y de todos los tiempos, nos hace estar ciertos de que hubo Filósofos Griegos, que hubo Oradores Romanos, que hubo Aristóteles, Cicerón y otros Héroes de la Gentilidad (a). Por el mismo sabemos que hubo Alexandro Magno, que fueron ciertas las guerras entre Pompeyo y César, y que hubo un Escritor de la Historia Romana llamado Tito Livio.
¿Será bien, pues, creer a uno, u otro que ridículamente ha pensado, que ni hubo tal Cicerón, ni tal Alexandro, ni hubo Tito Livio, sino que todos estos fueron fingidos? Ya se ve que ninguno pensará tan desatinadamente, sino es que esté privado enteramente de la razón.
(a) Platonis, Aristotelis, Ciceronis, Varronis, aliorumque hujusmodi Auctorum libros, unde noverunt homines quod ipsorum sint, nisi eadem temporum sibimet succedentium contestatione continua? S. Augustinus lib. 33. contra Faustum, capit. 6.

68 Regla nona: El silencio de algunos Escritores suele ser prueba de no haber acontecido un hecho. La prueba con que algunos Críticos intentan negar un hecho por el silencio de los Escritores coetáneos, o poco posteriores, es llamada argumento negativo; y aunque muchos le tienen por de poca fuerza, no hay que dudar que algunas veces es bastante por sí solo para negar un suceso.
Juan Launoy dio mucha fuerza a este argumento en un discurso que compuso sobre esto. Como tomó con demasiado extremo muchos asuntos, lo hizo también en este, de modo, que todo hombre cuerdo debe leerle con alguna desconfianza, y armado de buena Lógica. Juzgo, pues, que son menester dos cosas para que tenga fuerza el argumento negativo. La primera es, que los Autores coetáneos al suceso, o poco posteriores hayan podido notarlo, esto es, no hayan tenido el estorbo de decir la verdad por respetos humanos, o por miedo: que hayan tenido ocasión de observar el hecho, o de asegurarse de él, y que tuvieran facilidad de escribirle. La segunda circunstancia es, que los Escritores debieran haber notado aquel hecho; porque aunque hayan podido, si no se han considerado obligados, pueden haberle omitido, o por ocupación, o sólo porque de ordinario dejamos de hacer muchas cosas, si nos parece que no tenemos obligación, ni hay necesidad de ejecutarlas. Si algunos Escritores coetáneos, pudiendo y teniendo obligación de notar algún suceso, no lo han hecho, es prueba de no haber acontecido; y aunque algunos otros le afirmen en los tiempos venideros, han de considerarse de poco momento. Bien es verdad, que para hacer buen uso del argumento negativo, es menester gran juicio y atinada crítica, y haber leído muchos Autores, y en especial todos los de aquel tiempo en que aconteció la cosa, porque puede suceder que creamos que ningún Autor lo ha dicho sin haberlos visto todos, lo que es precipitación de juicio (a). (a) Necesse est nedum singulos evolvisse Scriptores ex quorum silentio tale argumentum eruitur, sed insuper nullatenus ambigere, num aliqui nobis desint, qui fuerint ipsis contemporanei. Contingere namque potest, quod Auctor, cujus scripta ad nos minime devenerint, rei alicujus mentionem fecerit, quae tamen a caeteris fuerit praetermissa. Praeterea manifesta quadam ratione certi simus oportet, quod nihil, de iis quoe evenerunt in materia de qua agitur, Scriptorum illius aevi qui nobis supersunt, solertia praeterierit. Mabillon de Stud. Monast. p. 2. cap. 13.

69 Con la buena aplicación de estas reglas podremos distinguir los escritos que son de algún Autor de la antigüedad, y los que son espúreos. Siempre la codicia ha introducido cosas falsas para adulterar las verdaderas, y en los libros sucede lo que en las drogas, viciando los Mercaderes las buenas, y corrompiéndolas con la mezcla de las que no son legítimas. Y es cosa averiguada, que los Escritores cuanto han sido más famosos, tanto han estado más expuestos a la falsificación, porque los codiciosos han publicado varios libros en nombre de algún Autor acreditado, no conteniendo a veces sino rapsodias indignas del Autor a quien las atribuyen. Para distinguir, pues, los escritos legítimos de los espúreos, se ha de atender la tradición, y consentimiento de los otros Escritores, o coetáneos o poco posteriores, porque si estos están conformes se han de tener por legítimos; pero si dudan algunos se ha de considerar entonces la calidad del que duda, y así podrá gobernarse el entendimiento para no errar en estas cosas. Se ha de atender también para conocer los Escritos de un Autor el modo con que habla este en aquellos que nadie dudare ser suyos, y se han de comparar unos con otros. Así se ha de atender el estilo, la fuerza de la imaginación, la rectitud de juicio del Autor, se ha de saber en qué tiempo vivió, y se ha de notar si se contradice en cosas de importancia, o habla de cosas posteriores a su tiempo, porque con todas estas prevenciones se podrán bastantemente distinguir los escritos que sean legítimos, y los que sean falsamente atribuidos. Por ejemplo: Hipócrates escribió los libros de los Aforismos, de los Pronósticos, y algunos de las Epidemias; y no dudando nadie que estos escritos sean legítimamente de Hipócrates, observamos que habla con gravedad, sencillez, brevedad, y precisión, y que sus descripciones históricas de las enfermedades son exactas, y conformes a las que otros Griegos hicieron; y no observándose estas cosas en algunos otros de los escritos que andan impresos con el nombre de Hipócrates, por eso no han de tenerse por suyos. En efecto, Gerónimo Mercurial, Daniel Le-Clerc y otros Médicos críticos, no sólo han tenido por espúreos muchos de los libros atribuidos a Hipócrates, sino que hacen varios Catálogos para separarlos de los verdaderos, asunto que he tratado con extensión en mis obras Médicas. En las cosas de Religión sucede lo mismo, pues el Evangelio de Santiago, el de San Pedro, y otros muchos fingidos, de que trata Calmet en una disertación que compuso de propósito sobre los Evangelios apócrifos, son libros que formaron los Herejes, y para autorizarlos los atribuyeron a Autores de mucha reputación; y esto es lo que obligó al Papa Gelasio en el Concilio que celebró en Roma hacia los fines del siglo quinto, a declarar semejantes libros por apócrifos, y formar el catálogo de ellos tan sabido de los Críticos.

70 Debo aquí advertir, que para hacer buen uso de estas reglas, se han de considerar como he dicho todas las calidades del Autor, cuyos escritos se pretenden averiguar; y no basta gobernarse por sólo el estilo, como hacen algunos, porque no es dudable, que los Autores suelen variar mucho los estilos, y un mismo sujeto escribe de un modo en la juventud, y de otro en la vejez, cosa que ya observó Sorano, antiguo Escritor de la vida de Hipócrates, en las obras de este insigne Médico; bien que como los estilos siguen los genios y natural de los Escritores, duran aquellos al modo de estos toda la vida. Por donde se ha de reparar si la mudanza es sólo en alguna cosa de poco momento, o en todo el artificio y orden de la oración; pues aunque en parte mude un Escritor de estilo, en el todo suele guardar uniformidad. La razón es, porque el estilo especial que cada Escritor tiene, nace en parte de los afectos, inclinaciones, ingenio, imaginación, y estudio; y aunque estas cosas suelen mudarse en diversas edades, y tiempos; pero no suele ser general la mutación. Por esto si en un escrito se halla, que la diversidad de estilo es de poca importancia, comparada con los escritos genuinos de un Autor, no bastará aquella mudanza para tenerle por espúreo; y si la diferencia fuese notabilísima, da vehementes sospechas de ser supuesto, y falsamente atribuido.

71 Regla décima: En las cosas de hecho y de doctrina, para admitirlas, es preciso considerar las pruebas y fundamentos de ellas, sea quien quiera el Autor que las afirma. Esta máxima es importantísima en el uso de las Artes y Ciencias humanas, en el trato civil, en la política, y económica, y otras semejantes ocurrencias, en que hemos de saber las cosas que los hombres nos comunican. Fúndase esta regla en que todo hombre es falaz, y ninguno hay que no suela preocuparse, o precipitar el juicio, ni todos saben hacer buen ejercicio de los sentidos, ni evitar los errores que ocasionan las pasiones, y la imaginación: por consiguiente a nadie hemos de creer sobre su palabra, sino sobre sus razones. Fuera de esto no debemos cautivar nuestro entendimiento en obsequio de lo que los demás hombres piensan, porque esto es privilegio especial de Dios, a cuyas voces hemos de sujetar nuestra creencia sin examen. Pero como cada uno de nosotros tiene derecho a no ser engañado, y por experiencia incontrastable sabemos que los hombres están expuestos al error, y que todos nos pueden engañar, o por ignorancia, o por malicia, por esto a nadie se debe creer absolutamente y por sí, sino solo según las pruebas que alegare. El creer ciegamente a los hombres sin discernimiento y sin examen, ha hecho que en muchos libros no se halla la verdadera Filosofía, sino lo que dijo Aristóteles, o Averrohes, o Cartesio, o Newton; y es cosa comunísima ver, que no tanto se intenta convencer la verdad con las pruebas fundadas en la razón, como en la autoridad de los hombres que pueden engañarnos, y que sólo han de convencernos por las razones con que apoyan sus dictámenes. Así que el hombre ha de gobernarse por la razón, y esta es la que en las Ciencias humanas ha de obligarle al asenso. Y es bien cierto, que los referidos Autores no siguieron en muchas cosas a los pasados, y el mismo derecho tenemos nosotros, y la misma libertad para seguirlos, o para no creerlos. Cuando yo veo a los Médicos, y en especial a los Letrados, que para probar un asunto citan doscientos Autores hacinados, y lo suelen hacer para confirmar una verdad notoria de las que llamamos de Pero Grullo, y no trabajan en otra cosa, que en amontonar citas, me maravillo del poco uso que hacen de la razón, siendo cierto que toda aquella multitud no puede contrarrestar a una sola razón solida y bien fundada, que haya en contrario. Añádese, que entre los Escritores crédulos suele suceder, que unos afirman lo que leyeron en otros sin haberlo examinado, estos lo que vieron en aquellos, y así acontece, que uno solo inventó una cosa, y son diez mil los que la apoyan, sin otro fundamento que verla escrita los unos en los otros.
Por esto no han de extrañar los Médicos, ni los Filósofos, ni los Letrados, que un Autor solo pretenda prevalecer sobre muchos, cuando son sólidas y firmes las razones con que intenta combatirlos. Ya se ve, que hombres muy críticos, y desengañados de estas cosas, suelen citar también muchos Autores para probar una opinión; pero tal vez se ven obligados a hacerlo así, porque no son estimados los escritos donde falta esto, y harán juicio que es preciso algunas veces no filosofar contra el vulgo. Fuera de que, si un Autor que se ha adquirido crédito por su exactitud afirma una cosa con buenas pruebas, es conducente su testimonio. En efecto es moda citar para cada friolera cien Autores. El célebre Heineccio (
Heicnecio), burlándose de los Abogados, que ponen la fuerza de la justicia en el número de las citas, dice, que un Letradillo citó en cierta ocasión a Salgado en el célebre tratado de Somosa, siendo así que Somosa (Somoza) no es tratado, sino apellido de aquel Autor (a).

(a) Heicnece. Praef. in Elementa Juris Civilis.


Hasta aquí hemos hablado de las citas importunas, aun siendo legítimas: qué diremos de las infinitas citas falsas que hay en los libros, en las conversaciones, y en los alegatos? La vanidad, el poco amor a la verdad, y el interés hacen traer citas vanísimas y falsas para captar con ellas a los incautos, y adquirirse reputación de doctos. Cómo se ha de tolerar el que esté uno sosteniendo disparates, o a lo más una cosa de pura opinión, y no se le
caiga de la boca: Todos los Autores lo dicen? como si hubiese quien los haya visto todos: como si pudiesen juntarse todos en cosas opinables. Dejo lo poco que se estudia, lo mucho que se habla, la fanfarronería que domina, las artes de truncar textos, la mala fé para seducir, y otras tergiversaciones que se usan entre los hombres; pues todas estas cosas nos han de tener desconfiados de sus aserciones, haciéndonos entender que nuestra creencia sólo se ha de dar a sus pruebas, y a las razones en que fundan lo que afirman.

72 Según esto, dirá alguno, no ha de creerse a los Maestros, ni a los peritos.
Yo siempre aconsejaré, que no se crean unos, ni otros ciegamente, y sobre su palabra, sino por las razones de su doctrina; y nada es más conducente que respetar a los Maestros y a los peritos, y no jurar en defensa de sus palabras y sentencias. Así será conveniente que los discípulos, en aquellas cosas a que alcanzaren sus fuerzas, examinen las máximas de los Maestros, y las crean cuando las hallen conformes con la razón; y si no están instruidos bastantemente para examinar la doctrina del Maestro, es menester recibirla con la presunción de que lo que este enseña, lo habrá averiguado; pero nunca se han de recibir las máximas de los Maestros, ni mantenerse con terquedad y obstinación, porque suele suceder que con el tiempo se halla el discípulo dispuesto a examinar las opiniones del Maestro, y no pareciéndole conformes a la verdad, las rechaza y muda de dictamen; y otras veces acontece, que por recibir muchos desde la niñez, y mantener después porfiadamente las máximas de los malos Maestros, son infelices perpetuamente. Esto lo notó muy bien un nuevo Impugnador (a : Cris. de Critices arte, pág. 146.) de la Crítica, el que ciertamente hiciera resplandecer más sus buenos talentos, si no se manifestase tan severo protector de las opiniones vulgares. En cuanto a los peritos es necesario no creerlos sobre su palabra, porque acontece que el Pueblo tiene por peritos a los que no lo son, y para no ser engañados es preciso que oigamos sus pruebas. Esta sola razón es bastante para que los hombres no se contenten con el estudio de una ciencia, porque teniendo noticias de muchas cosas, no será tan fácil que les engañen los peritos de que han de fiarse; y por esta ignorancia sucede, que un gran Teólogo busca para curarse a un mal Médico, y un buen Filósofo yerra en la elección del Letrado para mantener y guardar su hacienda. Finalmente importa mucho considerar, que para creer a los hombres, y seguir sus opiniones, las hemos de hallar conformes con los principios fundamentales de la razón humana: y nos ha de constar, que el que afirma una cosa ha puesto la atención necesaria para alcanzar la verdad de ella, y que sabe hacer buen uso de los sentidos, y evitar los errores que ocasionan las pasiones, la memoria, y la imaginación, y usa de buena Lógica; y constándonos de todo esto, podremos inclinar nuestro asenso:
y hacerlo sin estas precauciones, es creer con ligereza. Por esto, sabiendo que de ordinario los hombres se gobiernan más por las pasiones, y representaciones de la fantasía, que por la razón, no hemos de creerlos sobre su palabra, sino sobre las pruebas que alegan.

73 Muchas veces acontece, que damos asenso a las opiniones y dictámenes de los hombres autorizados, o por su carácter, o por sus riquezas, y en esto nos preocupamos fácilmente, porque creemos que a las dignidades, honras, y riquezas suele acompañar la ciencia, y la inteligencia de las cosas; y aunque algunas veces andan juntas las dignidades con los merecimientos, pero dejan de acompañarse en muchas ocasiones, y esto nos puede hacer suspender el juicio (a). (a) Dives loquutus est, & omnes tacuerunt, & verbum illius usque ad *nubes perducent. Pauper loquutus est, & dicunt: Quis est hic? Et si offenderis, subvertunt illum. Ecclesiastic. Cap. 13. vers. 28. & 29.
Añádese, que a los tales ordinariamente los juzgamos tan hábiles como quisiéramos ser nosotros mismos; y ya notó muy bien Cicerón (a), que la autoridad que se funda en los títulos, y dignidades es de poco peso para obligarnos al asenso. La experiencia por otra parte muestra, que hombres constituidos en grandes dignidades han adoptado opiniones ridículas y vanísimas: y discurriendo por la antigüedad, fuera fácil traer a la memoria muchos ejemplos; de suerte, que apenas se hallará Ciencia alguna, en que no se hayan extraviado sujetos de mucho carácter, admitiendo errores, y propagándolos como verdades certísimas. La conclusión es, que el que sepa evitar los errores de las pasiones, del ingenio, memoria, sentidos, imaginación, gobernándose con buena Lógica, será gran Crítico, y conocerá los defectos literarios de los demás para enmendarlos, y no caer en ellos.


(a) Persona autem non qualiscumque testimonii pondus habet; ad faciendam enim fidem auctoritas quaeritur; sed auctoritatem, aut natura, aut tempus offert. Naturae auctoritas in virtute inest maxime. In tempore autem multa sunt, quae afferant auctoritatem: ingenium, opes, *aetas, fortuna, ars, usus, necessitas, concursio etiam nonnumquam rerum fortuitarum. Nam & ingeniosos, & opulentos, & aetatis spatio probatos dignos, quibus credatur, putant: non recte fortasse, sed vulgi opinio mutari vix potest, ad eamque omnia dirigent, & qui judicant, & qui existimant. Cic. Top. Ad Treb. p. 672.