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domingo, 17 de octubre de 2021

Capítulo XVI. De la crítica.

Capítulo XVI.

De la crítica.

52 Entre los Filósofos antiguos hubo algunos que dijeron que el entendimiento humano no alcanza verdad alguna, y que en todas las cosas no ve más que apariencias, y sombras, por donde dudaban de todo y no se daban por seguros de nada. Llamáronse Escépticos de la voz griega *gr scepsis, que quiere decir consideración, como que toda su Filosofía se empleaba en considerar y atender las cosas, sin afirmar, ni negar nada de ellas. Por el presente basta esta noticia, parque el tratar los varios grados y nombres que tenían los Filósofos con el modo de considerar y dudar de las cosas, pertenece a la Historia Filosófica.
En la antigüedad Sexto Empírico, Escritor Griego, trató y explicó la Filosofía de los Escépticos con mucha extensión. Esta Obra debe ser leída para saber muchas cosas de los Filósofos Griegos, que no se hallan fácilmente en otra parte; pero conviene saber, que los argumentos con que quiere Sexto Empírico patrocinar el Escepticismo universal, demás de la nimia prolixidad, son muy superficiales y de poco momento, como lo conocerá quien quiera que le lea con atención. En nuestros tiempos, en que con título de inventos no se hace otra cosa que renovar las opiniones antiguas, ha vuelto a renacer una secta de Scépticos de peor condición que los antiguos, porque llevan la duda más allá que estos, y la extienden a las cosas de Religión. Bien común es el pernicioso libro, que se publicó en Francia no ha muchos años con el título: De la flaqueza del entendimiento humano, donde el scepticismo se defiende con más rigor que en la escuela de Pyrrhon. Atribúyese al insigne Pedro Daniel Huecio, Obispo de Avranches, y hay muchos que así lo creen; pero Muratori, que impugnó este libro con otro que compuso de propósito con opuesto título, ha puesto en duda que fuese de este docto Prelado (a: En la prefacion a su Obra: De la fuerza del entendimiento).
Aquí no pertenece rechazar a estos Sectarios, ni de ello hay necesidad, porque lo que llevamos escrito, y lo que cada uno sabe que le sucede, meditando en sí mismo, es un testimonio calificado contra tales Filósofos; y entiendo que todo el género humano, gobernándose por sus nociones y verdades originales, es un testigo firme y un impugnador perpetuo de sus errores. Los demás Filósofos, creyendo que se alcanzan algunas verdades, trataban del modo de adquirirlas, y a este examen llamaron *gr Criterion, y al juicio que resultaba *gr Crisis. Ahora con voz harto introducida entre los literatos lo llamamos Crítica. Incluye, pues, la crítica el examen y averiguación de la verdad junto con el juicio que resulta de este examen. Cuando las cosas constan por los primeros principios, por las demostraciones y silogismos bien ordenados, precediendo las definiciones, divisiones, signos, causas, y cuanto hasta aquí llevamos propuesto, como medios de alcanzar la verdad, hecho todo con exactitud, no están sujetas a la crítica, porque nos constan con toda evidencia; pero cuando nuestras inquisiciones paran en opinión, verosimilitud, y probabilidad, ya sea en cosas de hecho, ya de doctrina, la crítica es necesaria para asegurarnos, cuanto sea posible, de la verdad; y la falta de crítica es causa de innumerables errores: de modo, que los que la vituperan, cuando es como debe ser, son enemigos declarados de la Lógica sensata, y de la buena razón. Las reglas de crítica son todas las de una buena Lógica: algunos ponen en orden ciertas máximas, y las extienden mucho; mas yo teniendo por fundamentos de crítica lo que hasta aquí he escrito, no propondré más que unas pocas reglas generales, que, teniéndose a la mano cuando se ofrezcan, sean suficientes para poder juzgar con acierto de lo que se trata; y será preciso en la explicación de ellas, además de la Lógica, valernos de algunos principios de otras Ciencias, pues que así lo pide el asunto, y el necesario encadenamiento de las verdades que busca el entendimiento humano. Fuera de que la Lógica solo prescribe reglas comunes, las cuales no pueden aplicarse bien sin la noticia, e inteligencia de las Artes y Ciencias a que se arriman, pues la verdad que se intenta averiguar pertenece en particular a cada una de ellas. Con esto nadie se ha de tener por crítico con sola la Lógica, ni tampoco será buen crítico en ninguna Ciencia, o profesión sin ella.

53 Regla primera: Si una cosa envuelve dos contradictorias, no ha de creerse. Proposiciones contradictorias son aquellas que afirman y niegan a un tiempo mismo una cosa de otra, como Pedro es blanco, y Pedro no es blanco; y es claro que cualquiera noción que envuelva proposiciones semejantes es falsa, porque no es posible ser las dos contradictorias verdaderas, según aquel principio de luz natural: Es imposible que una cosa sea, y no sea. Aunque estas contradictorias no se hallen en la substancia de la cosa, sino en algunas de sus principales circunstancias, la hacen increíble, porque el entendimiento no puede creer un hecho que va acompañado necesariamente de circunstancias imposibles.

54 Regla segunda: Si una cosa contingente se propone sólo como posible, no ha de creerse. Porque en las cosas que pueden existir, y dejar de existir, la posibilidad sola no muestra la existencia: así, que Ticio pueda ser Sacerdote, no es prueba de que lo sea. En las Escuelas está recibido, que de la potencia de una cosa a su actual existencia no se arguye bien.

55 Regla tercera: Cualquiera cosa no sólo ha de ser posible, y ha de proponerse como existente, sino que su existencia con las circunstancias con que se presenta, ha de ser verosímil. Cuando el hombre ve la verdad con evidencia, o con certidumbre, no necesita de reglas para asentir a ella; pero cuando no puede lograr la certidumbre, ni la evidencia, desea a lo menos la verosimilitud. Para entender esto mejor se ha de saber, que siempre que el hombre ha de asentir a una cosa, ve antes si es conforme o no con los primeros principios, con la experiencia, o con aquellas verdades que tiene recogidas, y depositadas para que le sirvan de fundamentos. Si aquello que se propone es claramente conforme con estos principios, es evidentemente verdadero; si la conformidad de la cosa con los principios no es clara, entonces considera si se acerca, o no a ellos, y tiene por más verosímil aquello, que nota tener mayor conformidad con tales principios. Sea ejemplo: Dice Euclides, que todas las lineas que en un círculo van desde la circunferencia al centro son iguales, y que en todo triángulo los tres ángulos equivalen a dos rectos: el entendimiento halla tanta conformidad entre estas cosas, y los primeros principios, que con un poco de atención fácilmente asiente a ellas. Dice Copérnico, y antes de él algunos antiguos, que la tierra da cada día una vuelta entera sobre su eje, y que en un año la da alrededor del Sol, que supone estar en el centro del mundo; y considerando el entendimiento, que no se conforma este hecho que refiere Copérnico con las verdades que alcanzamos con los sentidos, le mira con desconfianza.

56 Regla cuarta: Para creer los hechos contingentes y expuestos a los sentidos, no basta que sean verosímiles: es menester también que alguno asegure su existencia. Si los hechos son contingentes pueden existir, y dejar de existir, esto es, considera el entendimiento, que la existencia de ellos se puede conformar con los principios de la razón humana, y también la no existencia: por consiguiente, atendida la naturaleza de los hechos contingentes, tan verosímil es que existan, como que dejen de existir. Para que el entendimiento, pues, pueda asentir a su existencia, es menester que haya quien la asegure con la experiencia. Por ejemplo: Es cosa contingente que se dé, o no una batalla, y el entendimiento ninguna oposición halla con los principios de la razón cuando considera que la ha habido, y cuando considera que no la ha habido; pero si después hay algunos que atestiguan haberse dado la batalla, entonces asiente a eso, porque demás de la verosimilitud intrínseca que en sí lleva el hecho, se añade el testimonio experimental que inclina al asenso. Piensa también el entendimiento, y mira como verosímil la existencia de una Puente de un solo arco, y de trescientos pies de longitud: mírala como verosímil, porque la fábrica de semejante Puente no se opone a las reglas ciertas de la arquitectura; pero no obstante para creer su existencia es necesario que alguno atestigüe haberla visto, como en la realidad la han visto muchos en la China.

57 Regla quinta: Para creer los hechos contingentes no sólo es necesario que sean verosímiles y probados por testigos, se ha de atender también la calidad de los que atestiguan, y la grandeza, o pequeñez del hecho antes de dar el asenso.
Las cosas que se sujetan a nuestros sentidos, antes de creerlas, hemos nosotros mismos de examinarlas, y así nos aseguraremos de la verdad, porque todos los hombres pueden engañarnos, unos por malicia, otros por ignorancia: con que si nosotros mismos examinamos la cosa, no estaremos tan expuestos al error. Fuera de esto, los hechos han de observarse de manera, que se eviten los errores que los sentidos ocasionan, y esto lo podremos hacer nosotros mismos con mayor satisfacción que otros, de quien dudamos si han puesto la atención necesaria. Añádese, que es muy común equivocar los hombres las sensaciones con los juicios que las acompañan, y de ordinario cuando nos cuentan un suceso nos dicen el juicio que hacen de él, y no la percepción que han tenido.

58 Cuando los acontecimientos son pasados, o suceden en lugares distantes, donde nosotros no podemos hallarnos para asegurarnos de ellos, supuesta su verosimilitud, no resta otra cosa para creerlos, que atender la calidad de los que nos los cuentan, o la gravedad de los mismos hechos. La calidad de los testigos es de gran peso para inclinarnos al asenso. Porque si nos cuenta una cosa un hombre, que sabemos que suele mentir, ya no lo creemos, y dudamos si miente también cuando nos refiere el suceso (a).
(a) Ubi semel quis pejeraverit, ei credi postea, etiamsi per plures Deos juret, non oportet. Cicer. Pro C. Rabir. Posthumo.
Por el contrario, si el que refiere una cosa es hombre de buena fé, y amante de la verdad, da un gran peso a lo que dice; bien que para creer las cosas que nos dicen los hombres de bien no basta su buena fé, es menester que sean entendidos de suerte, que no dejen engañarse por los sentidos, ni por la imaginación, ni hayan precipitado el juicio, ni le tengan preocupado: porque si un hombre veraz no evita los errores que las cosas sobredichas ocasionan, fácilmente juzgará de lo que se le presenta, y con la misma facilidad creerá cuanto otros le dicen, y tal vez nos comunicará las cosas, no como en sí son, sino del modo que él las cree. Por ejemplo:
Nadie cree a Filostrato entre los antiguos, porque todos saben que fue insigne embustero (
Boccaccio toma este nombre para uno de los personajes del Decamerón).
Juan Annio de Viterbo, el P. Herman de la Higuera son despreciados de todos los hombres de juicio, porque descubiertamente, y de intento han engañado a muchos, fingiendo aquel inscripciones antiguas, y este libros apócrifos, como son los Cronicones de Flavio Dextro, y otros que ha rechazado D. Nicolás Antonio.
Paracelso dijo infinitas mentiras, y los Alquimistas son gente mentirosísima, de suerte, que ya los que conocen sus artificios, no creen los hechos con que aseguran haber convertido en oro los demás metales.

59 Pero se ha de advertir, que los que así engañan son pocos, si se comparan con los que nos engañan con buena fé, y por sobrada creencia. Así en la Medicina como en la Historia pueden señalarse muchos, que traen hechos falsos, y ellos los tuvieron por verdaderos. Dioscórides asegura muchas cosas falsísimas. Lo mismo hacen los que creen fuera de propósito las virtudes de muchos remedios. Cuando los que aseguran una cosa son hombres de buena fé, aunque una, u otra vez falten a la verdad, porque no examinaron debidamente el suceso, no han de tratarse como los que son mentirosos, antes por el contrario conviene oír lo que refieren, combinarlo con lo que otros dicen sobre el mismo asunto, ver si han puesto la atención necesaria para asegurarse de la verdad, atender todas las circunstancias del hecho, y en fin observar la gravedad, o pequeñez de la cosa que cuentan, y bien examinadas estas cosas, inclinarse al asenso o disenso.

60 La grandeza de la cosa es de suma consideración, porque fácilmente creemos aquello que observamos cada día, y en las cosas fáciles de acontecer no necesitamos de grandes testigos. Por el contrario, cuando son las cosas muy extrañas, y muy grandes, necesitamos de grandes pruebas para creerlas, porque por ser extrañas están fuera de nuestra común observación, y así para darlas el asenso es menester que los que las aseguran sean veraces, desapasionados, buenos Lógicos, y amantes de la verdad; y si les faltan estas circunstancias, no han de ser creídos. Los milagros son hechos estupendos, y su existencia es certísima; pero no son tan comunes como piensa el vulgo.
La razón es, porque en el milagro se excede el orden de la naturaleza, de suerte, que es una operación superior a las fuerzas naturales; de que se sigue que el hombre, o quiere verle para que le crea, o a lo menos desea asegurarse de él por testigos que no le engañen. Esto se funda en que el entendimiento no tiene otro camino para juzgar de las cosas expuestas a los sentidos, que el de la experiencia, y esta puede ser propia, o ajena; de suerte, que la que otros hacen nos asegura la cosa del mismo modo que la nuestra, si por otra parte estamos asegurados de la rectitud con que observan los demás las cosas que nos refieren, y estamos ciertos de su buena fé. Esto supuesto, se ve quan temerariamente niegan algunos Sectarios la existencia de los milagros sólo porque ellos no los ven; y con cuanta imprudencia niegan el crédito a algunos Varones, que por su santidad y sabiduría deben ser creídos. Refiere S. Agustín, que las reliquias de los Santos Mártires Gervasio, y Protasio se aplicaron a un ciego, que ya muchos años lo era, y recobró milagrosamente la vista. Ninguno, si no es insensato, puede negar en esto la fé a S. Agustín, porque era este Santo Doctor enemigo y capital perseguidor de la mentira: sabía cómo habían de observarse las cosas expuestas a los sentidos como el que mejor: refiere un hecho, que si fuera falso, tuviera contra sí todo el pueblo de Milán, que le daría en rostro la mentira. Lo mismo ha de decirse de otros milagros, que refieren Varones santos, sabios, y de inviolable integridad. Por el contrario, algunas cosas prodigiosas que refieren los Gentiles, y no hay otra prueba que el rumor del pueblo, no han de creerse, porque por ser las cosas extrañas, y naturalmente imposibles, no podemos inclinarnos a creerlas, cuando la autoridad de los que las refieren no es de ningún momento. Así ningún hombre de juicio creerá los prodigios que Livio refiere haber acontecido en la muerte de Rómulo y otros semejantes.

61 Pero por ser los milagros operaciones superiores a la naturaleza, no es de creer que sean tan comunes como piensa el vulgo, ni que Dios, único autor de ellos, invierta con tanta frecuencia el orden natural de los cuerpos por cosas pequeñas, y por motivos de ningún momento.
Por esto alabaré siempre la precaución de aquellos, que en estas cosas proceden con gran cautela, y no las creen ligeramente, sino que las averiguan con riguroso examen. El santo Concilio de Trento mandó, que no se publicasen milagros sin aprobación del Ordinario Eclesiástico, y en algunas Sinodales nuestras se previene, que no se pongan en las Iglesias las señales que suelen ponerse por indicio del milagro, sin la aprobación del mismo Ordinario.
En efecto son raros los verdaderos milagros, si se comparan con los fingidos;
y creo yo, que la falsa piedad, el
zelo indiscreto, y la ignorancia de algunos ha llenado de milagros supuestos, así los libros como los entendimientos de la plebe; y se ha de notar, que de esto se sigue un gran perjuicio, porque los Herejes viendo publicar tantos falsos milagros, niegan los que son verdaderos, creyendo que todos se publican con engaño; y por otra parte siendo los milagros testimonios evidentes de la verdad de nuestra santísima Religión, apoyar los que son falsos, y tenerlos por verdaderos, es alegar un testimonio falso para probar una cosa que es la misma verdad (a).
(a) Numquid Deus indiget vestro mendacio, ut pro illo loquamini dolos? Job.13 .7.

62 Regla sexta: Un solo testigo puede ser de mayor autoridad que diez mil, y por consiguiente con mayor razón podemos a veces creer a uno solo, que a muchísimos. Si yo sé que Ticio es hombre de buena fé, que sabe muy bien evitar los errores que pueden ocasionarle los sentidos y la fantasía, que no está preocupado, ni ha precipitado su juicio, y me asegura una cosa, le creeré mejor que a diez mil, y que a todo un gran Pueblo; y del mismo modo si Ticio, a quien yo considero tan entendido y veraz, afirma una cosa, y todo un Pueblo la niega, estaré de parte de Ticio contra toda la multitud. La razón es, porque nosotros debemos creer, que Ticio después de haber puesto todo el cuidado posible en asegurarse de la verdad, no se ha engañado; y si cualquiera de nosotros hubiera de asegurarse de la misma cosa, no aplicaría para lograrlo otros medios que los que Ticio ha aplicado, ni la razón humana pide otras prevenciones para creer las cosas. Pero el Pueblo por lo común no evita la preocupación, de ordinario precipita el juicio, y en lo que no le sea común se porta como los niños.
De aquí nace que la multitud se engaña frecuentísimamente en sus juicios sin conocerlo, y muy raras veces nos informa de la realidad de las cosas.

63 Según esta regla puede hacer mayor fé un solo historiador que quinientos: y si yo leo a un historiador que escribe desapasionadamente, que dice la verdad sacrificando intereses, y despreciando dignidades, que es buen Lógico, y razona bien, y que ha aplicado las diligencias necesarias para enterarse de lo que dice, tiene para mí mayor autoridad que otros muchos que, o no tienen estas circunstancias, o se gobiernan por la multitud.

64 Esta regla puede también extenderse a aquellos que examinan los hechos pasados, y para eso se valen de medallas, inscripciones, y historias; porque un hombre solo que sepa bien distinguir los monumentos antiguos y verdaderos de los que se han fingido en nuestros tiempos, y que conozca el carácter de cada historiador, para distinguir lo que es propio de cada uno, o lo que es intruso, y sepa usar de las reglas de la Lógica, será de mayor autoridad que otros mil que ignoren todas estas cosas, o la mayor parte de ellas.

65 Regla séptima: Un Autor coetáneo a un suceso es de mayor autoridad que muchos, si son posteriores. La razón es; porque el Autor coetáneo averigua por sí mismo las cosas, y así se asegura mejor de ellas (a). Los Autores que después del suceso hablan de él, o se fundan en la autoridad del coetáneo, o en la tradición. Si se fundan en la fé del Autor coetáneo, no merecen otro crédito que el que se debe dar a este: si se fundan en la tradición, se ha de ver, si algún grave Escritor, que tenga las calidades arriba expresadas, se opone, o no a ella. Si se opone, ha de ser de mayor peso la autoridad de aquel Autor solo, que la de todo el Pueblo: si la confirma, entonces la tradición se hace más firme. Hablamos aquí solamente de las tradiciones puramente humanas y particulares, porque sabemos muy bien, que las Apostólicas son de autoridad infalible, como que pertenecen a la fé divina. Y se ha de advertir, que las tradiciones humanas de que hablamos, aunque pertenezcan a cosas de Religión, están sujetas a la regla propuesta. D. Nicolás Antonio se opone a muchas tradiciones particulares que se habían introducido por los Cronicones, y sola la autoridad de tan grande Escritor es de mayor peso para los hombres de juicio, que todo el común que las admite. Cuando las tradiciones particulares de una Ciudad, de un Reyno, o de una Provincia tienen mucha antigüedad, y no hay Autor grave que haya sido coetáneo a su establecimiento, ni que las contradiga, ni son inverosímiles, entonces será bien suspender el juicio hasta que con el tiempo se descubra la verdad: porque todo un Pueblo, o un Reyno, que cree una cosa por sucesión de siglos, sin haber en contrario especial prueba positiva, merece fé; y como no sea esta tan grande, que nos obligue al asenso, será bien suspenderle.
(a) Testium eo major est fides quo a re gesta propius abfuerunt, adeo ut aequalium certior sit quam recentiorum, praesentium quam absentium,

certissima vero fit eorum qui rem oculis suis inspexerunt. Huet. Demonstr. Evang. Axiom. 2.

66 Las fábulas de los Gentiles empezaron por algún suceso verdadero, y se propagó por la tradición; de suerte que cada día añadía el Pueblo nuevas circunstancias falsas y caprichosas, que oscurecían el hecho principal, de manera, que al cabo de algún tiempo estaba enteramente desfigurado. Después los Poetas dieron nuevo vigor a la tradición del Pueblo, y así la querían hacer pasar por verdadera, cuando no contenía otra cosa que mil patrañas. Y se ha de notar, que de ordinario solemos creer con facilidad las cosas pasadas, aunque sean falsas, con tal que las leamos en algún Autor que haya sido ingenioso, y haya sabido ponderarlas: cosa que observó Salustio en los Atenienses, como ya hemos dicho. Algunas tradiciones particulares hay entre los Christianos, que tuvieron su principio en algún hecho verdadero, después tan desfigurado con las añadiduras del Pueblo y con la vehemencia de Escritores poco exactos, que ya no parecen sino fábulas. Pero son fáciles de conocer las que llevan el carácter de la verdad, de las que son falsas, porque aquellas son uniformes en todas sus circunstancias, y correspondientes al fin a que pueden dirigirse; por el contrario estas son diformes, y más parecen consejas y hablillas que realidades.


67 Regla octava: Los hechos sensibles afirmados unánimemente por testigos de distintas naciones, de diversos institutos, de opuestos intereses, y de distintos tiempos, han de tenerse por verdaderos. La razón es, porque son menester pruebas muy claras para que crean una cosa los hombres de diversas sectas, y de opuestos intereses; pues como cada uno suele afirmar o negar las cosas según la conveniencia y la pasión, es preciso que para que las gentes de diversas inclinaciones y intereses crean uniformemente una misma cosa, sea tan clara la verdad de ella, que no haya duda ninguna. Cicerón se aprovechó del consentimiento general con que todas las naciones adoran alguna Deidad, para probar la existencia de Dios, porque aquel general consentimiento prueba que a todos se presenta la noción de un Ser infinito, y adorable; bien que por el error de la educación, o de las pasiones alteraron muchos este conocimiento, y dieron el culto a quien no debían. Este consentimiento general de todos los Sabios de todas las naciones, y de todos los tiempos, nos hace estar ciertos de que hubo Filósofos Griegos, que hubo Oradores Romanos, que hubo Aristóteles, Cicerón y otros Héroes de la Gentilidad (a). Por el mismo sabemos que hubo Alexandro Magno, que fueron ciertas las guerras entre Pompeyo y César, y que hubo un Escritor de la Historia Romana llamado Tito Livio.
¿Será bien, pues, creer a uno, u otro que ridículamente ha pensado, que ni hubo tal Cicerón, ni tal Alexandro, ni hubo Tito Livio, sino que todos estos fueron fingidos? Ya se ve que ninguno pensará tan desatinadamente, sino es que esté privado enteramente de la razón.
(a) Platonis, Aristotelis, Ciceronis, Varronis, aliorumque hujusmodi Auctorum libros, unde noverunt homines quod ipsorum sint, nisi eadem temporum sibimet succedentium contestatione continua? S. Augustinus lib. 33. contra Faustum, capit. 6.

68 Regla nona: El silencio de algunos Escritores suele ser prueba de no haber acontecido un hecho. La prueba con que algunos Críticos intentan negar un hecho por el silencio de los Escritores coetáneos, o poco posteriores, es llamada argumento negativo; y aunque muchos le tienen por de poca fuerza, no hay que dudar que algunas veces es bastante por sí solo para negar un suceso.
Juan Launoy dio mucha fuerza a este argumento en un discurso que compuso sobre esto. Como tomó con demasiado extremo muchos asuntos, lo hizo también en este, de modo, que todo hombre cuerdo debe leerle con alguna desconfianza, y armado de buena Lógica. Juzgo, pues, que son menester dos cosas para que tenga fuerza el argumento negativo. La primera es, que los Autores coetáneos al suceso, o poco posteriores hayan podido notarlo, esto es, no hayan tenido el estorbo de decir la verdad por respetos humanos, o por miedo: que hayan tenido ocasión de observar el hecho, o de asegurarse de él, y que tuvieran facilidad de escribirle. La segunda circunstancia es, que los Escritores debieran haber notado aquel hecho; porque aunque hayan podido, si no se han considerado obligados, pueden haberle omitido, o por ocupación, o sólo porque de ordinario dejamos de hacer muchas cosas, si nos parece que no tenemos obligación, ni hay necesidad de ejecutarlas. Si algunos Escritores coetáneos, pudiendo y teniendo obligación de notar algún suceso, no lo han hecho, es prueba de no haber acontecido; y aunque algunos otros le afirmen en los tiempos venideros, han de considerarse de poco momento. Bien es verdad, que para hacer buen uso del argumento negativo, es menester gran juicio y atinada crítica, y haber leído muchos Autores, y en especial todos los de aquel tiempo en que aconteció la cosa, porque puede suceder que creamos que ningún Autor lo ha dicho sin haberlos visto todos, lo que es precipitación de juicio (a). (a) Necesse est nedum singulos evolvisse Scriptores ex quorum silentio tale argumentum eruitur, sed insuper nullatenus ambigere, num aliqui nobis desint, qui fuerint ipsis contemporanei. Contingere namque potest, quod Auctor, cujus scripta ad nos minime devenerint, rei alicujus mentionem fecerit, quae tamen a caeteris fuerit praetermissa. Praeterea manifesta quadam ratione certi simus oportet, quod nihil, de iis quoe evenerunt in materia de qua agitur, Scriptorum illius aevi qui nobis supersunt, solertia praeterierit. Mabillon de Stud. Monast. p. 2. cap. 13.

69 Con la buena aplicación de estas reglas podremos distinguir los escritos que son de algún Autor de la antigüedad, y los que son espúreos. Siempre la codicia ha introducido cosas falsas para adulterar las verdaderas, y en los libros sucede lo que en las drogas, viciando los Mercaderes las buenas, y corrompiéndolas con la mezcla de las que no son legítimas. Y es cosa averiguada, que los Escritores cuanto han sido más famosos, tanto han estado más expuestos a la falsificación, porque los codiciosos han publicado varios libros en nombre de algún Autor acreditado, no conteniendo a veces sino rapsodias indignas del Autor a quien las atribuyen. Para distinguir, pues, los escritos legítimos de los espúreos, se ha de atender la tradición, y consentimiento de los otros Escritores, o coetáneos o poco posteriores, porque si estos están conformes se han de tener por legítimos; pero si dudan algunos se ha de considerar entonces la calidad del que duda, y así podrá gobernarse el entendimiento para no errar en estas cosas. Se ha de atender también para conocer los Escritos de un Autor el modo con que habla este en aquellos que nadie dudare ser suyos, y se han de comparar unos con otros. Así se ha de atender el estilo, la fuerza de la imaginación, la rectitud de juicio del Autor, se ha de saber en qué tiempo vivió, y se ha de notar si se contradice en cosas de importancia, o habla de cosas posteriores a su tiempo, porque con todas estas prevenciones se podrán bastantemente distinguir los escritos que sean legítimos, y los que sean falsamente atribuidos. Por ejemplo: Hipócrates escribió los libros de los Aforismos, de los Pronósticos, y algunos de las Epidemias; y no dudando nadie que estos escritos sean legítimamente de Hipócrates, observamos que habla con gravedad, sencillez, brevedad, y precisión, y que sus descripciones históricas de las enfermedades son exactas, y conformes a las que otros Griegos hicieron; y no observándose estas cosas en algunos otros de los escritos que andan impresos con el nombre de Hipócrates, por eso no han de tenerse por suyos. En efecto, Gerónimo Mercurial, Daniel Le-Clerc y otros Médicos críticos, no sólo han tenido por espúreos muchos de los libros atribuidos a Hipócrates, sino que hacen varios Catálogos para separarlos de los verdaderos, asunto que he tratado con extensión en mis obras Médicas. En las cosas de Religión sucede lo mismo, pues el Evangelio de Santiago, el de San Pedro, y otros muchos fingidos, de que trata Calmet en una disertación que compuso de propósito sobre los Evangelios apócrifos, son libros que formaron los Herejes, y para autorizarlos los atribuyeron a Autores de mucha reputación; y esto es lo que obligó al Papa Gelasio en el Concilio que celebró en Roma hacia los fines del siglo quinto, a declarar semejantes libros por apócrifos, y formar el catálogo de ellos tan sabido de los Críticos.

70 Debo aquí advertir, que para hacer buen uso de estas reglas, se han de considerar como he dicho todas las calidades del Autor, cuyos escritos se pretenden averiguar; y no basta gobernarse por sólo el estilo, como hacen algunos, porque no es dudable, que los Autores suelen variar mucho los estilos, y un mismo sujeto escribe de un modo en la juventud, y de otro en la vejez, cosa que ya observó Sorano, antiguo Escritor de la vida de Hipócrates, en las obras de este insigne Médico; bien que como los estilos siguen los genios y natural de los Escritores, duran aquellos al modo de estos toda la vida. Por donde se ha de reparar si la mudanza es sólo en alguna cosa de poco momento, o en todo el artificio y orden de la oración; pues aunque en parte mude un Escritor de estilo, en el todo suele guardar uniformidad. La razón es, porque el estilo especial que cada Escritor tiene, nace en parte de los afectos, inclinaciones, ingenio, imaginación, y estudio; y aunque estas cosas suelen mudarse en diversas edades, y tiempos; pero no suele ser general la mutación. Por esto si en un escrito se halla, que la diversidad de estilo es de poca importancia, comparada con los escritos genuinos de un Autor, no bastará aquella mudanza para tenerle por espúreo; y si la diferencia fuese notabilísima, da vehementes sospechas de ser supuesto, y falsamente atribuido.

71 Regla décima: En las cosas de hecho y de doctrina, para admitirlas, es preciso considerar las pruebas y fundamentos de ellas, sea quien quiera el Autor que las afirma. Esta máxima es importantísima en el uso de las Artes y Ciencias humanas, en el trato civil, en la política, y económica, y otras semejantes ocurrencias, en que hemos de saber las cosas que los hombres nos comunican. Fúndase esta regla en que todo hombre es falaz, y ninguno hay que no suela preocuparse, o precipitar el juicio, ni todos saben hacer buen ejercicio de los sentidos, ni evitar los errores que ocasionan las pasiones, y la imaginación: por consiguiente a nadie hemos de creer sobre su palabra, sino sobre sus razones. Fuera de esto no debemos cautivar nuestro entendimiento en obsequio de lo que los demás hombres piensan, porque esto es privilegio especial de Dios, a cuyas voces hemos de sujetar nuestra creencia sin examen. Pero como cada uno de nosotros tiene derecho a no ser engañado, y por experiencia incontrastable sabemos que los hombres están expuestos al error, y que todos nos pueden engañar, o por ignorancia, o por malicia, por esto a nadie se debe creer absolutamente y por sí, sino solo según las pruebas que alegare. El creer ciegamente a los hombres sin discernimiento y sin examen, ha hecho que en muchos libros no se halla la verdadera Filosofía, sino lo que dijo Aristóteles, o Averrohes, o Cartesio, o Newton; y es cosa comunísima ver, que no tanto se intenta convencer la verdad con las pruebas fundadas en la razón, como en la autoridad de los hombres que pueden engañarnos, y que sólo han de convencernos por las razones con que apoyan sus dictámenes. Así que el hombre ha de gobernarse por la razón, y esta es la que en las Ciencias humanas ha de obligarle al asenso. Y es bien cierto, que los referidos Autores no siguieron en muchas cosas a los pasados, y el mismo derecho tenemos nosotros, y la misma libertad para seguirlos, o para no creerlos. Cuando yo veo a los Médicos, y en especial a los Letrados, que para probar un asunto citan doscientos Autores hacinados, y lo suelen hacer para confirmar una verdad notoria de las que llamamos de Pero Grullo, y no trabajan en otra cosa, que en amontonar citas, me maravillo del poco uso que hacen de la razón, siendo cierto que toda aquella multitud no puede contrarrestar a una sola razón solida y bien fundada, que haya en contrario. Añádese, que entre los Escritores crédulos suele suceder, que unos afirman lo que leyeron en otros sin haberlo examinado, estos lo que vieron en aquellos, y así acontece, que uno solo inventó una cosa, y son diez mil los que la apoyan, sin otro fundamento que verla escrita los unos en los otros.
Por esto no han de extrañar los Médicos, ni los Filósofos, ni los Letrados, que un Autor solo pretenda prevalecer sobre muchos, cuando son sólidas y firmes las razones con que intenta combatirlos. Ya se ve, que hombres muy críticos, y desengañados de estas cosas, suelen citar también muchos Autores para probar una opinión; pero tal vez se ven obligados a hacerlo así, porque no son estimados los escritos donde falta esto, y harán juicio que es preciso algunas veces no filosofar contra el vulgo. Fuera de que, si un Autor que se ha adquirido crédito por su exactitud afirma una cosa con buenas pruebas, es conducente su testimonio. En efecto es moda citar para cada friolera cien Autores. El célebre Heineccio (
Heicnecio), burlándose de los Abogados, que ponen la fuerza de la justicia en el número de las citas, dice, que un Letradillo citó en cierta ocasión a Salgado en el célebre tratado de Somosa, siendo así que Somosa (Somoza) no es tratado, sino apellido de aquel Autor (a).

(a) Heicnece. Praef. in Elementa Juris Civilis.


Hasta aquí hemos hablado de las citas importunas, aun siendo legítimas: qué diremos de las infinitas citas falsas que hay en los libros, en las conversaciones, y en los alegatos? La vanidad, el poco amor a la verdad, y el interés hacen traer citas vanísimas y falsas para captar con ellas a los incautos, y adquirirse reputación de doctos. Cómo se ha de tolerar el que esté uno sosteniendo disparates, o a lo más una cosa de pura opinión, y no se le
caiga de la boca: Todos los Autores lo dicen? como si hubiese quien los haya visto todos: como si pudiesen juntarse todos en cosas opinables. Dejo lo poco que se estudia, lo mucho que se habla, la fanfarronería que domina, las artes de truncar textos, la mala fé para seducir, y otras tergiversaciones que se usan entre los hombres; pues todas estas cosas nos han de tener desconfiados de sus aserciones, haciéndonos entender que nuestra creencia sólo se ha de dar a sus pruebas, y a las razones en que fundan lo que afirman.

72 Según esto, dirá alguno, no ha de creerse a los Maestros, ni a los peritos.
Yo siempre aconsejaré, que no se crean unos, ni otros ciegamente, y sobre su palabra, sino por las razones de su doctrina; y nada es más conducente que respetar a los Maestros y a los peritos, y no jurar en defensa de sus palabras y sentencias. Así será conveniente que los discípulos, en aquellas cosas a que alcanzaren sus fuerzas, examinen las máximas de los Maestros, y las crean cuando las hallen conformes con la razón; y si no están instruidos bastantemente para examinar la doctrina del Maestro, es menester recibirla con la presunción de que lo que este enseña, lo habrá averiguado; pero nunca se han de recibir las máximas de los Maestros, ni mantenerse con terquedad y obstinación, porque suele suceder que con el tiempo se halla el discípulo dispuesto a examinar las opiniones del Maestro, y no pareciéndole conformes a la verdad, las rechaza y muda de dictamen; y otras veces acontece, que por recibir muchos desde la niñez, y mantener después porfiadamente las máximas de los malos Maestros, son infelices perpetuamente. Esto lo notó muy bien un nuevo Impugnador (a : Cris. de Critices arte, pág. 146.) de la Crítica, el que ciertamente hiciera resplandecer más sus buenos talentos, si no se manifestase tan severo protector de las opiniones vulgares. En cuanto a los peritos es necesario no creerlos sobre su palabra, porque acontece que el Pueblo tiene por peritos a los que no lo son, y para no ser engañados es preciso que oigamos sus pruebas. Esta sola razón es bastante para que los hombres no se contenten con el estudio de una ciencia, porque teniendo noticias de muchas cosas, no será tan fácil que les engañen los peritos de que han de fiarse; y por esta ignorancia sucede, que un gran Teólogo busca para curarse a un mal Médico, y un buen Filósofo yerra en la elección del Letrado para mantener y guardar su hacienda. Finalmente importa mucho considerar, que para creer a los hombres, y seguir sus opiniones, las hemos de hallar conformes con los principios fundamentales de la razón humana: y nos ha de constar, que el que afirma una cosa ha puesto la atención necesaria para alcanzar la verdad de ella, y que sabe hacer buen uso de los sentidos, y evitar los errores que ocasionan las pasiones, la memoria, y la imaginación, y usa de buena Lógica; y constándonos de todo esto, podremos inclinar nuestro asenso:
y hacerlo sin estas precauciones, es creer con ligereza. Por esto, sabiendo que de ordinario los hombres se gobiernan más por las pasiones, y representaciones de la fantasía, que por la razón, no hemos de creerlos sobre su palabra, sino sobre las pruebas que alegan.

73 Muchas veces acontece, que damos asenso a las opiniones y dictámenes de los hombres autorizados, o por su carácter, o por sus riquezas, y en esto nos preocupamos fácilmente, porque creemos que a las dignidades, honras, y riquezas suele acompañar la ciencia, y la inteligencia de las cosas; y aunque algunas veces andan juntas las dignidades con los merecimientos, pero dejan de acompañarse en muchas ocasiones, y esto nos puede hacer suspender el juicio (a). (a) Dives loquutus est, & omnes tacuerunt, & verbum illius usque ad *nubes perducent. Pauper loquutus est, & dicunt: Quis est hic? Et si offenderis, subvertunt illum. Ecclesiastic. Cap. 13. vers. 28. & 29.
Añádese, que a los tales ordinariamente los juzgamos tan hábiles como quisiéramos ser nosotros mismos; y ya notó muy bien Cicerón (a), que la autoridad que se funda en los títulos, y dignidades es de poco peso para obligarnos al asenso. La experiencia por otra parte muestra, que hombres constituidos en grandes dignidades han adoptado opiniones ridículas y vanísimas: y discurriendo por la antigüedad, fuera fácil traer a la memoria muchos ejemplos; de suerte, que apenas se hallará Ciencia alguna, en que no se hayan extraviado sujetos de mucho carácter, admitiendo errores, y propagándolos como verdades certísimas. La conclusión es, que el que sepa evitar los errores de las pasiones, del ingenio, memoria, sentidos, imaginación, gobernándose con buena Lógica, será gran Crítico, y conocerá los defectos literarios de los demás para enmendarlos, y no caer en ellos.


(a) Persona autem non qualiscumque testimonii pondus habet; ad faciendam enim fidem auctoritas quaeritur; sed auctoritatem, aut natura, aut tempus offert. Naturae auctoritas in virtute inest maxime. In tempore autem multa sunt, quae afferant auctoritatem: ingenium, opes, *aetas, fortuna, ars, usus, necessitas, concursio etiam nonnumquam rerum fortuitarum. Nam & ingeniosos, & opulentos, & aetatis spatio probatos dignos, quibus credatur, putant: non recte fortasse, sed vulgi opinio mutari vix potest, ad eamque omnia dirigent, & qui judicant, & qui existimant. Cic. Top. Ad Treb. p. 672.