domingo, 17 de octubre de 2021

LIBRO SEGUNDO. Capítulo I. DE LOS ERRORES QUE OCASIONAN LOS SENTIDOS.

LIBRO SEGUNDO.

Capítulo I.

DE LOS ERRORES QUE OCASIONAN LOS SENTIDOS.

1 La razón humana, como hemos dicho, y conviene tenerlo presente, averigua las cosas de dos maneras, o por la fuerza de razonar, o por los sentidos. Del primer modo alcanza los primeros principios, y verdades que hemos llamado razón, o luz natural. Del segundo descubre la naturaleza, y propiedades de los objetos sensibles y corpóreos. Y aunque sea verdad que las puras intelecciones, y raciocinios no se excitan en el alma sino por las nociones sensibles que antes tiene de los objetos, no obstante distinguimos estas dos clases para señalar los errores que se mezclan en estos diversos modos de percibir las cosas, y empezamos a explicar los que tocan a los sentidos, porque son las primeras sendas por donde camina el alma hacia el conocimiento de la verdad.
Aquí conviene advertir, que aunque el error como falsedad está siempre en el juicio que afirma, o niega una cosa de otra, suele tomar el motivo y ocasión de la falta y poca exactitud de las nociones de las demás potencias; y es preciso purificar a estas para que por ellas no yerre el juicio. Así que llamamos error al presente cualquiera defecto de las nociones mentales, que pueda dar ocasión a la potencia de juzgar para engañarse, y recibir lo falso en lugar de lo verdadero.

2 Dicen algunos, que los sentidos nos engañan con facilidad, y dicen bien.
Dicen otros, que el principal criterio; esto es, el principal camino por donde se llega a la verdad, son los sentidos, y también tienen razón. Consiste esto en que los sentidos son fieles en representar las cosas según se les presentan, y así no engañan; pero juzgando precipitadamente por el informe de ellos, caemos fácilmente en el error. Por esta razón ha de ponerse el cuidado posible en asegurarse de las cosas que se ofrecen a los sentidos, pues por ellos, si se hace debido uso de sus operaciones, se alcanzan muchas, y muy importantes verdades. ¿Quién podrá negar que muchos descubrimientos útiles se deben a la experiencia? ¿Y que la verdad que sabemos por experiencia nos ilustra el entendimiento? Cuanto bueno tienen y enseñan la Física, Medicina y Ciencias Físico-Matemáticas, debe su intrínseco valor a la experiencia. Tengo, pues, por suma necedad negar aquello que consta por racional experiencia; y cuando veo que algunos lo hacen, no puedo atribuirlo sino a que no distinguen la experiencia de los experimentos. El experimento es el hecho que observamos con los sentidos, y se pinta en la imaginación: en el examen de este puede haber engaño. La experiencia es el conocimiento racional que tenemos de una cosa por repetidos experimentos. De aquí se sigue, que con dos, o tres experimentos no siempre hay experiencia: es menester a veces hacer muchos, repetirlos en distintas ocasiones y lugares, combinarlos, y asegurarse de los sucesos, y después de todas estas averiguaciones se logra aquel conocimiento que llamamos experiencia. Esta si es racional es certísima, porque si es racional se funda en experimentos hechos con toda exactitud. Si el hombre está asegurado de la verdad por racional y bien fundada experiencia, puede reírse con mucha satisfacción de los Sofistas, que con gran desembarazo dicen: Niego la experiencia: no me hace fuerza la experiencia. Va un hombre por una senda poco trillada a un lugar. La primera vez pierde el camino divirtiéndose ya a esta parte, ya a la otra, mas al fin llega al sitio que busca. Ofrécese volver segunda vez, y no bien asegurado va temeroso, tal vez vuelve a dejar el camino y se desvía. Pero repitiendo distintas veces su viaje se hace dueño del camino; de suerte, que si se ofrece puede ir con los ojos vendados, o en una noche obscura. Si a este le saliera al encuentro un Sofista, y le dijera que adónde iba, y, respondiendo que a tal Lugar, instase el Sofista: No puede Vmd. llegar a él en manera ninguna, porque me han dicho y asegurado grandes hombres, que ese Lugar es inaccesible, y la razón lo dicta, porque no hay senda, y porque hay pasos insuperables; quizá el otro con sosiego le respondería: Pues yo he llegado varias veces al Lugar que busco, y tengo certidumbre que se engañan esos Señores que a Vmd. le han informado, y más que esto lo sé por experiencia. Aquí el Sofista dice: Yo niego esa experiencia; mas el otro asegurado por la repetición de los hechos, no puede menos de reírse como reía Diógenes cuando estaba paseándose, para rechazar a Zenón que decía, que no había movimiento.


3 De lo dicho se deducen dos cosas certísimas, y es necesario observarlas para no caer en el error. La primera es, que el que quiera asegurarse de la verdad por la experiencia, ha de cuidar mucho en hacer los experimentos con exactitud, y con las debidas precauciones para que no se engañe. La segunda es, que los hombres que alegan a su favor la experiencia, no han de ser creídos hasta que conste que en el ejercicio de los experimentos pusieron el cuidado que es necesario para no engañarse. ¡O! dicen algunos, Fulano es gran Médico, porque tiene ya muchos años de práctica. No hay que dudar, que si la experiencia de muchos años en la Medicina es racional, y fundada en buenos experimentos, hará un gran Médico, porque Hipócrates no lo fue sino por la larga y racional experiencia; pero en esto se detienen pocos, y llaman experiencia el visitar mucho tiempo a los enfermos, como si fuese lo mismo hacer experimentos y observaciones, que hacerlas bien. El mismo juicio ha de hacerse de aquellos, que toda su vida han vivido en perpetuo ocio sin cultivar la razón, ni aplicarse a los estudios, y no obstante por solos sus años y por sola su experiencia quieren forzar a todos a seguir su dictamen. En contradiciéndoles, luego se enfurecen, y gritando dicen: Yo tengo mucha experiencia de esto, Vmd. es mozo, y ha visto poco. Estos por lo ordinario son hombres de cortísimas luces, y la multitud de sucesos los ofusca, no los alumbra; y si caen una vez en el error, son incorregibles (a).

(a) Vel quia nihil rectum, nisi quod placuit sibi, ducunt; Vel quia turpe putant parere minoribus; & quae Imberbes didicere, senes perdenda fateri. Hor. Epist. Lib.2. ep. I. v. 82.

4 Suponiendo, pues, que algunas veces nos engañamos por los sentidos, y que haciendo buen uso de ellos alcanzamos la verdad, explicaré esto con un poco más de extensión para que todos queden enterados cómo han de portarse en este asunto. No hay ninguno, que, si hace un poco de reflexión, no pueda conocer por sí mismo, que alguna vez se ha engañado con la vista. Si un hombre está en un navío quieto, y desde él mira a otra nave que se mueve, luego le parece que se mueve también la suya, y se lo hiciera creer la vista si no le desengañara la razón. Todos los días vemos al Sol y a la Luna de una magnitud, sin duda mucho menor de lo que son en realidad, y aun en el Horizonte, esto es, cuando salen, nos parecen mayores que en el Meridiano, y no es así, porque son de invariable grandeza. Miremos una torre que está a la otra parte de un monte de modo que de esta no veamos sino el remate, y nos parecerá que está pegada al mismo monte, después mirando la misma torre desde la cumbre del monte nos parecerá muy apartada. He conocido y tratado a un hombre que veía los objetos al revés, y cada día sucede que a los que padecen vahídos les parecen moverse los cuerpos que están quietos. Si hacemos dar vueltas en derredor a una brasa encendida, nos parece que siempre ilumina todo aquel espacio, y en la realidad la luz no está más que en un punto del círculo que describe la brasa.

5 Del mismo modo nos engañan los otros sentidos. Si cruzamos el índice y el dedo mediano, y con los dos movemos sobre una mesa una bolita de cera a la redonda, nos parecerán dos las bolas, y entonces nos engaña el tacto.
Al enfermo parece amarga la bebida que es dulce para el sano, así nos engañamos por el gusto. Del mismo modo a uno parece picante una cosa, y a otro salada; a veces un mismo manjar es sabrosísimo para uno, y desabrido, y tal vez áspero para otro. Esto es tan común, que no hay necesidad de detenerme en probarlo, y puede verse tratado muy largamente en Sexto Empírico. Lo que toca especialmente a la Lógica es advertir, que el error que se comete por los sentidos está en el juicio, que suele comúnmente acompañar a las percepciones de ellos. Para comprender esto mejor, se ha de saber, que desde que nace el hombre hasta que empieza a ejercitar la razón, no le ocupan otros objetos que los sensibles. Hácese con la continuación a percibirlos de manera, que no examina en toda aquella edad lo que le sucede cuando percibe semejantes objetos, ni está dispuesto su entendimiento para hacer este examen. Síguese de esto, que cree y juzga de las cosas según le parecen cuando se le presentan a los sentidos, y no según son en sí, y por eso después son los hombres tan porfiados en mantener aquello que entonces juzgaron (a), porque aquella edad es blanda, y las cosas que se imprimen en ella suelen durar a veces toda la vida (b).

(a) Et natura tenacissimi sumus eorum, quae rudibus annis percepimus, ut sapor quo nova imbuas durat.... & haec ipsa magis pertinaciter haerent quae deteriora sunt. Quintilian. lnstit. Orator. lib. I. cap. I.

(b) Quo semel est imbuta recens, servabit odorem.

Testa diu. Horat. Epist. lib. I. ep.2. Vers. 69.

6 Débese también advertir, que los sentidos de suyo son fieles; es decir, representan, u ofrecen las cosas como a ellos se presentan, y conforme las reciben; y si el juicio no errara, no nos engañaran jamás semejantes percepciones. Para entender esto se ha de saber, que los. sentidos sólo nos informan de las cosas según la proporción, o improporción (algunos lo llaman relación) que estas tienen con nuestro cuerpo, y no según son ellas en sí mismas, porque el Criador los ha concedido para la conservación del cuerpo, y no para alcanzar el fondo de las cosas; y si se hace un poco de reflexión, cualquiera conocerá, que la vista no ve otro que los colores de los objetos, mas no la substancia de ellos. El oído percibe el sonido, que no es esencial a los objetos sonoros; el tacto distingue lo frío, caliente, duro, blando, áspero, igual, o desigual de las cosas, y no el verdadero ser de ellas; porque para nuestra conservación basta esto, y no es necesario lo demás. Por medio de todas estas afecciones de los objetos externos aplicados a nuestros sentidos, podemos bastantemente percibir lo que sea útil, o dañoso, proporcionado, o improporcionado respecto de nosotros. Mas para mostrarlo mejor, figurémonos que Dios hubiese hecho al mundo no más que de la grandeza de una naranja, y que hubiera colocado en él a los hombres tan pequeños, que tuviesen con aquel mundo la misma proporción que hoy tenemos con este que habitamos; en tal caso es cierto, que el mundo que aquellos hombres habitarían les parecería tan grande como nos parece a nosotros el nuestro, y lo sería si se considerase según la proporción que tenía con ellos, pero no en la realidad. Aunque estas pruebas hipotéticas no son de gran valor, usamos de esta para manifestar nuestro sentir en este asunto.

7 De todo lo dicho se deducen las reglas generales, que han de servir para evitar los errores que los sentidos ocasionan. Será bien, pues, reflexionar sobre el juicio que en la niñez hicieron los hombres cuando percibían las cosas sensibles, para corregirle con la razón. Además de esto será conveniente asegurarse de las cosas por muchos sentidos a un tiempo; así aunque al tacto parezcan dos las bolitas de cera, la vista muestra que no es más de una; y aunque parezca a la vista torcido el palo que está dentro del agua, el tacto manifiesta la equivocación de la vista. También se ha de observar si los órganos de los sentidos están sanos, o enfermos para juzgar de las cosas rectamente, y esta consideración es de suma importancia, porque en la enfermedad suele mudarse todo el orden de las percepciones. Así el que padece tericia (ictericia) ve todas las cosas amarillas, las ve dando giros el que padece vahídos (mareos, vértigo); y a este modo se trastorna el orden regular de las percepciones en las enfermedades, de lo que pudiera alegar muchos ejemplos. Esto acontece, porque en la enfermedad se muda el orden natural del cuerpo, y como las percepciones del alma corresponden a ciertas, y determinadas impresiones, por eso entonces a la impresión desordenada corresponde desordenada percepción. Esto confirma, que los sentidos de suyo son fieles (a),

(a) Ordiamur igitur a sensibus, quorum ita clara judicia, & certa sunt, ut si optio naturae nostrae detur, & ob ea Deus aliquis requirat, contentane sit suis integris, incorruptisque sensibus, an postulet melius aliquid non videam quid quaerat amplius. Neque vero hoc loco spectandum est, dum de remo inflexo, aut de collo columbate respondeam, non enim is sum, qui quidquid videtur tale dicam esse, quale videatur. Cic. Q. Ac. lib.2. c. 20.
porque siempre ofrecen la impresión correspondiente a la disposición de los objetos que la causan, y de las partes que la ejercitan; pero al juicio toca distinguir, y conocer si son, o no regladas semejantes representaciones.
El medio por donde suelen propagarse los objetos sensibles ha de observarse también para no errar, porque suele hacer variar notablemente las percepciones. El aire sereno nos hace ver los objetos de un modo, y el nebuloso de otro. Del mismo modo altera el aire las varias impresiones del sonido. Para asegurarse, pues, es necesario examinar la cosa en distintos tiempos, y en diferentes estados, consultar juntamente otros sentidos (a), y llamar a su socorro el juicio de otros hombres sobre el mismo asunto, porque la verdad es simple, y los caminos hacia el error son muchos, y cuando se habrá andado por todos ellos, y no se habrá encontrado embarazo, estará el entendimiento dispuesto para alcanzarla.

8 Todo esto es menester que adviertan los que hacen experimentos, y profesan las ciencias naturales, si no quieren ser engañados en aquello mismo que observan. Últimamente se ha de advertir, que la equivocación en las voces ha de quitarse cuando se explican las cosas que percibimos por los sentidos, porque ordinariamente con una misma voz significamos a la percepción del objeto, y al juicio que la acompaña, siendo cierta la primera, y muchas veces errado el segundo. Por ejemplo: ve Ticio desde lejos un perro, pero no divisa sino un bulto que tiene la forma exterior de un lobo, y si es tímido luego dice: Allá veo un lobo. Con estas palabras confunde la sensación con el juicio: la sensación es cierta, y el juicio es falso; porque es cierto que se le presenta un objeto que tiene cuatro pies, y demás partes que forman la figura del lobo. Si Ticio dijera: Yo veo una cosa que tiene cuatro pies, y que se parece a un lobo, mas no puedo afirmarlo, diría lo que realmente percibe; pero como sin otro examen que aquella primera percepción luego afirma, que lo que ve es lobo, por eso yerra, y si la pasión del miedo se junta, yerra epn mayor tenacidad.

(a) Meo autem judicio ita est maxima in sensibus veritas si & sani sint, & valentes, omnia removentur quae obstant, & impediunt, &c. Cicero Quaest. Acad. Lib.2. cap. 21.

Si la voz veo significara solamente la representación que Ticio tiene del objeto, no hubiera error; pero con ella ordinariamente se junta la afirmación de que

aquello que percibe es un tal objeto, en lo cual está el engaño, y este en la explicación nace de la equivocación de las voces. El motivo de esta equivocación, que es comunísima, procede de que los nombres han puesto a las veces un nombre para significar cosas distintas: si estas suelen ir juntas, con dificultad percibe el entendimiento la separación; y como el juicio que acompaña a semejantes percepciones esté siempre junto con ellas, y desde la niñez nos hagamos a juntarlo, por eso los significamos con una voz, aunque sean en realidad cosas distintas. También se ha de advertir, que los hombres no han inventado voces bastantes para significar todas las percepciones que tenemos por los sentidos, de lo que nacen muchas equivocaciones y errores. El que padece melancolía tiene dentro de sí muchas percepciones que no hay nombres para explicarlas, y a veces por esto no puede hacer creer a los demás lo que padece. Porque para que con una voz comprendan los hombres una misma cosa, es menester que tengan todos una misma noción de ella, o corresponda en todos un mismo significado, pues de otra manera cuando el uno nombrará una cosa con una voz, el otro entenderá diferente. Los melancólicos, e hipocondríacos sienten algunos males que los afligen, y para explicarlos se aprovechan de las voces opresión, desmayo, y otras semejantes, que hacen formar a los oyentes distinto conocimiento del que los enfermos pretenden manifestar. En efecto a un hombre que jamás hubiera tenido dolor, sería muy dificultoso hacerle comprender que otro lo padecía, aunque se lo explicase con aquella voz, porque le faltaba la noción del significado: al modo que sería imposible hacer entender a un ciego lo que es verde, azul, o amarillo, porque oiría estas voces, mas no las entendería por no tener noticia de sus objetos.
De esto nacen no sólo muchos errores, que pertenecen a los sentidos, sino infinitas disputas, que mueven gran ruido, y son fáciles de entender si se explican con claridad las voces. De todo lo dicho concluyo, que los sentidos de suyo son fieles, porque siempre representan las cosas según las impresiones que estas hacen en el cuerpo: que sus impresiones son respectivas; esto es, solo muestran la proporción, o improporción que los objetos tienen con nosotros; 
y que los errores que cometemos por medio de ellos consisten en el juicio que solemos juntar a la percepción de las cosas.

Capítulo XVI. De la crítica.

Capítulo XVI.

De la crítica.

52 Entre los Filósofos antiguos hubo algunos que dijeron que el entendimiento humano no alcanza verdad alguna, y que en todas las cosas no ve más que apariencias, y sombras, por donde dudaban de todo y no se daban por seguros de nada. Llamáronse Escépticos de la voz griega *gr scepsis, que quiere decir consideración, como que toda su Filosofía se empleaba en considerar y atender las cosas, sin afirmar, ni negar nada de ellas. Por el presente basta esta noticia, parque el tratar los varios grados y nombres que tenían los Filósofos con el modo de considerar y dudar de las cosas, pertenece a la Historia Filosófica.
En la antigüedad Sexto Empírico, Escritor Griego, trató y explicó la Filosofía de los Escépticos con mucha extensión. Esta Obra debe ser leída para saber muchas cosas de los Filósofos Griegos, que no se hallan fácilmente en otra parte; pero conviene saber, que los argumentos con que quiere Sexto Empírico patrocinar el Escepticismo universal, demás de la nimia prolixidad, son muy superficiales y de poco momento, como lo conocerá quien quiera que le lea con atención. En nuestros tiempos, en que con título de inventos no se hace otra cosa que renovar las opiniones antiguas, ha vuelto a renacer una secta de Scépticos de peor condición que los antiguos, porque llevan la duda más allá que estos, y la extienden a las cosas de Religión. Bien común es el pernicioso libro, que se publicó en Francia no ha muchos años con el título: De la flaqueza del entendimiento humano, donde el scepticismo se defiende con más rigor que en la escuela de Pyrrhon. Atribúyese al insigne Pedro Daniel Huecio, Obispo de Avranches, y hay muchos que así lo creen; pero Muratori, que impugnó este libro con otro que compuso de propósito con opuesto título, ha puesto en duda que fuese de este docto Prelado (a: En la prefacion a su Obra: De la fuerza del entendimiento).
Aquí no pertenece rechazar a estos Sectarios, ni de ello hay necesidad, porque lo que llevamos escrito, y lo que cada uno sabe que le sucede, meditando en sí mismo, es un testimonio calificado contra tales Filósofos; y entiendo que todo el género humano, gobernándose por sus nociones y verdades originales, es un testigo firme y un impugnador perpetuo de sus errores. Los demás Filósofos, creyendo que se alcanzan algunas verdades, trataban del modo de adquirirlas, y a este examen llamaron *gr Criterion, y al juicio que resultaba *gr Crisis. Ahora con voz harto introducida entre los literatos lo llamamos Crítica. Incluye, pues, la crítica el examen y averiguación de la verdad junto con el juicio que resulta de este examen. Cuando las cosas constan por los primeros principios, por las demostraciones y silogismos bien ordenados, precediendo las definiciones, divisiones, signos, causas, y cuanto hasta aquí llevamos propuesto, como medios de alcanzar la verdad, hecho todo con exactitud, no están sujetas a la crítica, porque nos constan con toda evidencia; pero cuando nuestras inquisiciones paran en opinión, verosimilitud, y probabilidad, ya sea en cosas de hecho, ya de doctrina, la crítica es necesaria para asegurarnos, cuanto sea posible, de la verdad; y la falta de crítica es causa de innumerables errores: de modo, que los que la vituperan, cuando es como debe ser, son enemigos declarados de la Lógica sensata, y de la buena razón. Las reglas de crítica son todas las de una buena Lógica: algunos ponen en orden ciertas máximas, y las extienden mucho; mas yo teniendo por fundamentos de crítica lo que hasta aquí he escrito, no propondré más que unas pocas reglas generales, que, teniéndose a la mano cuando se ofrezcan, sean suficientes para poder juzgar con acierto de lo que se trata; y será preciso en la explicación de ellas, además de la Lógica, valernos de algunos principios de otras Ciencias, pues que así lo pide el asunto, y el necesario encadenamiento de las verdades que busca el entendimiento humano. Fuera de que la Lógica solo prescribe reglas comunes, las cuales no pueden aplicarse bien sin la noticia, e inteligencia de las Artes y Ciencias a que se arriman, pues la verdad que se intenta averiguar pertenece en particular a cada una de ellas. Con esto nadie se ha de tener por crítico con sola la Lógica, ni tampoco será buen crítico en ninguna Ciencia, o profesión sin ella.

53 Regla primera: Si una cosa envuelve dos contradictorias, no ha de creerse. Proposiciones contradictorias son aquellas que afirman y niegan a un tiempo mismo una cosa de otra, como Pedro es blanco, y Pedro no es blanco; y es claro que cualquiera noción que envuelva proposiciones semejantes es falsa, porque no es posible ser las dos contradictorias verdaderas, según aquel principio de luz natural: Es imposible que una cosa sea, y no sea. Aunque estas contradictorias no se hallen en la substancia de la cosa, sino en algunas de sus principales circunstancias, la hacen increíble, porque el entendimiento no puede creer un hecho que va acompañado necesariamente de circunstancias imposibles.

54 Regla segunda: Si una cosa contingente se propone sólo como posible, no ha de creerse. Porque en las cosas que pueden existir, y dejar de existir, la posibilidad sola no muestra la existencia: así, que Ticio pueda ser Sacerdote, no es prueba de que lo sea. En las Escuelas está recibido, que de la potencia de una cosa a su actual existencia no se arguye bien.

55 Regla tercera: Cualquiera cosa no sólo ha de ser posible, y ha de proponerse como existente, sino que su existencia con las circunstancias con que se presenta, ha de ser verosímil. Cuando el hombre ve la verdad con evidencia, o con certidumbre, no necesita de reglas para asentir a ella; pero cuando no puede lograr la certidumbre, ni la evidencia, desea a lo menos la verosimilitud. Para entender esto mejor se ha de saber, que siempre que el hombre ha de asentir a una cosa, ve antes si es conforme o no con los primeros principios, con la experiencia, o con aquellas verdades que tiene recogidas, y depositadas para que le sirvan de fundamentos. Si aquello que se propone es claramente conforme con estos principios, es evidentemente verdadero; si la conformidad de la cosa con los principios no es clara, entonces considera si se acerca, o no a ellos, y tiene por más verosímil aquello, que nota tener mayor conformidad con tales principios. Sea ejemplo: Dice Euclides, que todas las lineas que en un círculo van desde la circunferencia al centro son iguales, y que en todo triángulo los tres ángulos equivalen a dos rectos: el entendimiento halla tanta conformidad entre estas cosas, y los primeros principios, que con un poco de atención fácilmente asiente a ellas. Dice Copérnico, y antes de él algunos antiguos, que la tierra da cada día una vuelta entera sobre su eje, y que en un año la da alrededor del Sol, que supone estar en el centro del mundo; y considerando el entendimiento, que no se conforma este hecho que refiere Copérnico con las verdades que alcanzamos con los sentidos, le mira con desconfianza.

56 Regla cuarta: Para creer los hechos contingentes y expuestos a los sentidos, no basta que sean verosímiles: es menester también que alguno asegure su existencia. Si los hechos son contingentes pueden existir, y dejar de existir, esto es, considera el entendimiento, que la existencia de ellos se puede conformar con los principios de la razón humana, y también la no existencia: por consiguiente, atendida la naturaleza de los hechos contingentes, tan verosímil es que existan, como que dejen de existir. Para que el entendimiento, pues, pueda asentir a su existencia, es menester que haya quien la asegure con la experiencia. Por ejemplo: Es cosa contingente que se dé, o no una batalla, y el entendimiento ninguna oposición halla con los principios de la razón cuando considera que la ha habido, y cuando considera que no la ha habido; pero si después hay algunos que atestiguan haberse dado la batalla, entonces asiente a eso, porque demás de la verosimilitud intrínseca que en sí lleva el hecho, se añade el testimonio experimental que inclina al asenso. Piensa también el entendimiento, y mira como verosímil la existencia de una Puente de un solo arco, y de trescientos pies de longitud: mírala como verosímil, porque la fábrica de semejante Puente no se opone a las reglas ciertas de la arquitectura; pero no obstante para creer su existencia es necesario que alguno atestigüe haberla visto, como en la realidad la han visto muchos en la China.

57 Regla quinta: Para creer los hechos contingentes no sólo es necesario que sean verosímiles y probados por testigos, se ha de atender también la calidad de los que atestiguan, y la grandeza, o pequeñez del hecho antes de dar el asenso.
Las cosas que se sujetan a nuestros sentidos, antes de creerlas, hemos nosotros mismos de examinarlas, y así nos aseguraremos de la verdad, porque todos los hombres pueden engañarnos, unos por malicia, otros por ignorancia: con que si nosotros mismos examinamos la cosa, no estaremos tan expuestos al error. Fuera de esto, los hechos han de observarse de manera, que se eviten los errores que los sentidos ocasionan, y esto lo podremos hacer nosotros mismos con mayor satisfacción que otros, de quien dudamos si han puesto la atención necesaria. Añádese, que es muy común equivocar los hombres las sensaciones con los juicios que las acompañan, y de ordinario cuando nos cuentan un suceso nos dicen el juicio que hacen de él, y no la percepción que han tenido.

58 Cuando los acontecimientos son pasados, o suceden en lugares distantes, donde nosotros no podemos hallarnos para asegurarnos de ellos, supuesta su verosimilitud, no resta otra cosa para creerlos, que atender la calidad de los que nos los cuentan, o la gravedad de los mismos hechos. La calidad de los testigos es de gran peso para inclinarnos al asenso. Porque si nos cuenta una cosa un hombre, que sabemos que suele mentir, ya no lo creemos, y dudamos si miente también cuando nos refiere el suceso (a).
(a) Ubi semel quis pejeraverit, ei credi postea, etiamsi per plures Deos juret, non oportet. Cicer. Pro C. Rabir. Posthumo.
Por el contrario, si el que refiere una cosa es hombre de buena fé, y amante de la verdad, da un gran peso a lo que dice; bien que para creer las cosas que nos dicen los hombres de bien no basta su buena fé, es menester que sean entendidos de suerte, que no dejen engañarse por los sentidos, ni por la imaginación, ni hayan precipitado el juicio, ni le tengan preocupado: porque si un hombre veraz no evita los errores que las cosas sobredichas ocasionan, fácilmente juzgará de lo que se le presenta, y con la misma facilidad creerá cuanto otros le dicen, y tal vez nos comunicará las cosas, no como en sí son, sino del modo que él las cree. Por ejemplo:
Nadie cree a Filostrato entre los antiguos, porque todos saben que fue insigne embustero (
Boccaccio toma este nombre para uno de los personajes del Decamerón).
Juan Annio de Viterbo, el P. Herman de la Higuera son despreciados de todos los hombres de juicio, porque descubiertamente, y de intento han engañado a muchos, fingiendo aquel inscripciones antiguas, y este libros apócrifos, como son los Cronicones de Flavio Dextro, y otros que ha rechazado D. Nicolás Antonio.
Paracelso dijo infinitas mentiras, y los Alquimistas son gente mentirosísima, de suerte, que ya los que conocen sus artificios, no creen los hechos con que aseguran haber convertido en oro los demás metales.

59 Pero se ha de advertir, que los que así engañan son pocos, si se comparan con los que nos engañan con buena fé, y por sobrada creencia. Así en la Medicina como en la Historia pueden señalarse muchos, que traen hechos falsos, y ellos los tuvieron por verdaderos. Dioscórides asegura muchas cosas falsísimas. Lo mismo hacen los que creen fuera de propósito las virtudes de muchos remedios. Cuando los que aseguran una cosa son hombres de buena fé, aunque una, u otra vez falten a la verdad, porque no examinaron debidamente el suceso, no han de tratarse como los que son mentirosos, antes por el contrario conviene oír lo que refieren, combinarlo con lo que otros dicen sobre el mismo asunto, ver si han puesto la atención necesaria para asegurarse de la verdad, atender todas las circunstancias del hecho, y en fin observar la gravedad, o pequeñez de la cosa que cuentan, y bien examinadas estas cosas, inclinarse al asenso o disenso.

60 La grandeza de la cosa es de suma consideración, porque fácilmente creemos aquello que observamos cada día, y en las cosas fáciles de acontecer no necesitamos de grandes testigos. Por el contrario, cuando son las cosas muy extrañas, y muy grandes, necesitamos de grandes pruebas para creerlas, porque por ser extrañas están fuera de nuestra común observación, y así para darlas el asenso es menester que los que las aseguran sean veraces, desapasionados, buenos Lógicos, y amantes de la verdad; y si les faltan estas circunstancias, no han de ser creídos. Los milagros son hechos estupendos, y su existencia es certísima; pero no son tan comunes como piensa el vulgo.
La razón es, porque en el milagro se excede el orden de la naturaleza, de suerte, que es una operación superior a las fuerzas naturales; de que se sigue que el hombre, o quiere verle para que le crea, o a lo menos desea asegurarse de él por testigos que no le engañen. Esto se funda en que el entendimiento no tiene otro camino para juzgar de las cosas expuestas a los sentidos, que el de la experiencia, y esta puede ser propia, o ajena; de suerte, que la que otros hacen nos asegura la cosa del mismo modo que la nuestra, si por otra parte estamos asegurados de la rectitud con que observan los demás las cosas que nos refieren, y estamos ciertos de su buena fé. Esto supuesto, se ve quan temerariamente niegan algunos Sectarios la existencia de los milagros sólo porque ellos no los ven; y con cuanta imprudencia niegan el crédito a algunos Varones, que por su santidad y sabiduría deben ser creídos. Refiere S. Agustín, que las reliquias de los Santos Mártires Gervasio, y Protasio se aplicaron a un ciego, que ya muchos años lo era, y recobró milagrosamente la vista. Ninguno, si no es insensato, puede negar en esto la fé a S. Agustín, porque era este Santo Doctor enemigo y capital perseguidor de la mentira: sabía cómo habían de observarse las cosas expuestas a los sentidos como el que mejor: refiere un hecho, que si fuera falso, tuviera contra sí todo el pueblo de Milán, que le daría en rostro la mentira. Lo mismo ha de decirse de otros milagros, que refieren Varones santos, sabios, y de inviolable integridad. Por el contrario, algunas cosas prodigiosas que refieren los Gentiles, y no hay otra prueba que el rumor del pueblo, no han de creerse, porque por ser las cosas extrañas, y naturalmente imposibles, no podemos inclinarnos a creerlas, cuando la autoridad de los que las refieren no es de ningún momento. Así ningún hombre de juicio creerá los prodigios que Livio refiere haber acontecido en la muerte de Rómulo y otros semejantes.

61 Pero por ser los milagros operaciones superiores a la naturaleza, no es de creer que sean tan comunes como piensa el vulgo, ni que Dios, único autor de ellos, invierta con tanta frecuencia el orden natural de los cuerpos por cosas pequeñas, y por motivos de ningún momento.
Por esto alabaré siempre la precaución de aquellos, que en estas cosas proceden con gran cautela, y no las creen ligeramente, sino que las averiguan con riguroso examen. El santo Concilio de Trento mandó, que no se publicasen milagros sin aprobación del Ordinario Eclesiástico, y en algunas Sinodales nuestras se previene, que no se pongan en las Iglesias las señales que suelen ponerse por indicio del milagro, sin la aprobación del mismo Ordinario.
En efecto son raros los verdaderos milagros, si se comparan con los fingidos;
y creo yo, que la falsa piedad, el
zelo indiscreto, y la ignorancia de algunos ha llenado de milagros supuestos, así los libros como los entendimientos de la plebe; y se ha de notar, que de esto se sigue un gran perjuicio, porque los Herejes viendo publicar tantos falsos milagros, niegan los que son verdaderos, creyendo que todos se publican con engaño; y por otra parte siendo los milagros testimonios evidentes de la verdad de nuestra santísima Religión, apoyar los que son falsos, y tenerlos por verdaderos, es alegar un testimonio falso para probar una cosa que es la misma verdad (a).
(a) Numquid Deus indiget vestro mendacio, ut pro illo loquamini dolos? Job.13 .7.

62 Regla sexta: Un solo testigo puede ser de mayor autoridad que diez mil, y por consiguiente con mayor razón podemos a veces creer a uno solo, que a muchísimos. Si yo sé que Ticio es hombre de buena fé, que sabe muy bien evitar los errores que pueden ocasionarle los sentidos y la fantasía, que no está preocupado, ni ha precipitado su juicio, y me asegura una cosa, le creeré mejor que a diez mil, y que a todo un gran Pueblo; y del mismo modo si Ticio, a quien yo considero tan entendido y veraz, afirma una cosa, y todo un Pueblo la niega, estaré de parte de Ticio contra toda la multitud. La razón es, porque nosotros debemos creer, que Ticio después de haber puesto todo el cuidado posible en asegurarse de la verdad, no se ha engañado; y si cualquiera de nosotros hubiera de asegurarse de la misma cosa, no aplicaría para lograrlo otros medios que los que Ticio ha aplicado, ni la razón humana pide otras prevenciones para creer las cosas. Pero el Pueblo por lo común no evita la preocupación, de ordinario precipita el juicio, y en lo que no le sea común se porta como los niños.
De aquí nace que la multitud se engaña frecuentísimamente en sus juicios sin conocerlo, y muy raras veces nos informa de la realidad de las cosas.

63 Según esta regla puede hacer mayor fé un solo historiador que quinientos: y si yo leo a un historiador que escribe desapasionadamente, que dice la verdad sacrificando intereses, y despreciando dignidades, que es buen Lógico, y razona bien, y que ha aplicado las diligencias necesarias para enterarse de lo que dice, tiene para mí mayor autoridad que otros muchos que, o no tienen estas circunstancias, o se gobiernan por la multitud.

64 Esta regla puede también extenderse a aquellos que examinan los hechos pasados, y para eso se valen de medallas, inscripciones, y historias; porque un hombre solo que sepa bien distinguir los monumentos antiguos y verdaderos de los que se han fingido en nuestros tiempos, y que conozca el carácter de cada historiador, para distinguir lo que es propio de cada uno, o lo que es intruso, y sepa usar de las reglas de la Lógica, será de mayor autoridad que otros mil que ignoren todas estas cosas, o la mayor parte de ellas.

65 Regla séptima: Un Autor coetáneo a un suceso es de mayor autoridad que muchos, si son posteriores. La razón es; porque el Autor coetáneo averigua por sí mismo las cosas, y así se asegura mejor de ellas (a). Los Autores que después del suceso hablan de él, o se fundan en la autoridad del coetáneo, o en la tradición. Si se fundan en la fé del Autor coetáneo, no merecen otro crédito que el que se debe dar a este: si se fundan en la tradición, se ha de ver, si algún grave Escritor, que tenga las calidades arriba expresadas, se opone, o no a ella. Si se opone, ha de ser de mayor peso la autoridad de aquel Autor solo, que la de todo el Pueblo: si la confirma, entonces la tradición se hace más firme. Hablamos aquí solamente de las tradiciones puramente humanas y particulares, porque sabemos muy bien, que las Apostólicas son de autoridad infalible, como que pertenecen a la fé divina. Y se ha de advertir, que las tradiciones humanas de que hablamos, aunque pertenezcan a cosas de Religión, están sujetas a la regla propuesta. D. Nicolás Antonio se opone a muchas tradiciones particulares que se habían introducido por los Cronicones, y sola la autoridad de tan grande Escritor es de mayor peso para los hombres de juicio, que todo el común que las admite. Cuando las tradiciones particulares de una Ciudad, de un Reyno, o de una Provincia tienen mucha antigüedad, y no hay Autor grave que haya sido coetáneo a su establecimiento, ni que las contradiga, ni son inverosímiles, entonces será bien suspender el juicio hasta que con el tiempo se descubra la verdad: porque todo un Pueblo, o un Reyno, que cree una cosa por sucesión de siglos, sin haber en contrario especial prueba positiva, merece fé; y como no sea esta tan grande, que nos obligue al asenso, será bien suspenderle.
(a) Testium eo major est fides quo a re gesta propius abfuerunt, adeo ut aequalium certior sit quam recentiorum, praesentium quam absentium,

certissima vero fit eorum qui rem oculis suis inspexerunt. Huet. Demonstr. Evang. Axiom. 2.

66 Las fábulas de los Gentiles empezaron por algún suceso verdadero, y se propagó por la tradición; de suerte que cada día añadía el Pueblo nuevas circunstancias falsas y caprichosas, que oscurecían el hecho principal, de manera, que al cabo de algún tiempo estaba enteramente desfigurado. Después los Poetas dieron nuevo vigor a la tradición del Pueblo, y así la querían hacer pasar por verdadera, cuando no contenía otra cosa que mil patrañas. Y se ha de notar, que de ordinario solemos creer con facilidad las cosas pasadas, aunque sean falsas, con tal que las leamos en algún Autor que haya sido ingenioso, y haya sabido ponderarlas: cosa que observó Salustio en los Atenienses, como ya hemos dicho. Algunas tradiciones particulares hay entre los Christianos, que tuvieron su principio en algún hecho verdadero, después tan desfigurado con las añadiduras del Pueblo y con la vehemencia de Escritores poco exactos, que ya no parecen sino fábulas. Pero son fáciles de conocer las que llevan el carácter de la verdad, de las que son falsas, porque aquellas son uniformes en todas sus circunstancias, y correspondientes al fin a que pueden dirigirse; por el contrario estas son diformes, y más parecen consejas y hablillas que realidades.


67 Regla octava: Los hechos sensibles afirmados unánimemente por testigos de distintas naciones, de diversos institutos, de opuestos intereses, y de distintos tiempos, han de tenerse por verdaderos. La razón es, porque son menester pruebas muy claras para que crean una cosa los hombres de diversas sectas, y de opuestos intereses; pues como cada uno suele afirmar o negar las cosas según la conveniencia y la pasión, es preciso que para que las gentes de diversas inclinaciones y intereses crean uniformemente una misma cosa, sea tan clara la verdad de ella, que no haya duda ninguna. Cicerón se aprovechó del consentimiento general con que todas las naciones adoran alguna Deidad, para probar la existencia de Dios, porque aquel general consentimiento prueba que a todos se presenta la noción de un Ser infinito, y adorable; bien que por el error de la educación, o de las pasiones alteraron muchos este conocimiento, y dieron el culto a quien no debían. Este consentimiento general de todos los Sabios de todas las naciones, y de todos los tiempos, nos hace estar ciertos de que hubo Filósofos Griegos, que hubo Oradores Romanos, que hubo Aristóteles, Cicerón y otros Héroes de la Gentilidad (a). Por el mismo sabemos que hubo Alexandro Magno, que fueron ciertas las guerras entre Pompeyo y César, y que hubo un Escritor de la Historia Romana llamado Tito Livio.
¿Será bien, pues, creer a uno, u otro que ridículamente ha pensado, que ni hubo tal Cicerón, ni tal Alexandro, ni hubo Tito Livio, sino que todos estos fueron fingidos? Ya se ve que ninguno pensará tan desatinadamente, sino es que esté privado enteramente de la razón.
(a) Platonis, Aristotelis, Ciceronis, Varronis, aliorumque hujusmodi Auctorum libros, unde noverunt homines quod ipsorum sint, nisi eadem temporum sibimet succedentium contestatione continua? S. Augustinus lib. 33. contra Faustum, capit. 6.

68 Regla nona: El silencio de algunos Escritores suele ser prueba de no haber acontecido un hecho. La prueba con que algunos Críticos intentan negar un hecho por el silencio de los Escritores coetáneos, o poco posteriores, es llamada argumento negativo; y aunque muchos le tienen por de poca fuerza, no hay que dudar que algunas veces es bastante por sí solo para negar un suceso.
Juan Launoy dio mucha fuerza a este argumento en un discurso que compuso sobre esto. Como tomó con demasiado extremo muchos asuntos, lo hizo también en este, de modo, que todo hombre cuerdo debe leerle con alguna desconfianza, y armado de buena Lógica. Juzgo, pues, que son menester dos cosas para que tenga fuerza el argumento negativo. La primera es, que los Autores coetáneos al suceso, o poco posteriores hayan podido notarlo, esto es, no hayan tenido el estorbo de decir la verdad por respetos humanos, o por miedo: que hayan tenido ocasión de observar el hecho, o de asegurarse de él, y que tuvieran facilidad de escribirle. La segunda circunstancia es, que los Escritores debieran haber notado aquel hecho; porque aunque hayan podido, si no se han considerado obligados, pueden haberle omitido, o por ocupación, o sólo porque de ordinario dejamos de hacer muchas cosas, si nos parece que no tenemos obligación, ni hay necesidad de ejecutarlas. Si algunos Escritores coetáneos, pudiendo y teniendo obligación de notar algún suceso, no lo han hecho, es prueba de no haber acontecido; y aunque algunos otros le afirmen en los tiempos venideros, han de considerarse de poco momento. Bien es verdad, que para hacer buen uso del argumento negativo, es menester gran juicio y atinada crítica, y haber leído muchos Autores, y en especial todos los de aquel tiempo en que aconteció la cosa, porque puede suceder que creamos que ningún Autor lo ha dicho sin haberlos visto todos, lo que es precipitación de juicio (a). (a) Necesse est nedum singulos evolvisse Scriptores ex quorum silentio tale argumentum eruitur, sed insuper nullatenus ambigere, num aliqui nobis desint, qui fuerint ipsis contemporanei. Contingere namque potest, quod Auctor, cujus scripta ad nos minime devenerint, rei alicujus mentionem fecerit, quae tamen a caeteris fuerit praetermissa. Praeterea manifesta quadam ratione certi simus oportet, quod nihil, de iis quoe evenerunt in materia de qua agitur, Scriptorum illius aevi qui nobis supersunt, solertia praeterierit. Mabillon de Stud. Monast. p. 2. cap. 13.

69 Con la buena aplicación de estas reglas podremos distinguir los escritos que son de algún Autor de la antigüedad, y los que son espúreos. Siempre la codicia ha introducido cosas falsas para adulterar las verdaderas, y en los libros sucede lo que en las drogas, viciando los Mercaderes las buenas, y corrompiéndolas con la mezcla de las que no son legítimas. Y es cosa averiguada, que los Escritores cuanto han sido más famosos, tanto han estado más expuestos a la falsificación, porque los codiciosos han publicado varios libros en nombre de algún Autor acreditado, no conteniendo a veces sino rapsodias indignas del Autor a quien las atribuyen. Para distinguir, pues, los escritos legítimos de los espúreos, se ha de atender la tradición, y consentimiento de los otros Escritores, o coetáneos o poco posteriores, porque si estos están conformes se han de tener por legítimos; pero si dudan algunos se ha de considerar entonces la calidad del que duda, y así podrá gobernarse el entendimiento para no errar en estas cosas. Se ha de atender también para conocer los Escritos de un Autor el modo con que habla este en aquellos que nadie dudare ser suyos, y se han de comparar unos con otros. Así se ha de atender el estilo, la fuerza de la imaginación, la rectitud de juicio del Autor, se ha de saber en qué tiempo vivió, y se ha de notar si se contradice en cosas de importancia, o habla de cosas posteriores a su tiempo, porque con todas estas prevenciones se podrán bastantemente distinguir los escritos que sean legítimos, y los que sean falsamente atribuidos. Por ejemplo: Hipócrates escribió los libros de los Aforismos, de los Pronósticos, y algunos de las Epidemias; y no dudando nadie que estos escritos sean legítimamente de Hipócrates, observamos que habla con gravedad, sencillez, brevedad, y precisión, y que sus descripciones históricas de las enfermedades son exactas, y conformes a las que otros Griegos hicieron; y no observándose estas cosas en algunos otros de los escritos que andan impresos con el nombre de Hipócrates, por eso no han de tenerse por suyos. En efecto, Gerónimo Mercurial, Daniel Le-Clerc y otros Médicos críticos, no sólo han tenido por espúreos muchos de los libros atribuidos a Hipócrates, sino que hacen varios Catálogos para separarlos de los verdaderos, asunto que he tratado con extensión en mis obras Médicas. En las cosas de Religión sucede lo mismo, pues el Evangelio de Santiago, el de San Pedro, y otros muchos fingidos, de que trata Calmet en una disertación que compuso de propósito sobre los Evangelios apócrifos, son libros que formaron los Herejes, y para autorizarlos los atribuyeron a Autores de mucha reputación; y esto es lo que obligó al Papa Gelasio en el Concilio que celebró en Roma hacia los fines del siglo quinto, a declarar semejantes libros por apócrifos, y formar el catálogo de ellos tan sabido de los Críticos.

70 Debo aquí advertir, que para hacer buen uso de estas reglas, se han de considerar como he dicho todas las calidades del Autor, cuyos escritos se pretenden averiguar; y no basta gobernarse por sólo el estilo, como hacen algunos, porque no es dudable, que los Autores suelen variar mucho los estilos, y un mismo sujeto escribe de un modo en la juventud, y de otro en la vejez, cosa que ya observó Sorano, antiguo Escritor de la vida de Hipócrates, en las obras de este insigne Médico; bien que como los estilos siguen los genios y natural de los Escritores, duran aquellos al modo de estos toda la vida. Por donde se ha de reparar si la mudanza es sólo en alguna cosa de poco momento, o en todo el artificio y orden de la oración; pues aunque en parte mude un Escritor de estilo, en el todo suele guardar uniformidad. La razón es, porque el estilo especial que cada Escritor tiene, nace en parte de los afectos, inclinaciones, ingenio, imaginación, y estudio; y aunque estas cosas suelen mudarse en diversas edades, y tiempos; pero no suele ser general la mutación. Por esto si en un escrito se halla, que la diversidad de estilo es de poca importancia, comparada con los escritos genuinos de un Autor, no bastará aquella mudanza para tenerle por espúreo; y si la diferencia fuese notabilísima, da vehementes sospechas de ser supuesto, y falsamente atribuido.

71 Regla décima: En las cosas de hecho y de doctrina, para admitirlas, es preciso considerar las pruebas y fundamentos de ellas, sea quien quiera el Autor que las afirma. Esta máxima es importantísima en el uso de las Artes y Ciencias humanas, en el trato civil, en la política, y económica, y otras semejantes ocurrencias, en que hemos de saber las cosas que los hombres nos comunican. Fúndase esta regla en que todo hombre es falaz, y ninguno hay que no suela preocuparse, o precipitar el juicio, ni todos saben hacer buen ejercicio de los sentidos, ni evitar los errores que ocasionan las pasiones, y la imaginación: por consiguiente a nadie hemos de creer sobre su palabra, sino sobre sus razones. Fuera de esto no debemos cautivar nuestro entendimiento en obsequio de lo que los demás hombres piensan, porque esto es privilegio especial de Dios, a cuyas voces hemos de sujetar nuestra creencia sin examen. Pero como cada uno de nosotros tiene derecho a no ser engañado, y por experiencia incontrastable sabemos que los hombres están expuestos al error, y que todos nos pueden engañar, o por ignorancia, o por malicia, por esto a nadie se debe creer absolutamente y por sí, sino solo según las pruebas que alegare. El creer ciegamente a los hombres sin discernimiento y sin examen, ha hecho que en muchos libros no se halla la verdadera Filosofía, sino lo que dijo Aristóteles, o Averrohes, o Cartesio, o Newton; y es cosa comunísima ver, que no tanto se intenta convencer la verdad con las pruebas fundadas en la razón, como en la autoridad de los hombres que pueden engañarnos, y que sólo han de convencernos por las razones con que apoyan sus dictámenes. Así que el hombre ha de gobernarse por la razón, y esta es la que en las Ciencias humanas ha de obligarle al asenso. Y es bien cierto, que los referidos Autores no siguieron en muchas cosas a los pasados, y el mismo derecho tenemos nosotros, y la misma libertad para seguirlos, o para no creerlos. Cuando yo veo a los Médicos, y en especial a los Letrados, que para probar un asunto citan doscientos Autores hacinados, y lo suelen hacer para confirmar una verdad notoria de las que llamamos de Pero Grullo, y no trabajan en otra cosa, que en amontonar citas, me maravillo del poco uso que hacen de la razón, siendo cierto que toda aquella multitud no puede contrarrestar a una sola razón solida y bien fundada, que haya en contrario. Añádese, que entre los Escritores crédulos suele suceder, que unos afirman lo que leyeron en otros sin haberlo examinado, estos lo que vieron en aquellos, y así acontece, que uno solo inventó una cosa, y son diez mil los que la apoyan, sin otro fundamento que verla escrita los unos en los otros.
Por esto no han de extrañar los Médicos, ni los Filósofos, ni los Letrados, que un Autor solo pretenda prevalecer sobre muchos, cuando son sólidas y firmes las razones con que intenta combatirlos. Ya se ve, que hombres muy críticos, y desengañados de estas cosas, suelen citar también muchos Autores para probar una opinión; pero tal vez se ven obligados a hacerlo así, porque no son estimados los escritos donde falta esto, y harán juicio que es preciso algunas veces no filosofar contra el vulgo. Fuera de que, si un Autor que se ha adquirido crédito por su exactitud afirma una cosa con buenas pruebas, es conducente su testimonio. En efecto es moda citar para cada friolera cien Autores. El célebre Heineccio (
Heicnecio), burlándose de los Abogados, que ponen la fuerza de la justicia en el número de las citas, dice, que un Letradillo citó en cierta ocasión a Salgado en el célebre tratado de Somosa, siendo así que Somosa (Somoza) no es tratado, sino apellido de aquel Autor (a).

(a) Heicnece. Praef. in Elementa Juris Civilis.


Hasta aquí hemos hablado de las citas importunas, aun siendo legítimas: qué diremos de las infinitas citas falsas que hay en los libros, en las conversaciones, y en los alegatos? La vanidad, el poco amor a la verdad, y el interés hacen traer citas vanísimas y falsas para captar con ellas a los incautos, y adquirirse reputación de doctos. Cómo se ha de tolerar el que esté uno sosteniendo disparates, o a lo más una cosa de pura opinión, y no se le
caiga de la boca: Todos los Autores lo dicen? como si hubiese quien los haya visto todos: como si pudiesen juntarse todos en cosas opinables. Dejo lo poco que se estudia, lo mucho que se habla, la fanfarronería que domina, las artes de truncar textos, la mala fé para seducir, y otras tergiversaciones que se usan entre los hombres; pues todas estas cosas nos han de tener desconfiados de sus aserciones, haciéndonos entender que nuestra creencia sólo se ha de dar a sus pruebas, y a las razones en que fundan lo que afirman.

72 Según esto, dirá alguno, no ha de creerse a los Maestros, ni a los peritos.
Yo siempre aconsejaré, que no se crean unos, ni otros ciegamente, y sobre su palabra, sino por las razones de su doctrina; y nada es más conducente que respetar a los Maestros y a los peritos, y no jurar en defensa de sus palabras y sentencias. Así será conveniente que los discípulos, en aquellas cosas a que alcanzaren sus fuerzas, examinen las máximas de los Maestros, y las crean cuando las hallen conformes con la razón; y si no están instruidos bastantemente para examinar la doctrina del Maestro, es menester recibirla con la presunción de que lo que este enseña, lo habrá averiguado; pero nunca se han de recibir las máximas de los Maestros, ni mantenerse con terquedad y obstinación, porque suele suceder que con el tiempo se halla el discípulo dispuesto a examinar las opiniones del Maestro, y no pareciéndole conformes a la verdad, las rechaza y muda de dictamen; y otras veces acontece, que por recibir muchos desde la niñez, y mantener después porfiadamente las máximas de los malos Maestros, son infelices perpetuamente. Esto lo notó muy bien un nuevo Impugnador (a : Cris. de Critices arte, pág. 146.) de la Crítica, el que ciertamente hiciera resplandecer más sus buenos talentos, si no se manifestase tan severo protector de las opiniones vulgares. En cuanto a los peritos es necesario no creerlos sobre su palabra, porque acontece que el Pueblo tiene por peritos a los que no lo son, y para no ser engañados es preciso que oigamos sus pruebas. Esta sola razón es bastante para que los hombres no se contenten con el estudio de una ciencia, porque teniendo noticias de muchas cosas, no será tan fácil que les engañen los peritos de que han de fiarse; y por esta ignorancia sucede, que un gran Teólogo busca para curarse a un mal Médico, y un buen Filósofo yerra en la elección del Letrado para mantener y guardar su hacienda. Finalmente importa mucho considerar, que para creer a los hombres, y seguir sus opiniones, las hemos de hallar conformes con los principios fundamentales de la razón humana: y nos ha de constar, que el que afirma una cosa ha puesto la atención necesaria para alcanzar la verdad de ella, y que sabe hacer buen uso de los sentidos, y evitar los errores que ocasionan las pasiones, la memoria, y la imaginación, y usa de buena Lógica; y constándonos de todo esto, podremos inclinar nuestro asenso:
y hacerlo sin estas precauciones, es creer con ligereza. Por esto, sabiendo que de ordinario los hombres se gobiernan más por las pasiones, y representaciones de la fantasía, que por la razón, no hemos de creerlos sobre su palabra, sino sobre las pruebas que alegan.

73 Muchas veces acontece, que damos asenso a las opiniones y dictámenes de los hombres autorizados, o por su carácter, o por sus riquezas, y en esto nos preocupamos fácilmente, porque creemos que a las dignidades, honras, y riquezas suele acompañar la ciencia, y la inteligencia de las cosas; y aunque algunas veces andan juntas las dignidades con los merecimientos, pero dejan de acompañarse en muchas ocasiones, y esto nos puede hacer suspender el juicio (a). (a) Dives loquutus est, & omnes tacuerunt, & verbum illius usque ad *nubes perducent. Pauper loquutus est, & dicunt: Quis est hic? Et si offenderis, subvertunt illum. Ecclesiastic. Cap. 13. vers. 28. & 29.
Añádese, que a los tales ordinariamente los juzgamos tan hábiles como quisiéramos ser nosotros mismos; y ya notó muy bien Cicerón (a), que la autoridad que se funda en los títulos, y dignidades es de poco peso para obligarnos al asenso. La experiencia por otra parte muestra, que hombres constituidos en grandes dignidades han adoptado opiniones ridículas y vanísimas: y discurriendo por la antigüedad, fuera fácil traer a la memoria muchos ejemplos; de suerte, que apenas se hallará Ciencia alguna, en que no se hayan extraviado sujetos de mucho carácter, admitiendo errores, y propagándolos como verdades certísimas. La conclusión es, que el que sepa evitar los errores de las pasiones, del ingenio, memoria, sentidos, imaginación, gobernándose con buena Lógica, será gran Crítico, y conocerá los defectos literarios de los demás para enmendarlos, y no caer en ellos.


(a) Persona autem non qualiscumque testimonii pondus habet; ad faciendam enim fidem auctoritas quaeritur; sed auctoritatem, aut natura, aut tempus offert. Naturae auctoritas in virtute inest maxime. In tempore autem multa sunt, quae afferant auctoritatem: ingenium, opes, *aetas, fortuna, ars, usus, necessitas, concursio etiam nonnumquam rerum fortuitarum. Nam & ingeniosos, & opulentos, & aetatis spatio probatos dignos, quibus credatur, putant: non recte fortasse, sed vulgi opinio mutari vix potest, ad eamque omnia dirigent, & qui judicant, & qui existimant. Cic. Top. Ad Treb. p. 672.

Capítulo XV. De la Opinión.

Capítulo XV.

De la Opinión.

47 Cuando el entendimiento, o por los primeros principios, o por las demostraciones, alcanza claramente la verdad, queda convencido y satisfecho, porque posee el bien a que aspira; mas cuando se aplica a saber una cosa, y no ve la conformidad de ella con los principios ciertos de discurrir, queda con desconfianza y temor (en latín formido) y este conocimiento es el que se llama opinión: de modo que la opinión es un concepto mental con que el hombre no ve, ni descubre claramente su conformidad con las primeras verdades. Mas si llega a entrever la conformidad de lo que busca con los primeros principios, se llama este concepto verosímil, y si se puede fortalecer con argumentos se llama probable, bien que siempre queda en la esfera de dudoso, lo que no puede demostrarse por sus principios fundamentales. De dos maneras se forman las opiniones. El un modo es cuando hay principios que pueden servir para la certidumbre, y el entendimiento, o no los alcanza, o no ve los medios de llegar a ellos. Los que en las Ciencias estudian poco y sin buena guía, aunque ellas prestan principios fundamentales, se gobiernan por meras opiniones, porque ni saben los principios, ni pueden enlazar sus conceptos con las verdades fundamentales. Lo mismo sucede a los que quieren hablar de las Artes, que no profesan, ni conocen; porque ¿cómo pueden fundar sus discursos en un asunto, en que ignoran los principios, que han de servir de basa a sus razonamientos, y los medios de enlazar estos principios con sus conceptos? Si los hombres se contuvieran en los límites de la razón, no serían tan temerarios en juzgar de lo que no entienden, y dejarían que cada cosa la manejasen los que son verdaderamente peritos en ella. En los poderosos es donde está más arraigado este defecto. Crece en ellos el amor propio con el poder, y como son superiores a los demás en la autoridad, lo quieren ser también en el entendimiento, siendo así que este no reconoce otra superioridad que la de la razón. El hombre mientras pueda no ha de gobernarse por opiniones, y debe aspirar a la demostración: para esto es menester que se instruya en los principios fundamentales del saber, que procure conocer las cosas, y formar definiciones, y divisiones de ellas, que trabaje en descubrir sus causas, y en distinguirlas por sus propios signos, y así de grado en grado ir caminando hasta hermanar sus conceptos con las verdades primitivas. Si esto se hiciera así, mayor sabiduría tendrían los hombres; mas lo que sucede es, que por lo común, y en las más de las cosas somos como una tropa de niños, que creen haber en la cima de un monte encumbrado y áspero frutas de su gusto, y no las pueden lograr, porque ni tienen fuerzas, ni saben los caminos, cuando los hay, para subir a ellas. He dicho cuando los hay, porque nuestros mayores han trabajado en abrir las sendas para hallar la verdad, y somos tales, que por ignorancia, desidia, o mala instrucción, no las seguimos, y así nos gobernamos con opiniones vanísimas. Si esto hacemos en los caminos abiertos, ¿qué se podrá esperar de nosotros en el discurso de las cosas en que todavía están por descubrir? No sin fundamento algunos han llamado a la opinión Reyna del mundo, por lo poco que se cuida de averiguar con certeza la verdad. El vulgo ínfimo que suelen llamar de escalera abajo, es en esto de mejor condición que el vulgo alto, que llaman de escalera arriba. El Pueblo que constituye el primer vulgo regularmente se gobierna por las primeras nociones sensibles, y por las más simples combinaciones del ingenio. En lo que es más recóndito recibe la ley de los que tiene por inteligentes, y se subordina. El vulgo elevado no es así, porque se cree capaz de juzgar de todo, y lo hace con gran satisfacción, pero sin conocimiento; de modo, que los errores del Pueblo en cosas substanciales siempre dimanan del vulgo superior a quien mira como Maestro. De esto es un ejemplo continuado el trato del mundo, y debe entenderse de las cosas, que por su asunto y la poca seguridad con que se tratan, quedan en la esfera de opiniones, puesto que son muchísimas las que se tienen por tales, y son manifiestamente falsas. No sólo el vulgo está lleno de opiniones por no atender a los principios fundamentales de la razón, sino también los Filósofos. Newton, hombre de grande ingenio, miró como leyes generales de la naturaleza la gravedad y la atracción, y todas sus operaciones las quiso reducir a estos principios. Que hay gravedad y atracción en algunos cuerpos no se puede dudar; mas que sean estas cosas generales en el universo lo niegan muchos. Demos por ahora que lo sean: ¿por dónde se ha de probar que no hay otras muchas leyes universales en la naturaleza para producir sus obras, que ni pertenecen, ni se pueden reducir a estas? ¿cómo la gravedad y atracción intervienen en la constante producción de flores en la Primavera, y en el caer de las hojas en el Invierno? Las fermentaciones, cocciones, fluidez, y movimientos de los cuerpos fluidos: el sueño y vigilia, los periodos, la generación y corrupción de los animales, y otras innumerables cosas a este modo,
¿qué conexión tienen con la gravedad y atracción? Sé muy bien que Freind, Keil, Mead, todos tres Médicos doctos, han intentado explicar estas cosas por las leyes Newtonianas; ¿pero con qué violencia y extravíos? Si estos Filósofos en sus discursos hubieran tenido mira a todos los principios de la Física, y hubieran considerado todas las leyes de la naturaleza, refiriendo a ellas sus proposiciones, hubieran aprovechado más con su talento para caminar a la certidumbre y la demostración, habiendo ahora quedado sus discursos en los términos de meras opiniones. Lo mismo habían hecho antes los Físicos de las Escuelas. Con sus dos principios de materia y forma, junto con las dotes y calidades que a cada una de estas cosas atribuían, se creían entender cuanto ejecuta la naturaleza. En materia de Religión caminan de la misma suerte muchos sectarios. No admiten más que un principio, que es la Sagrada Escritura; y faltándoles la mira al otro principio, que es la tradición, cometen mil errores, que quieren sostener como fundadas opiniones. Mézclase en esto el amor propio como en todos los conceptos mentales, y con los afectos de interés, de partido, de vanagloria, y otros semejantes se mantienen sin querer examinar y reconocer los verdaderos principios que han de servir de basa a sus discursos. Si el estudio se pusiese en alcanzar los principios radicales de las cosas, no habría, aun entre los Filósofos, tanta diversidad de sentimientos. Al que no está bien instruido en los fundamentos, le parece extraña una verdad, que se puede demostrar. El Geómetra demuestra con toda evidencia, que en el triángulo rectángulo el cuadrado que se forma sobre la hipotenusa, esto es, sobre el lado opuesto al ángulo recto es igual a los cuadrados que se forman sobre los otros dos lados. Esta verdad certísima y evidente parecerá increíble al vulgo, y causará admiración a los Filósofos que no están instruidos en Geometría.
Son muchos los asuntos en todas clases donde sucede lo mismo, pues sólo llegan a la verdad los que entienden los principios; los demás no alcanzan nada, o se confunden con inciertas opiniones.

48 El otro modo de formarse las opiniones consiste en no atarse el entendimiento a las verdades fundamentales, sino tomar en lugar de ellas por principios lo que le sugiere su propio ingenio. Este es el origen de los sistemas, y la raíz de tantas opiniones como reinan entre los literatos. La voz sistema en su rigurosa significación muestra un conjunto de cosas conexas entre sí. Acomodóse en otro tiempo a cosas serias, y vanas. Mas desde que los Filósofos siguiendo a los Astrónomos han aplicado el sistema al orden de pensamientos con que intentan satisfacer las dificultades que ocurren en las cosas, formándose principios arbitrarios para explicarlas, se ha limitado su significación a mostrar las varias opiniones filosóficas, sostenidas con conexión de discursos fundados sobre los referidos principios. En este sentido se opone el sistemático al experimental en lo físico, porque este no admite otros principios que las leyes de la naturaleza conocidas por la experiencia; de modo, que la conexión que guarda, sin salir jamás de la observación, consiste en enlazar unas leyes de la naturaleza con otras, y no deducir consecuencia ninguna que no tenga por antecedentes lo descubierto por la experiencia. El sistemático por el contrario nunca pierde de vista los principios que se ha figurado, y no siendo estos naturales, tampoco son conformes a lo natural sus raciocinios. En mi discurso sobre el Mecanismo se puede ver explicado esto con muchos ejemplos. Si se miran atentamente tantas y tan extrañas opiniones, como se fomentan en las Escuelas, se hallará que, o consisten en la confusión y obscuridad de las voces, o en los principios voluntarios que cada partido toma para defenderlas. Así se ve, que donde quiera que se conforman en los principios, sólo disputan de los adherentes. Esta costumbre ha trascendido a la Teología, donde si sólo se tratasen las cuestiones que pueden resolverse por la escritura y tradición, que son los principios fundamentales de la Religión Christiana mantendría la majestad que le es propia; mas como dejado este camino se mueven dudas de cosas que no hay principios ciertos para resolverlas, puesto que ni constan por la tradición, ni por las Escrituras, se buscan para su resolución principios tomados de la Filosofía, la cual, como toda la que se usa en las Escuelas es sistemática, hace también sistemática la Teología. Obsérvense atentamente las ruidosas discordias sobre la Ciencia de Dios, sobre la Gracia, sobre el libre albedrío del hombre, y la combinación de estas cosas entre sí, y se verá que las disputas se mantienen porque quieren explicar, cada uno según su partido, de un modo humano lo que es divino, esto es, lo que es recóndito en los altísimos senos de la Sabiduría Divina: y lo que no se ha manifestado a los hombres por medio de la Escritura y tradición, lo quieren alcanzar por sus pensamientos puramente humanos, como si los inmensos atributos de Dios estuvieran sujetos a la flaqueza de los hombres. Cuidad mucho, decía el Apóstol, no os engañe alguno con la Filosofía (Epist. ad Colossens. c. 2. v. 8.)..... mis palabras no se fundan en las persuasiones de la humana sabiduría (Paul. ad Corinth. epist. I. c. 2. v. 4.). En los libros donde se trata la Moral Christiana es donde hay más opiniones, debiendo ser donde hubiese menos. Es sumamente perjudicial a la Religión y al Estado el estampar tantas Sumas de Moral llenas de opiniones, y escritas con tan poca cultura, que más parecen libros para las Barberías que para las Iglesias. Si las costumbres han de gobernarse por lo que enseñan las Divinas letras, las tradiciones Apostólicas, la doctrina de los Padres, los cánones de los Concilios, que son los principios fundamentales de la Moral: ¿cómo han de dirigirlas los que sólo estudian unas Sumas, donde lo que se trata no se reduce a estas verdades fundamentales? Si el Derecho Natural y de Gentes, y la razón instruida de estos principios, puede aprovechar muchísimo a ilustrar las verdades católicas sobre las costumbres: ¿qué se ha de esperar de unos libros, donde no se trata nada de esto, ni sus Autores por la mayor parte han cultivado este estudio; antes bien muchos de ellos hacen alarde de despreciarlo?
El Padre Concina en una erudita Disertación que compuso sobre esto, intenta probar que el Moralista que da dictámenes de conciencia sin estudio fundado de las Divinas Escrituras, de los Padres, y de los Concilios, falta gravemente a su obligación. En lugar de estos principios substituyen otros arbitrarios que sirven para acomodarlos a sus opiniones. Han tomado por máxima cierta que el Ángel malo por la dignidad de la naturaleza angélica puede todo cuanto hace y ejecuta la naturaleza: añaden otra máxima, que habiendo quedado en los Ángeles malos su ciencia, con ella pueden, aplicando las causas eficientes a los sujetos (activa passivis), obrar cosas maravillosas; de aquí han nacido los vuelos de las brujas, la impotencia respectiva por maleficios, los hechizos, encantos, y otras monstruosidades en que se emplean muchas páginas y se pierde muchísimo tiempo. De los Ángeles buenos y malos, de su ciencia, de su poder, no hay otras noticias que las de las Sagradas Escrituras. La Santa Iglesia, fiel Intérprete de ellas, nada nos manda creer sobre esta potencia tan decantada, y mucho de lo que de ella se dice está fundado en los principios de la común doctrina de las Escuelas, como lo he mostrado en mi discurso sobre la aplicación de la Filosofía a los asuntos de Religión. En fé de esto, el mantener tantas cuestiones sobre maleficios, pactos implícitos y sus efectos, como hay en las Sumas de Moral, ¿puede servir para otra cosa, que para fomentar vanas opiniones, y radicarlas en el Pueblo, de donde de todo punto se debieran desterrar? Son certísimos los documentos que dio el Divino Legislador Jesu-Christo para dirigir bien nuestras costumbres: son de inviolable fé los cánones que la Iglesia nos prescribe para este efecto: es de sumo peso la doctrina que los Padres nos han dejado, gobernados de las propuestas luces para que nuestras obras sean laudables: son fijos y ciertos los principios del Derecho Natural, y de las Gentes para dirigir nuestra conducta en ese ramo. Si hay, pues, estos principios ciertos, seguros, e indubitables, ¿a qué propósito inventar otros para fomento de opiniones?
¿Será creíble que Dios nos haya dado luces para hacer demostraciones físicas, matemáticas, y de otras cosas puramente mundanas, y nos haya dejado envueltos entre dudas y discordias sobre nuestra salud eterna? No digo por eso, que todo se haya de demostrar en lo Moral, porque los adherentes que se mezclan con los asuntos principales, nuestra flaqueza, ignorancia, y descuidos hacen, que no siempre podamos llegar a ver con toda evidencia la conformidad de nuestras resoluciones con las verdades fundamentales; pero estoy cierto, que si se estudian los verdaderos principios del Moral, y se trabaja en hacer la debida aplicación de ellos al ejercicio de nuestras operaciones, se procederá con más acierto en materia de costumbres, y se podrán quitar de este estudio un copiosísimo número de opiniones ruidosas.

49 En los tiempos antiguos, sin estas Sumas oían los Doctores Eclesiásticos las dudas de los Fieles sobre su modo de obrar, y las resolvían por estas máximas;
y si no alcanzaban a hacerlo en casos muy graves, consultaban los Obispos, los cuales, según la doctrina de la Iglesia, cuya custodia les está encargada, quitaban las dificultades. Para dirigir el juicio con acierto en las opiniones conviene distinguir las cosas de hecho y las de doctrina. Llamamos cosas de hecho las que son, han sido, o han de ser, así en lo Físico, como en lo Moral, de manera, que lo que se busca en ellas es, si existen, han existido, o han de existir. Cosas de doctrina son las averiguaciones que hace el entendimiento de la esencia, causas, atributos, &c. de las cosas de hecho. Cuando las cosas de hecho son puramente físicas, los principios fijos que hay para juzgar de ellas son las noticias que dan los sentidos y la experiencia que dimana de ellos. Lo que no pueda reducirse a estos principios es incierto, y por mucho que se quiera fundar, para en opinión, debiendo poner cuidado en no asegurar lo que no puede reducirse a los principios primeros. Los antiguos en esto fueron más cautos que algunos modernos. Observaban muchas obras de la naturaleza, cuyas causas y modos de obrar eran ocultos por no presentarse a los sentidos, como la generación de los metales, las virtudes de los venenos, las simpatías, los periodos de las tercianas, y otras semejantes, el origen, aumento y carrera de la vida de los animales y de las plantas, y otras muchísimas cosas que están sumergidas en lo más profundo del pozo de Demócrito, y se contentaban con ver los efectos que se observaban con los sentidos, y lo demás decían que venía de una virtud y cualidad oculta. Los modernos han vituperado esta explicación, como que la cualidad oculta es asilo de la ignorancia; pero si se ve lo que han adelantado en estas cosas, se hallará que no son más que razonamientos sistemáticos, que cada cincuenta años se mudan, porque por muy especiosos que sean, con el tiempo se conoce su poca, o ninguna subsistencia. El que está instruido en la Historia Filosófica sabe que esto es verdad. ¿No fuera mejor confesar la ignorancia de una cosa que hasta ahora no se ha podido alcanzar, que engañar con arrogantes y vanos discursos a los incautos? Una de las cosas en que se conocen los grandes talentos es la confesión ingenua de lo que ignoran, y el cuidado que ponen en no afirmar lo que todavía no está descubierto. Si los asuntos sobre que recaen las opiniones viniesen solos, no fuera tan difícil averiguar su conformidad con los primeros principios; mas viniendo juntos con muchos adherentes inseparables, son también muchos los principios a que se ha de atender para juzgar con acierto. ¿Dúdase si deberá ayunar una mujer preñada? Aquí se juntan las obligaciones del ayuno, y las de mantener el feto. Si las leyes del ayuno le prescriben la abstinencia de ciertos manjares, y las limitaciones de usarlos, las de la conservación propia y del feto le dictan que use de los mantenimientos que por su calidad y cantidad sean a propósito para sustentarse a sí,
y y a lo que lleva en sus entrañas. En esta combinación de leyes, que son los principios por donde se ha de resolver la cuestión, es preciso atender a las más urgentes y necesarias por la máxima primitiva de acudir a lo más preciso sin despreciar lo demás cuando hay lugar; y siendo más necesaria la conservación propia, y la del feto, que la mortificación que se intenta con el ayuno, prefiere el entendimiento las leyes naturales a las Eclesiásticas, y resuelve que la mujer preñada no está obligada al ayuno.
Si una madre criando a su propio hijo padece mucha quiebra en la salud, o está en peligro de padecerla, ¿se duda si ha de continuar? Por una parte está el amor natural de los padres, y la ley que dicta la obligación de sustentar a sus hijos: por otra está la ley de la caridad que ha de empezar por uno mismo. El hijo ya nacido es próximo, bien que en esta linea es el más inmediato y más cercano; el que está en el vientre de la madre es como parte de ella. Los mismos principios que eximen a la mujer preñada del ayuno, eximen también a la que ha parido de criar a su hijo, cuando hay daño manifiesto en su propia conservación. A este modo han de reducirse todas las dudas a sus principios; y por el enlace que tienen las cosas y los negocios conviene instruirse en las máximas fundamentales de la razón y de las Artes; y cuando esto no pueda hacerse asociar a sí peritos ingenuos, que con candor muestran las conexiones de las cosas con los fundamentos de la razón en cada materia. Así que el Letrado, que no sabe más que las leyes, no puede resolver por sí solo con acierto los casos que llevan adherentes de Física, Medicina, política, Agricultura, y otras Artes.
Lo mismo ha de entenderse del Teólogo y Canonista, debiendo todos aplicar sus luces a lo que entienden, y valerse de otros en lo que necesiten, que esto y mucho más merece la verdad y los beneficios que han de esperarse de ella.

50 Los afectos del ánimo, que inseparablemente acompañan a las opiniones, estorban el buen uso de ellas. El amor propio, que incita al hombre a no reconocer superior, le hace creer que lo que piensa es lo mejor y más acertado: cada uno sostiene sus opiniones como verdades fundamentales, y no da oídos a ninguno que piense de otra manera. Como aborrecemos todo lo que nos es contrario, de ahí nacen los odios y enemistades entre los de opiniones opuestas, y de esto las injurias, venganzas, y otros males gravísimos que cada día tenemos a la vista en los profesores de todas las Facultades. La razón dicta, que nadie se tenga por Juez y árbitro de la verdad en cosas opinables, que nos oigamos, pesando las razones de cada uno recíprocamente, que abracemos la verdad, aunque venga de nuestro mayor enemigo, que el que tiene más luces, se compadezca del que no las tiene, y que nunca hagamos guerra de la voluntad, lo que solo es oposición del entendimiento. Como el extinguirse las contiendas de cosas que importan poco entre los profesores de Teología, es necesario para que reine la paz, y la verdad no padezca detrimento, quiero poner lo que el Emperador Constantino aconsejaba a los que turbaban la Iglesia con cuestiones voluntarias, vanas e importunas, contrarias a la edificación de los Fieles: "Las cuestiones que ninguna ley ni regla Eclesiástica prescribe con obligación, antes dimanan de vanas altercaciones, aunque no se propongan sino con el fin de ejercitar el ingenio, deben contenerse en lo interior de la mente, y no sacarlas a la vista del Pueblo, ni fiarlas inconsideradamente a los oídos del vulgo.... Ni es conveniente que por vuestras contiendas imprudentes sobre cosas de tan poco momento se lleve el Pueblo a disensión.... Si los Filósofos, aunque por la doctrina que cada uno de ellos sostiene estén discordes, con todo están unidos por la profesión con que mutuamente conspiran, no será mucho más razonable que los que somos siervos de Dios Todo poderoso estemos unidos, conformando nuestros ánimos por el instituto de la Religión que profesamos? Pensemos con más cuidado: si será del caso que los hermanos riñan con los hermanos por una liviana y inútil contienda de palabras, y que la paz se quebrante con impía disensión por vosotros que altercáis por cosas tan pequeñas, y en manera ninguna necesarias? Son estos procedimientos populares y más propios de la ignorancia de los niños que de la sabiduría de los Sacerdotes y hombres prudentes.... y siendo entre vosotros una misma la fé y una misma la creencia de Religión: obligándonos el precepto de la ley a tener conformes las voluntades, esto que ha movido entre vosotros la contienda, puesto que no pertenece al principal fundamento de la Religión, no hay motivo para que mantenga entre vosotros la discordia y la sedición. No digo esto para obligaros a que seáis en todo de un mismo parecer, porque ni queremos todos una misma cosa, ni pensamos de una misma manera; pero debe mantenerse entre todos la unión y la paz, aunque haya disensión en cosas de poco momento (a). (a) Eusebius de Vita Constantini, lib. 2. capit. 69. tom. I. página 391, edición de Amsterdam, año de 1695.

51 Para el remedio que debe aplicarse, según buena Lógica, a fin de llevar el entendimiento, en cuanto sea posible, a la demostración, y no entregarse a las opiniones, además de las máximas que hemos propuesto antes, será conveniente, que en cualquiera cuestión que se haya de tratar, se mire primero si hay principios y verdades fundamentales para resolverla, y si los hay, todo el cuidado se ha de poner en hallar la conformidad de lo que se busca con los principios, haciéndolo de raciocinio en raciocinio, como hemos explicado, tratando de las demostraciones: si no hay principios, o no se han descubierto hasta ahora, es en vano buscar la certeza, y conviene entonces suspender el juicio y no dar asenso a lo que se concibe. Si las cosas donde no hay principios para resolverlas son puramente teóricas, es perder el tiempo meterlas en disputa, como son muchas cuestiones de la Teología, Metafísica, Física, y otras Artes: si son prácticas, de manera que sea menester proceder a la obra, entonces se ha de solicitar la mayor verosimilitud, que se consigue buscando para nuestra conducta la conexión que nuestro dictamen pueda tener con verdades ya conocidas, ayudándonos para esto de la semejanza, correspondencia de acciones, tiempos, &c. De esta manera se procede por lo común en la Política, y alguna vez en la Moral. Cuando hay principios y verdades fundamentales, que se ignoran por falta de estudio y aplicación, o no se descubren por negligencia, son claros los remedios que se han de aplicar, pues consisten en trabajar contra la ignorancia, dejar la pereza, y aplicar todo el cuidado en descubrir la conexión que tiene con las verdades fundamentales aquello que se quiere saber. Si los principios son fingidos como en los sistemáticos, el remedio es un absoluto desprecio de todas sus opiniones.
En este importante asunto de gobernar el entendimiento en las cosas opinables, conviene más que nunca tener presente el consejo del Apóstol:
Omnia probate, quod bonum est tenete.