Capítulo
XVI.
De
la crítica.
52
Entre los Filósofos antiguos hubo algunos que dijeron que el
entendimiento humano no alcanza verdad alguna, y que en todas las
cosas no ve más que apariencias, y sombras, por donde dudaban de
todo y no se daban por seguros de nada. Llamáronse Escépticos de la
voz griega *gr scepsis, que quiere decir consideración, como que
toda su Filosofía se empleaba en considerar y atender las cosas, sin
afirmar, ni negar nada de ellas. Por el presente basta esta noticia,
parque el tratar los varios grados y nombres que tenían los
Filósofos con el modo de considerar y dudar de las cosas, pertenece
a la Historia Filosófica.
En la antigüedad Sexto Empírico,
Escritor Griego, trató y explicó la Filosofía de los Escépticos
con mucha extensión. Esta Obra debe ser leída para saber muchas
cosas de los Filósofos Griegos, que no se hallan fácilmente en otra
parte; pero conviene saber, que los argumentos con que quiere Sexto
Empírico patrocinar el Escepticismo universal, demás de la nimia
prolixidad, son muy superficiales y de poco momento, como lo conocerá
quien quiera que le lea con atención. En nuestros tiempos, en que
con título de inventos no se hace otra cosa que renovar las
opiniones antiguas, ha vuelto a renacer una secta de Scépticos de
peor condición que los antiguos, porque llevan la duda más allá
que estos, y la extienden a las cosas de Religión. Bien común es el
pernicioso libro, que se publicó en Francia no ha muchos años con
el título: De la flaqueza del entendimiento humano, donde el
scepticismo se defiende con más rigor que en la escuela de Pyrrhon.
Atribúyese al insigne Pedro Daniel Huecio, Obispo de Avranches, y
hay muchos que así lo creen; pero Muratori, que impugnó este libro
con otro que compuso de propósito con opuesto título, ha puesto en
duda que fuese de este docto Prelado (a: En la prefacion a su
Obra: De la fuerza del entendimiento).
Aquí no pertenece rechazar
a estos Sectarios, ni de ello hay necesidad, porque lo que llevamos
escrito, y lo que cada uno sabe que le sucede, meditando en sí
mismo, es un testimonio calificado contra tales Filósofos; y
entiendo que todo el género humano, gobernándose por sus nociones y
verdades originales, es un testigo firme y un impugnador perpetuo de
sus errores. Los demás Filósofos, creyendo que se alcanzan algunas
verdades, trataban del modo de adquirirlas, y a este examen llamaron
*gr Criterion, y al juicio que resultaba *gr Crisis. Ahora con voz
harto introducida entre los literatos lo llamamos Crítica. Incluye,
pues, la crítica el examen y averiguación de la verdad junto con el
juicio que resulta de este examen. Cuando las cosas constan por los
primeros principios, por las demostraciones y silogismos bien
ordenados, precediendo las definiciones, divisiones, signos, causas,
y cuanto hasta aquí llevamos propuesto, como medios de alcanzar la
verdad, hecho todo con exactitud, no están sujetas a la crítica,
porque nos constan con toda evidencia; pero cuando nuestras
inquisiciones paran en opinión, verosimilitud, y probabilidad, ya
sea en cosas de hecho, ya de doctrina, la crítica es necesaria para
asegurarnos, cuanto sea posible, de la verdad; y la falta de crítica
es causa de innumerables errores: de modo, que los que la vituperan,
cuando es como debe ser, son enemigos declarados de la Lógica
sensata, y de la buena razón. Las reglas de crítica son todas las
de una buena Lógica: algunos ponen en orden ciertas máximas, y las
extienden mucho; mas yo teniendo por fundamentos de crítica lo que
hasta aquí he escrito, no propondré más que unas pocas reglas
generales, que, teniéndose a la mano cuando se ofrezcan, sean
suficientes para poder juzgar con acierto de lo que se trata; y será
preciso en la explicación de ellas, además de la Lógica, valernos
de algunos principios de otras Ciencias, pues que así lo pide el
asunto, y el necesario encadenamiento de las verdades que busca el
entendimiento humano. Fuera de que la Lógica solo prescribe reglas
comunes, las cuales no pueden aplicarse bien sin la noticia, e
inteligencia de las Artes y Ciencias a que se arriman, pues la verdad
que se intenta averiguar pertenece en particular a cada una de ellas.
Con esto nadie se ha de tener por crítico con sola la Lógica, ni
tampoco será buen crítico en ninguna Ciencia, o profesión sin
ella.
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Regla primera: Si una cosa envuelve dos contradictorias, no ha de
creerse. Proposiciones contradictorias son aquellas que afirman y
niegan a un tiempo mismo una cosa de otra, como Pedro es blanco, y
Pedro no es blanco; y es claro que cualquiera noción que envuelva
proposiciones semejantes es falsa, porque no es posible ser las dos
contradictorias verdaderas, según aquel principio de luz natural: Es
imposible que una cosa sea, y no sea. Aunque estas contradictorias no
se hallen en la substancia de la cosa, sino en algunas de sus
principales circunstancias, la hacen increíble, porque el
entendimiento no puede creer un hecho que va acompañado
necesariamente de circunstancias imposibles.
54
Regla segunda: Si una cosa contingente se propone sólo como posible,
no ha de creerse. Porque en las cosas que pueden existir, y dejar de
existir, la posibilidad sola no muestra la existencia: así, que
Ticio pueda ser Sacerdote, no es prueba de que lo sea. En las
Escuelas está recibido, que de la potencia de una cosa a su actual
existencia no se arguye bien.
55 Regla tercera: Cualquiera
cosa no sólo ha de ser posible, y ha de proponerse como existente,
sino que su existencia con las circunstancias con que se presenta, ha
de ser verosímil. Cuando el hombre ve la verdad con evidencia, o con
certidumbre, no necesita de reglas para asentir a ella; pero cuando
no puede lograr la certidumbre, ni la evidencia, desea a lo menos la
verosimilitud. Para entender esto mejor se ha de saber, que siempre
que el hombre ha de asentir a una cosa, ve antes si es conforme o no
con los primeros principios, con la experiencia, o con aquellas
verdades que tiene recogidas, y depositadas para que le sirvan de
fundamentos. Si aquello que se propone es claramente conforme con
estos principios, es evidentemente verdadero; si la conformidad de la
cosa con los principios no es clara, entonces considera si se acerca,
o no a ellos, y tiene por más verosímil aquello, que nota tener
mayor conformidad con tales principios. Sea ejemplo: Dice Euclides,
que todas las lineas que en un círculo van desde la circunferencia
al centro son iguales, y que en todo triángulo los tres ángulos
equivalen a dos rectos: el entendimiento halla tanta conformidad
entre estas cosas, y los primeros principios, que con un poco de
atención fácilmente asiente a ellas. Dice Copérnico, y antes de él
algunos antiguos, que la tierra da cada día una vuelta entera sobre
su eje, y que en un año la da alrededor del Sol, que supone estar en
el centro del mundo; y considerando el entendimiento, que no se
conforma este hecho que refiere Copérnico con las verdades que
alcanzamos con los sentidos, le mira con desconfianza.
56
Regla cuarta: Para creer los hechos contingentes y expuestos a los
sentidos, no basta que sean verosímiles: es menester también que
alguno asegure su existencia. Si los hechos son contingentes pueden
existir, y dejar de existir, esto es, considera el entendimiento, que
la existencia de ellos se puede conformar con los principios de la
razón humana, y también la no existencia: por consiguiente,
atendida la naturaleza de los hechos contingentes, tan verosímil es
que existan, como que dejen de existir. Para que el entendimiento,
pues, pueda asentir a su existencia, es menester que haya quien la
asegure con la experiencia. Por ejemplo: Es cosa contingente que se
dé, o no una batalla, y el entendimiento ninguna oposición halla
con los principios de la razón cuando considera que la ha habido, y
cuando considera que no la ha habido; pero si después hay algunos
que atestiguan haberse dado la batalla, entonces asiente a eso,
porque demás de la verosimilitud intrínseca que en sí lleva el
hecho, se añade el testimonio experimental que inclina al asenso.
Piensa también el entendimiento, y mira como verosímil la
existencia de una Puente de un solo arco, y de trescientos pies de
longitud: mírala como verosímil, porque la fábrica de semejante
Puente no se opone a las reglas ciertas de la arquitectura; pero no
obstante para creer su existencia es necesario que alguno atestigüe
haberla visto, como en la realidad la han visto muchos en la China.
57
Regla quinta: Para creer los hechos contingentes no sólo es
necesario que sean verosímiles y probados por testigos, se ha de
atender también la calidad de los que atestiguan, y la grandeza, o
pequeñez del hecho antes de dar el asenso.
Las cosas que se
sujetan a nuestros sentidos, antes de creerlas, hemos nosotros mismos
de examinarlas, y así nos aseguraremos de la verdad, porque todos
los hombres pueden engañarnos, unos por malicia, otros por
ignorancia: con que si nosotros mismos examinamos la cosa, no
estaremos tan expuestos al error. Fuera de esto, los hechos han de
observarse de manera, que se eviten los errores que los sentidos
ocasionan, y esto lo podremos hacer nosotros mismos con mayor
satisfacción que otros, de quien dudamos si han puesto la atención
necesaria. Añádese, que es muy común equivocar los hombres las
sensaciones con los juicios que las acompañan, y de ordinario cuando
nos cuentan un suceso nos dicen el juicio que hacen de él, y no la
percepción que han tenido.
58 Cuando los acontecimientos son
pasados, o suceden en lugares distantes, donde nosotros no podemos
hallarnos para asegurarnos de ellos, supuesta su verosimilitud, no
resta otra cosa para creerlos, que atender la calidad de los que nos
los cuentan, o la gravedad de los mismos hechos. La calidad de los
testigos es de gran peso para inclinarnos al asenso. Porque si nos
cuenta una cosa un hombre, que sabemos que suele mentir, ya no lo
creemos, y dudamos si miente también cuando nos refiere el suceso
(a).
(a) Ubi semel quis pejeraverit, ei credi postea, etiamsi per
plures Deos juret, non oportet. Cicer. Pro C. Rabir. Posthumo.
Por
el contrario, si el que refiere una cosa es hombre de buena fé, y
amante de la verdad, da un gran peso a lo que dice; bien que para
creer las cosas que nos dicen los hombres de bien no basta su buena
fé, es menester que sean entendidos de suerte, que no dejen
engañarse por los sentidos, ni por la imaginación, ni hayan
precipitado el juicio, ni le tengan preocupado: porque si un hombre
veraz no evita los errores que las cosas sobredichas ocasionan,
fácilmente juzgará de lo que se le presenta, y con la misma
facilidad creerá cuanto otros le dicen, y tal vez nos comunicará
las cosas, no como en sí son, sino del modo que él las cree. Por
ejemplo:
Nadie cree a Filostrato entre los antiguos, porque todos
saben que fue insigne embustero (Boccaccio
toma este nombre para uno de los personajes del Decamerón).
Juan Annio de Viterbo, el P. Herman de la Higuera son despreciados
de todos los hombres de juicio, porque descubiertamente, y de intento
han engañado a muchos, fingiendo aquel inscripciones antiguas, y
este libros apócrifos, como son los Cronicones de Flavio Dextro, y
otros que ha rechazado D. Nicolás Antonio.
Paracelso dijo
infinitas mentiras, y los Alquimistas son gente mentirosísima, de
suerte, que ya los que conocen sus artificios, no creen los hechos
con que aseguran haber convertido en oro los demás metales.
59
Pero se ha de advertir, que los que así engañan son pocos, si se
comparan con los que nos engañan con buena fé, y por sobrada
creencia. Así en la Medicina como en la Historia pueden señalarse
muchos, que traen hechos falsos, y ellos los tuvieron por verdaderos.
Dioscórides asegura muchas cosas falsísimas. Lo mismo hacen los que
creen fuera de propósito las virtudes de muchos remedios. Cuando los
que aseguran una cosa son hombres de buena fé, aunque una, u otra
vez falten a la verdad, porque no examinaron debidamente el suceso,
no han de tratarse como los que son mentirosos, antes por el
contrario conviene oír lo que refieren, combinarlo con lo que otros
dicen sobre el mismo asunto, ver si han puesto la atención necesaria
para asegurarse de la verdad, atender todas las circunstancias del
hecho, y en fin observar la gravedad, o pequeñez de la cosa que
cuentan, y bien examinadas estas cosas, inclinarse al asenso o
disenso.
60 La grandeza de la cosa es de suma consideración,
porque fácilmente creemos aquello que observamos cada día, y en las
cosas fáciles de acontecer no necesitamos de grandes testigos. Por
el contrario, cuando son las cosas muy extrañas, y muy grandes,
necesitamos de grandes pruebas para creerlas, porque por ser extrañas
están fuera de nuestra común observación, y así para darlas el
asenso es menester que los que las aseguran sean veraces,
desapasionados, buenos Lógicos, y amantes de la verdad; y si les
faltan estas circunstancias, no han de ser creídos. Los milagros son
hechos estupendos, y su existencia es certísima; pero no son tan
comunes como piensa el vulgo.
La razón es, porque en el milagro
se excede el orden de la naturaleza, de suerte, que es una operación
superior a las fuerzas naturales; de que se sigue que el hombre, o
quiere verle para que le crea, o a lo menos desea asegurarse de él
por testigos que no le engañen. Esto se funda en que el
entendimiento no tiene otro camino para juzgar de las cosas expuestas
a los sentidos, que el de la experiencia, y esta puede ser propia, o
ajena; de suerte, que la que otros hacen nos asegura la cosa del
mismo modo que la nuestra, si por otra parte estamos asegurados de la
rectitud con que observan los demás las cosas que nos refieren, y
estamos ciertos de su buena fé. Esto supuesto, se ve quan
temerariamente niegan algunos Sectarios la existencia de los milagros
sólo porque ellos no los ven; y con cuanta imprudencia niegan el
crédito a algunos Varones, que por su santidad y sabiduría deben
ser creídos. Refiere S. Agustín, que las reliquias de los Santos
Mártires Gervasio, y Protasio se aplicaron a un ciego, que ya muchos
años lo era, y recobró milagrosamente la vista. Ninguno, si no es
insensato, puede negar en esto la fé a S. Agustín, porque era este
Santo Doctor enemigo y capital perseguidor de la mentira: sabía cómo
habían de observarse las cosas expuestas a los sentidos como el que
mejor: refiere un hecho, que si fuera falso, tuviera contra sí todo
el pueblo de Milán, que le daría en rostro la mentira. Lo mismo ha
de decirse de otros milagros, que refieren Varones santos, sabios, y
de inviolable integridad. Por el contrario, algunas cosas prodigiosas
que refieren los Gentiles, y no hay otra prueba que el rumor del
pueblo, no han de creerse, porque por ser las cosas extrañas, y
naturalmente imposibles, no podemos inclinarnos a creerlas, cuando la
autoridad de los que las refieren no es de ningún momento. Así
ningún hombre de juicio creerá los prodigios que Livio refiere
haber acontecido en la muerte de Rómulo y otros semejantes.
61
Pero por ser los milagros operaciones superiores a la naturaleza, no
es de creer que sean tan comunes como piensa el vulgo, ni que Dios,
único autor de ellos, invierta con tanta frecuencia el orden natural
de los cuerpos por cosas pequeñas, y por motivos de ningún momento.
Por esto alabaré siempre la precaución de aquellos, que en
estas cosas proceden con gran cautela, y no las creen ligeramente,
sino que las averiguan con riguroso examen. El santo Concilio de
Trento mandó, que no se publicasen milagros sin aprobación del
Ordinario Eclesiástico, y en algunas Sinodales nuestras se previene,
que no se pongan en las Iglesias las señales que suelen ponerse por
indicio del milagro, sin la aprobación del mismo Ordinario.
En
efecto son raros los verdaderos milagros, si se comparan con los
fingidos;
y creo yo, que la falsa piedad, el zelo
indiscreto, y la ignorancia de algunos ha llenado de milagros
supuestos, así los libros como los entendimientos de la plebe; y se
ha de notar, que de esto se sigue un gran perjuicio, porque los
Herejes
viendo publicar tantos falsos milagros, niegan los que son
verdaderos, creyendo que todos se publican con engaño; y por otra
parte siendo los milagros testimonios evidentes de la verdad de
nuestra santísima Religión, apoyar los que son falsos, y tenerlos
por verdaderos, es alegar un testimonio falso para probar una cosa
que es la misma verdad (a).
(a) Numquid Deus indiget vestro
mendacio, ut pro illo loquamini dolos? Job.13 .7.
62
Regla sexta: Un solo testigo puede ser de mayor autoridad que diez
mil, y por consiguiente con mayor razón podemos a veces creer a uno
solo, que a muchísimos. Si yo sé que Ticio es hombre de buena fé,
que sabe muy bien evitar los errores que pueden ocasionarle los
sentidos y la fantasía, que no está preocupado, ni ha precipitado
su juicio, y me asegura una cosa, le creeré mejor que a diez mil, y
que a todo un gran Pueblo; y del mismo modo si Ticio, a quien yo
considero tan entendido y veraz, afirma una cosa, y todo un Pueblo la
niega, estaré de parte de Ticio contra toda la multitud. La razón
es, porque nosotros debemos creer, que Ticio después de haber puesto
todo el cuidado posible en asegurarse de la verdad, no se ha
engañado; y si cualquiera de nosotros hubiera de asegurarse de la
misma cosa, no aplicaría para lograrlo otros medios que los que
Ticio ha aplicado, ni la razón humana pide otras prevenciones para
creer las cosas. Pero el Pueblo por lo común no evita la
preocupación, de ordinario precipita el juicio, y en lo que no le
sea común se porta como los niños.
De aquí nace que la multitud
se engaña frecuentísimamente en sus juicios sin conocerlo, y muy
raras veces nos informa de la realidad de las cosas.
63
Según esta regla puede hacer mayor fé un solo historiador que
quinientos: y si yo leo a un historiador que escribe
desapasionadamente, que dice la verdad sacrificando intereses, y
despreciando dignidades, que es buen Lógico, y razona bien, y que ha
aplicado las diligencias necesarias para enterarse de lo que dice,
tiene para mí mayor autoridad que otros muchos que, o no tienen
estas circunstancias, o se gobiernan por la multitud.
64
Esta regla puede también extenderse a aquellos que examinan los
hechos pasados, y para eso se valen de medallas, inscripciones, y
historias; porque un hombre solo que sepa bien distinguir los
monumentos antiguos y verdaderos de los que se han fingido en
nuestros tiempos, y que conozca el carácter de cada historiador,
para distinguir lo que es propio de cada uno, o lo que es intruso, y
sepa usar de las reglas de la Lógica, será de mayor autoridad que
otros mil que ignoren todas estas cosas, o la mayor parte de ellas.
65
Regla séptima: Un Autor coetáneo a un suceso es de mayor autoridad
que muchos, si son posteriores. La razón es; porque el Autor
coetáneo averigua por sí mismo las cosas, y así se asegura mejor
de ellas (a). Los Autores que después del suceso hablan de él, o se
fundan en la autoridad del coetáneo, o en la tradición. Si se
fundan en la fé del Autor coetáneo, no merecen otro crédito que el
que se debe dar a este: si se fundan en la tradición, se ha de ver,
si algún grave Escritor, que tenga las calidades arriba expresadas,
se opone, o no a ella. Si se opone, ha de ser de mayor peso la
autoridad de aquel Autor solo, que la de todo el Pueblo: si la
confirma, entonces la tradición se hace más firme. Hablamos aquí
solamente de las tradiciones puramente humanas y particulares, porque
sabemos muy bien, que las Apostólicas son de autoridad infalible,
como que pertenecen a la fé divina. Y se ha de advertir, que las
tradiciones humanas de que hablamos, aunque pertenezcan a cosas de
Religión, están sujetas a la regla propuesta. D. Nicolás Antonio
se opone a muchas tradiciones particulares que se habían introducido
por los Cronicones, y sola la autoridad de tan grande Escritor es de
mayor peso para los hombres de juicio, que todo el común que las
admite. Cuando las tradiciones particulares de una Ciudad, de un
Reyno, o de una Provincia tienen mucha antigüedad, y no hay Autor
grave que haya sido coetáneo a su establecimiento, ni que las
contradiga, ni son inverosímiles, entonces será bien suspender el
juicio hasta que con el tiempo se descubra la verdad: porque todo un
Pueblo, o un Reyno, que cree una cosa por sucesión de siglos, sin
haber en contrario especial prueba positiva, merece fé; y como no
sea esta tan grande, que nos obligue al asenso, será bien
suspenderle.
(a) Testium eo major est fides quo a re gesta
propius abfuerunt, adeo ut aequalium certior sit quam recentiorum,
praesentium quam absentium,
certissima
vero fit eorum qui rem oculis suis inspexerunt. Huet. Demonstr.
Evang. Axiom. 2.
66 Las fábulas de los Gentiles empezaron por
algún suceso verdadero, y se propagó por la tradición; de suerte
que cada día añadía el Pueblo nuevas circunstancias falsas y
caprichosas, que oscurecían el hecho principal, de manera, que al
cabo de algún tiempo estaba enteramente desfigurado. Después los
Poetas dieron nuevo vigor a la tradición del Pueblo, y así la
querían hacer pasar por verdadera, cuando no contenía otra cosa que
mil patrañas. Y se ha de notar, que de ordinario solemos creer con
facilidad las cosas pasadas, aunque sean falsas, con tal que las
leamos en algún Autor que haya sido ingenioso, y haya sabido
ponderarlas: cosa que observó Salustio en los Atenienses, como ya
hemos dicho. Algunas tradiciones particulares hay entre los
Christianos, que tuvieron su principio en algún hecho verdadero,
después tan desfigurado con las añadiduras del Pueblo y con la
vehemencia de Escritores poco exactos, que ya no parecen sino
fábulas. Pero son fáciles de conocer las que llevan el carácter de
la verdad, de las que son falsas, porque aquellas son uniformes en
todas sus circunstancias, y correspondientes al fin a que pueden
dirigirse; por el contrario estas son diformes, y más parecen
consejas y hablillas que realidades.
67 Regla octava: Los hechos
sensibles afirmados unánimemente por testigos de distintas naciones,
de diversos institutos, de opuestos intereses, y de distintos
tiempos, han de tenerse por verdaderos. La razón es, porque son
menester pruebas muy claras para que crean una cosa los hombres de
diversas sectas, y de opuestos intereses; pues como cada uno suele
afirmar o negar las cosas según la conveniencia y la pasión, es
preciso que para que las gentes de diversas inclinaciones y intereses
crean uniformemente una misma cosa, sea tan clara la verdad de ella,
que no haya duda ninguna. Cicerón se aprovechó del consentimiento
general con que todas las naciones adoran alguna Deidad, para probar
la existencia de Dios, porque aquel general consentimiento prueba que
a todos se presenta la noción de un Ser infinito, y adorable; bien
que por el error de la educación, o de las pasiones alteraron muchos
este conocimiento, y dieron el culto a quien no debían. Este
consentimiento general de todos los Sabios de todas las naciones, y
de todos los tiempos, nos hace estar ciertos de que hubo Filósofos
Griegos, que hubo Oradores Romanos, que hubo Aristóteles, Cicerón y
otros Héroes de la Gentilidad (a). Por el mismo sabemos que hubo
Alexandro Magno, que fueron ciertas las guerras entre Pompeyo y
César, y que hubo un Escritor de la Historia Romana llamado Tito
Livio.
¿Será bien, pues, creer a uno, u otro que ridículamente
ha pensado, que ni hubo tal Cicerón, ni tal Alexandro, ni hubo Tito
Livio, sino que todos estos fueron fingidos? Ya se ve que ninguno
pensará tan desatinadamente, sino es que esté privado enteramente
de la razón.
(a) Platonis, Aristotelis, Ciceronis, Varronis,
aliorumque hujusmodi Auctorum libros, unde noverunt homines quod
ipsorum sint, nisi eadem temporum sibimet succedentium contestatione
continua? S. Augustinus lib. 33. contra Faustum, capit. 6.
68
Regla nona: El silencio de algunos Escritores suele ser prueba
de no haber acontecido un hecho. La prueba con que algunos Críticos
intentan negar un hecho por el silencio de los Escritores coetáneos,
o poco posteriores, es llamada argumento negativo; y aunque muchos le
tienen por de poca fuerza, no hay que dudar que algunas veces es
bastante por sí solo para negar un suceso.
Juan Launoy dio mucha
fuerza a este argumento en un discurso que compuso sobre esto. Como
tomó con demasiado extremo muchos asuntos, lo hizo también en este,
de modo, que todo hombre cuerdo debe leerle con alguna desconfianza,
y armado de buena Lógica. Juzgo, pues, que son menester dos cosas
para que tenga fuerza el argumento negativo. La primera es, que los
Autores coetáneos al suceso, o poco posteriores hayan podido
notarlo, esto es, no hayan tenido el estorbo de decir la verdad por
respetos humanos, o por miedo: que hayan tenido ocasión de observar
el hecho, o de asegurarse de él, y que tuvieran facilidad de
escribirle. La segunda circunstancia es, que los Escritores debieran
haber notado aquel hecho; porque aunque hayan podido, si no se han
considerado obligados, pueden haberle omitido, o por ocupación, o
sólo porque de ordinario dejamos de hacer muchas cosas, si nos
parece que no tenemos obligación, ni hay necesidad de ejecutarlas.
Si algunos Escritores coetáneos, pudiendo y teniendo obligación de
notar algún suceso, no lo han hecho, es prueba de no haber
acontecido; y aunque algunos otros le afirmen en los tiempos
venideros, han de considerarse de poco momento. Bien es verdad, que
para hacer buen uso del argumento negativo, es menester gran juicio y
atinada crítica, y haber leído muchos Autores, y en especial todos
los de aquel tiempo en que aconteció la cosa, porque puede suceder
que creamos que ningún Autor lo ha dicho sin haberlos visto todos,
lo que es precipitación de juicio (a). (a) Necesse est nedum
singulos evolvisse Scriptores ex quorum silentio tale argumentum
eruitur, sed insuper nullatenus ambigere, num aliqui nobis desint,
qui fuerint ipsis contemporanei. Contingere namque potest, quod
Auctor, cujus scripta ad nos minime devenerint, rei alicujus
mentionem fecerit, quae tamen a caeteris fuerit praetermissa.
Praeterea manifesta quadam ratione certi simus oportet, quod nihil,
de iis quoe evenerunt in materia de qua agitur, Scriptorum illius
aevi qui nobis supersunt, solertia praeterierit. Mabillon de Stud.
Monast. p. 2. cap. 13.
69
Con la buena aplicación de estas reglas podremos distinguir los
escritos que son de algún Autor de la antigüedad, y los que son
espúreos. Siempre la codicia ha introducido cosas falsas para
adulterar las verdaderas, y en los libros sucede lo que en las
drogas,
viciando
los Mercaderes las buenas, y
corrompiéndolas
con la mezcla de las que no son legítimas.
Y es cosa averiguada, que los Escritores cuanto han sido más
famosos, tanto han estado más expuestos a la falsificación, porque
los codiciosos han publicado varios libros en nombre de algún Autor
acreditado, no conteniendo a veces sino rapsodias indignas del Autor
a quien las atribuyen. Para distinguir, pues, los escritos legítimos
de los espúreos, se ha de atender la tradición, y consentimiento de
los otros Escritores, o coetáneos o poco posteriores, porque si
estos están conformes se han de tener por legítimos; pero si dudan
algunos se ha de considerar entonces la calidad del que duda, y así
podrá gobernarse el entendimiento para no errar en estas cosas. Se
ha de atender también para conocer los Escritos de un Autor el modo
con que habla este en aquellos que nadie dudare ser suyos, y se han
de comparar unos con otros. Así se ha de atender el estilo, la
fuerza de la imaginación, la rectitud de juicio del Autor, se ha de
saber en qué tiempo vivió, y se ha de notar si se contradice en
cosas de importancia, o habla de cosas posteriores a su tiempo,
porque con todas estas prevenciones se podrán bastantemente
distinguir los escritos que sean legítimos, y los que sean
falsamente atribuidos. Por ejemplo: Hipócrates escribió los libros
de los Aforismos, de los Pronósticos, y algunos de las Epidemias; y
no dudando nadie que estos escritos sean legítimamente de
Hipócrates, observamos que habla con gravedad, sencillez, brevedad,
y precisión, y que sus descripciones históricas de las enfermedades
son exactas, y conformes a las que otros Griegos hicieron; y no
observándose estas cosas en algunos otros de los escritos que andan
impresos con el nombre de Hipócrates, por eso no han de tenerse por
suyos. En efecto, Gerónimo Mercurial, Daniel Le-Clerc y otros
Médicos críticos, no sólo han tenido por espúreos muchos de los
libros atribuidos a Hipócrates, sino que hacen varios Catálogos
para separarlos de los verdaderos, asunto que he tratado con
extensión en mis obras Médicas. En las cosas de Religión sucede lo
mismo, pues el Evangelio de Santiago, el de San Pedro, y otros muchos
fingidos, de que trata Calmet en una disertación que compuso de
propósito sobre los Evangelios apócrifos, son libros que formaron
los Herejes, y para autorizarlos los atribuyeron a Autores de mucha
reputación; y esto es lo que obligó al Papa Gelasio en el Concilio
que celebró en Roma hacia
los fines del siglo quinto, a declarar semejantes libros por
apócrifos, y formar el catálogo de ellos tan sabido de los
Críticos.
70
Debo aquí advertir, que para hacer buen uso de estas reglas, se han
de considerar como he dicho todas las calidades del Autor, cuyos
escritos se pretenden averiguar; y no basta gobernarse por sólo el
estilo, como hacen algunos, porque no es dudable, que los Autores
suelen variar mucho los estilos, y un mismo sujeto escribe de un modo
en la juventud, y de otro en la vejez, cosa que ya observó Sorano,
antiguo Escritor de la vida de Hipócrates, en las obras de este
insigne Médico; bien que como los estilos siguen los genios y
natural de los Escritores, duran aquellos al modo de estos toda la
vida. Por donde se ha de reparar si la mudanza es sólo en alguna
cosa de poco momento, o en todo el artificio y orden de la oración;
pues aunque en parte mude un Escritor de estilo, en el todo suele
guardar uniformidad. La razón es, porque el estilo especial que cada
Escritor tiene, nace en parte de los afectos, inclinaciones, ingenio,
imaginación, y estudio; y aunque estas cosas suelen mudarse en
diversas edades, y tiempos; pero no suele ser general la mutación.
Por esto si en un escrito se halla, que la diversidad de estilo es de
poca importancia, comparada con los escritos genuinos de un Autor, no
bastará aquella mudanza para tenerle por espúreo; y si la
diferencia fuese notabilísima, da vehementes sospechas de ser
supuesto, y falsamente atribuido.
71
Regla décima: En las cosas de hecho y de doctrina, para admitirlas,
es preciso considerar las pruebas y fundamentos de ellas, sea quien
quiera el Autor que las afirma. Esta máxima es importantísima en el
uso de las Artes y Ciencias humanas, en el trato civil, en la
política, y económica, y otras semejantes ocurrencias, en que hemos
de saber las cosas que los hombres nos comunican. Fúndase esta regla
en que todo hombre es falaz, y ninguno hay que no suela preocuparse,
o precipitar el juicio, ni todos saben hacer buen ejercicio de los
sentidos, ni evitar los errores que ocasionan las pasiones, y la
imaginación: por consiguiente a nadie hemos de creer sobre su
palabra, sino sobre sus razones. Fuera de esto no debemos cautivar
nuestro entendimiento en obsequio de lo que los demás hombres
piensan, porque esto es privilegio especial de Dios, a cuyas voces
hemos de sujetar nuestra creencia sin examen. Pero como cada uno de
nosotros tiene derecho a no ser engañado, y por experiencia
incontrastable sabemos que los hombres están expuestos al error, y
que todos nos pueden engañar, o por ignorancia, o por malicia, por
esto a nadie se debe creer absolutamente y por sí, sino solo según
las pruebas que alegare. El creer ciegamente a los hombres sin
discernimiento y sin examen, ha hecho que en muchos libros no se
halla la verdadera Filosofía, sino lo que dijo Aristóteles, o
Averrohes, o Cartesio, o Newton; y es cosa comunísima ver, que no
tanto se intenta convencer la verdad con las pruebas fundadas en la
razón, como en la autoridad de los hombres que pueden engañarnos, y
que sólo han de convencernos por las razones con que apoyan sus
dictámenes. Así que el hombre ha de gobernarse por la razón, y
esta es la que en las Ciencias humanas ha de obligarle al asenso. Y
es bien cierto, que los referidos Autores no siguieron en muchas
cosas a los pasados, y el mismo derecho tenemos nosotros, y la misma
libertad para seguirlos, o para no creerlos. Cuando yo veo a los
Médicos, y en especial a los Letrados, que para probar un asunto
citan doscientos Autores hacinados,
y lo suelen hacer para confirmar una verdad notoria de las que
llamamos de Pero
Grullo,
y no trabajan en otra cosa, que en amontonar citas, me maravillo del
poco uso que hacen de la razón, siendo cierto que toda aquella
multitud no puede contrarrestar a una sola razón solida y bien
fundada, que haya en contrario. Añádese, que entre los Escritores
crédulos suele suceder, que unos afirman lo que leyeron en otros sin
haberlo examinado, estos lo que vieron en aquellos, y así acontece,
que uno solo inventó una cosa, y son diez mil los que la apoyan, sin
otro fundamento que verla escrita los unos en los otros.
Por esto
no han de extrañar los Médicos, ni los Filósofos, ni los Letrados,
que un Autor solo pretenda prevalecer sobre muchos, cuando son
sólidas y firmes las razones con que intenta combatirlos. Ya se ve,
que hombres muy críticos, y desengañados de estas cosas, suelen
citar también muchos Autores para probar una opinión; pero tal vez
se ven obligados a hacerlo así, porque no son estimados los escritos
donde falta esto, y harán juicio que es preciso algunas veces no
filosofar contra el vulgo. Fuera de que, si un Autor que se ha
adquirido crédito por su exactitud afirma una cosa con buenas
pruebas, es conducente su testimonio. En efecto es moda citar para
cada friolera cien Autores. El célebre Heineccio (Heicnecio),
burlándose de los Abogados, que ponen la fuerza de la justicia en el
número de las citas, dice, que un Letradillo citó en cierta ocasión
a Salgado en el célebre tratado de Somosa, siendo así que Somosa (Somoza) no
es tratado, sino apellido de aquel Autor (a).
(a)
Heicnece. Praef. in Elementa Juris Civilis.
Hasta
aquí hemos hablado de las citas importunas, aun siendo legítimas:
qué diremos de las infinitas citas falsas que hay en los libros, en
las conversaciones, y en los alegatos? La vanidad, el poco amor a la
verdad, y el interés hacen traer citas vanísimas y falsas para
captar con ellas a los incautos, y adquirirse reputación de doctos.
Cómo se ha de tolerar el que esté uno sosteniendo disparates, o a
lo más una cosa de pura opinión, y no se le caiga
de la boca: Todos los Autores lo dicen? como si hubiese quien los
haya visto todos: como si pudiesen juntarse todos en cosas opinables.
Dejo lo poco que se estudia, lo mucho que se habla, la fanfarronería
que domina, las artes de truncar textos, la mala fé para seducir, y
otras tergiversaciones que se usan entre los hombres; pues todas
estas cosas nos han de tener desconfiados de sus aserciones,
haciéndonos entender que nuestra creencia sólo se ha de dar a sus
pruebas, y a las razones en que fundan lo que afirman.
72
Según esto, dirá alguno, no ha de creerse a los Maestros, ni a los
peritos.
Yo siempre aconsejaré, que no se crean unos, ni otros
ciegamente, y sobre su palabra, sino por las razones de su doctrina;
y nada es más conducente que respetar a los Maestros y a los
peritos, y no jurar en defensa de sus palabras y sentencias. Así
será conveniente que los discípulos, en aquellas cosas a que
alcanzaren sus fuerzas, examinen las máximas de los Maestros, y las
crean cuando las hallen conformes con la razón; y si no están
instruidos bastantemente para examinar la doctrina del Maestro, es
menester recibirla con la presunción de que lo que este enseña, lo
habrá averiguado; pero nunca se han de recibir las máximas de los
Maestros, ni mantenerse con terquedad y obstinación, porque suele
suceder que con el tiempo se halla el discípulo dispuesto a examinar
las opiniones del Maestro, y no pareciéndole conformes a la verdad,
las rechaza y muda de dictamen; y otras veces acontece, que por
recibir muchos desde la niñez, y mantener después porfiadamente las
máximas de los malos Maestros, son infelices perpetuamente. Esto lo
notó muy bien un nuevo Impugnador (a : Cris. de Critices arte, pág.
146.) de la Crítica, el que ciertamente hiciera resplandecer más
sus buenos talentos, si no se manifestase tan severo protector de las
opiniones vulgares. En cuanto a los peritos es necesario no creerlos
sobre su palabra, porque acontece que el Pueblo tiene por peritos a
los que no lo son, y para no ser engañados es preciso que oigamos
sus pruebas. Esta sola razón es bastante para que los hombres no se
contenten con el estudio de una ciencia, porque teniendo noticias de
muchas cosas, no será tan fácil que les engañen los peritos de que
han de fiarse; y por esta ignorancia sucede, que un gran Teólogo
busca para curarse a un mal Médico, y un buen Filósofo yerra en la
elección del Letrado para mantener y guardar su hacienda. Finalmente
importa mucho considerar, que para creer a los hombres, y seguir sus
opiniones, las hemos de hallar conformes con los principios
fundamentales de la razón humana: y nos ha de constar, que el que
afirma una cosa ha puesto la atención necesaria para alcanzar la
verdad de ella, y que sabe hacer buen uso de los sentidos, y evitar
los errores que ocasionan las pasiones, la memoria, y la imaginación,
y usa de buena Lógica; y constándonos de todo esto, podremos
inclinar nuestro asenso:
y hacerlo sin estas precauciones, es
creer con ligereza. Por esto, sabiendo que de ordinario los hombres
se gobiernan más por las pasiones, y representaciones de la
fantasía, que por la razón, no hemos de creerlos sobre su palabra,
sino sobre las pruebas que alegan.
73 Muchas veces acontece,
que damos asenso a las opiniones y dictámenes de los hombres
autorizados, o por su carácter, o por sus riquezas, y en esto nos
preocupamos fácilmente, porque creemos que a las dignidades, honras,
y riquezas suele acompañar la ciencia, y la inteligencia de las
cosas; y aunque algunas veces andan juntas las dignidades con los
merecimientos, pero dejan de acompañarse en muchas ocasiones, y esto
nos puede hacer suspender el juicio (a). (a) Dives loquutus est, &
omnes tacuerunt, & verbum illius usque ad *nubes perducent.
Pauper loquutus est, & dicunt: Quis est hic? Et si offenderis,
subvertunt illum. Ecclesiastic. Cap. 13. vers. 28. & 29.
Añádese,
que a los tales ordinariamente los juzgamos tan hábiles como
quisiéramos ser nosotros mismos; y ya notó muy bien Cicerón (a),
que la autoridad que se funda en los títulos, y dignidades es de
poco peso para obligarnos al asenso. La experiencia por otra parte
muestra, que hombres constituidos en grandes dignidades han adoptado
opiniones ridículas y vanísimas: y discurriendo por la antigüedad,
fuera fácil traer a la memoria muchos ejemplos; de suerte, que
apenas se hallará Ciencia alguna, en que no se hayan extraviado
sujetos de mucho carácter, admitiendo errores, y propagándolos como
verdades certísimas. La conclusión es, que el que sepa evitar los
errores de las pasiones, del ingenio, memoria, sentidos, imaginación,
gobernándose con buena Lógica, será gran Crítico, y conocerá los
defectos literarios de los demás para enmendarlos, y no caer en
ellos.
(a)
Persona autem non qualiscumque testimonii pondus habet; ad faciendam
enim fidem auctoritas quaeritur; sed auctoritatem, aut natura, aut
tempus offert. Naturae auctoritas in virtute inest maxime. In tempore
autem multa sunt, quae afferant auctoritatem: ingenium, opes, *aetas,
fortuna, ars, usus, necessitas, concursio etiam nonnumquam rerum
fortuitarum. Nam & ingeniosos, & opulentos, & aetatis
spatio probatos dignos, quibus credatur, putant: non recte fortasse,
sed vulgi opinio mutari vix potest, ad eamque omnia dirigent, &
qui judicant, & qui existimant. Cic. Top. Ad Treb. p. 672.