domingo, 17 de octubre de 2021

Capítulo XV. De la Opinión.

Capítulo XV.

De la Opinión.

47 Cuando el entendimiento, o por los primeros principios, o por las demostraciones, alcanza claramente la verdad, queda convencido y satisfecho, porque posee el bien a que aspira; mas cuando se aplica a saber una cosa, y no ve la conformidad de ella con los principios ciertos de discurrir, queda con desconfianza y temor (en latín formido) y este conocimiento es el que se llama opinión: de modo que la opinión es un concepto mental con que el hombre no ve, ni descubre claramente su conformidad con las primeras verdades. Mas si llega a entrever la conformidad de lo que busca con los primeros principios, se llama este concepto verosímil, y si se puede fortalecer con argumentos se llama probable, bien que siempre queda en la esfera de dudoso, lo que no puede demostrarse por sus principios fundamentales. De dos maneras se forman las opiniones. El un modo es cuando hay principios que pueden servir para la certidumbre, y el entendimiento, o no los alcanza, o no ve los medios de llegar a ellos. Los que en las Ciencias estudian poco y sin buena guía, aunque ellas prestan principios fundamentales, se gobiernan por meras opiniones, porque ni saben los principios, ni pueden enlazar sus conceptos con las verdades fundamentales. Lo mismo sucede a los que quieren hablar de las Artes, que no profesan, ni conocen; porque ¿cómo pueden fundar sus discursos en un asunto, en que ignoran los principios, que han de servir de basa a sus razonamientos, y los medios de enlazar estos principios con sus conceptos? Si los hombres se contuvieran en los límites de la razón, no serían tan temerarios en juzgar de lo que no entienden, y dejarían que cada cosa la manejasen los que son verdaderamente peritos en ella. En los poderosos es donde está más arraigado este defecto. Crece en ellos el amor propio con el poder, y como son superiores a los demás en la autoridad, lo quieren ser también en el entendimiento, siendo así que este no reconoce otra superioridad que la de la razón. El hombre mientras pueda no ha de gobernarse por opiniones, y debe aspirar a la demostración: para esto es menester que se instruya en los principios fundamentales del saber, que procure conocer las cosas, y formar definiciones, y divisiones de ellas, que trabaje en descubrir sus causas, y en distinguirlas por sus propios signos, y así de grado en grado ir caminando hasta hermanar sus conceptos con las verdades primitivas. Si esto se hiciera así, mayor sabiduría tendrían los hombres; mas lo que sucede es, que por lo común, y en las más de las cosas somos como una tropa de niños, que creen haber en la cima de un monte encumbrado y áspero frutas de su gusto, y no las pueden lograr, porque ni tienen fuerzas, ni saben los caminos, cuando los hay, para subir a ellas. He dicho cuando los hay, porque nuestros mayores han trabajado en abrir las sendas para hallar la verdad, y somos tales, que por ignorancia, desidia, o mala instrucción, no las seguimos, y así nos gobernamos con opiniones vanísimas. Si esto hacemos en los caminos abiertos, ¿qué se podrá esperar de nosotros en el discurso de las cosas en que todavía están por descubrir? No sin fundamento algunos han llamado a la opinión Reyna del mundo, por lo poco que se cuida de averiguar con certeza la verdad. El vulgo ínfimo que suelen llamar de escalera abajo, es en esto de mejor condición que el vulgo alto, que llaman de escalera arriba. El Pueblo que constituye el primer vulgo regularmente se gobierna por las primeras nociones sensibles, y por las más simples combinaciones del ingenio. En lo que es más recóndito recibe la ley de los que tiene por inteligentes, y se subordina. El vulgo elevado no es así, porque se cree capaz de juzgar de todo, y lo hace con gran satisfacción, pero sin conocimiento; de modo, que los errores del Pueblo en cosas substanciales siempre dimanan del vulgo superior a quien mira como Maestro. De esto es un ejemplo continuado el trato del mundo, y debe entenderse de las cosas, que por su asunto y la poca seguridad con que se tratan, quedan en la esfera de opiniones, puesto que son muchísimas las que se tienen por tales, y son manifiestamente falsas. No sólo el vulgo está lleno de opiniones por no atender a los principios fundamentales de la razón, sino también los Filósofos. Newton, hombre de grande ingenio, miró como leyes generales de la naturaleza la gravedad y la atracción, y todas sus operaciones las quiso reducir a estos principios. Que hay gravedad y atracción en algunos cuerpos no se puede dudar; mas que sean estas cosas generales en el universo lo niegan muchos. Demos por ahora que lo sean: ¿por dónde se ha de probar que no hay otras muchas leyes universales en la naturaleza para producir sus obras, que ni pertenecen, ni se pueden reducir a estas? ¿cómo la gravedad y atracción intervienen en la constante producción de flores en la Primavera, y en el caer de las hojas en el Invierno? Las fermentaciones, cocciones, fluidez, y movimientos de los cuerpos fluidos: el sueño y vigilia, los periodos, la generación y corrupción de los animales, y otras innumerables cosas a este modo,
¿qué conexión tienen con la gravedad y atracción? Sé muy bien que Freind, Keil, Mead, todos tres Médicos doctos, han intentado explicar estas cosas por las leyes Newtonianas; ¿pero con qué violencia y extravíos? Si estos Filósofos en sus discursos hubieran tenido mira a todos los principios de la Física, y hubieran considerado todas las leyes de la naturaleza, refiriendo a ellas sus proposiciones, hubieran aprovechado más con su talento para caminar a la certidumbre y la demostración, habiendo ahora quedado sus discursos en los términos de meras opiniones. Lo mismo habían hecho antes los Físicos de las Escuelas. Con sus dos principios de materia y forma, junto con las dotes y calidades que a cada una de estas cosas atribuían, se creían entender cuanto ejecuta la naturaleza. En materia de Religión caminan de la misma suerte muchos sectarios. No admiten más que un principio, que es la Sagrada Escritura; y faltándoles la mira al otro principio, que es la tradición, cometen mil errores, que quieren sostener como fundadas opiniones. Mézclase en esto el amor propio como en todos los conceptos mentales, y con los afectos de interés, de partido, de vanagloria, y otros semejantes se mantienen sin querer examinar y reconocer los verdaderos principios que han de servir de basa a sus discursos. Si el estudio se pusiese en alcanzar los principios radicales de las cosas, no habría, aun entre los Filósofos, tanta diversidad de sentimientos. Al que no está bien instruido en los fundamentos, le parece extraña una verdad, que se puede demostrar. El Geómetra demuestra con toda evidencia, que en el triángulo rectángulo el cuadrado que se forma sobre la hipotenusa, esto es, sobre el lado opuesto al ángulo recto es igual a los cuadrados que se forman sobre los otros dos lados. Esta verdad certísima y evidente parecerá increíble al vulgo, y causará admiración a los Filósofos que no están instruidos en Geometría.
Son muchos los asuntos en todas clases donde sucede lo mismo, pues sólo llegan a la verdad los que entienden los principios; los demás no alcanzan nada, o se confunden con inciertas opiniones.

48 El otro modo de formarse las opiniones consiste en no atarse el entendimiento a las verdades fundamentales, sino tomar en lugar de ellas por principios lo que le sugiere su propio ingenio. Este es el origen de los sistemas, y la raíz de tantas opiniones como reinan entre los literatos. La voz sistema en su rigurosa significación muestra un conjunto de cosas conexas entre sí. Acomodóse en otro tiempo a cosas serias, y vanas. Mas desde que los Filósofos siguiendo a los Astrónomos han aplicado el sistema al orden de pensamientos con que intentan satisfacer las dificultades que ocurren en las cosas, formándose principios arbitrarios para explicarlas, se ha limitado su significación a mostrar las varias opiniones filosóficas, sostenidas con conexión de discursos fundados sobre los referidos principios. En este sentido se opone el sistemático al experimental en lo físico, porque este no admite otros principios que las leyes de la naturaleza conocidas por la experiencia; de modo, que la conexión que guarda, sin salir jamás de la observación, consiste en enlazar unas leyes de la naturaleza con otras, y no deducir consecuencia ninguna que no tenga por antecedentes lo descubierto por la experiencia. El sistemático por el contrario nunca pierde de vista los principios que se ha figurado, y no siendo estos naturales, tampoco son conformes a lo natural sus raciocinios. En mi discurso sobre el Mecanismo se puede ver explicado esto con muchos ejemplos. Si se miran atentamente tantas y tan extrañas opiniones, como se fomentan en las Escuelas, se hallará que, o consisten en la confusión y obscuridad de las voces, o en los principios voluntarios que cada partido toma para defenderlas. Así se ve, que donde quiera que se conforman en los principios, sólo disputan de los adherentes. Esta costumbre ha trascendido a la Teología, donde si sólo se tratasen las cuestiones que pueden resolverse por la escritura y tradición, que son los principios fundamentales de la Religión Christiana mantendría la majestad que le es propia; mas como dejado este camino se mueven dudas de cosas que no hay principios ciertos para resolverlas, puesto que ni constan por la tradición, ni por las Escrituras, se buscan para su resolución principios tomados de la Filosofía, la cual, como toda la que se usa en las Escuelas es sistemática, hace también sistemática la Teología. Obsérvense atentamente las ruidosas discordias sobre la Ciencia de Dios, sobre la Gracia, sobre el libre albedrío del hombre, y la combinación de estas cosas entre sí, y se verá que las disputas se mantienen porque quieren explicar, cada uno según su partido, de un modo humano lo que es divino, esto es, lo que es recóndito en los altísimos senos de la Sabiduría Divina: y lo que no se ha manifestado a los hombres por medio de la Escritura y tradición, lo quieren alcanzar por sus pensamientos puramente humanos, como si los inmensos atributos de Dios estuvieran sujetos a la flaqueza de los hombres. Cuidad mucho, decía el Apóstol, no os engañe alguno con la Filosofía (Epist. ad Colossens. c. 2. v. 8.)..... mis palabras no se fundan en las persuasiones de la humana sabiduría (Paul. ad Corinth. epist. I. c. 2. v. 4.). En los libros donde se trata la Moral Christiana es donde hay más opiniones, debiendo ser donde hubiese menos. Es sumamente perjudicial a la Religión y al Estado el estampar tantas Sumas de Moral llenas de opiniones, y escritas con tan poca cultura, que más parecen libros para las Barberías que para las Iglesias. Si las costumbres han de gobernarse por lo que enseñan las Divinas letras, las tradiciones Apostólicas, la doctrina de los Padres, los cánones de los Concilios, que son los principios fundamentales de la Moral: ¿cómo han de dirigirlas los que sólo estudian unas Sumas, donde lo que se trata no se reduce a estas verdades fundamentales? Si el Derecho Natural y de Gentes, y la razón instruida de estos principios, puede aprovechar muchísimo a ilustrar las verdades católicas sobre las costumbres: ¿qué se ha de esperar de unos libros, donde no se trata nada de esto, ni sus Autores por la mayor parte han cultivado este estudio; antes bien muchos de ellos hacen alarde de despreciarlo?
El Padre Concina en una erudita Disertación que compuso sobre esto, intenta probar que el Moralista que da dictámenes de conciencia sin estudio fundado de las Divinas Escrituras, de los Padres, y de los Concilios, falta gravemente a su obligación. En lugar de estos principios substituyen otros arbitrarios que sirven para acomodarlos a sus opiniones. Han tomado por máxima cierta que el Ángel malo por la dignidad de la naturaleza angélica puede todo cuanto hace y ejecuta la naturaleza: añaden otra máxima, que habiendo quedado en los Ángeles malos su ciencia, con ella pueden, aplicando las causas eficientes a los sujetos (activa passivis), obrar cosas maravillosas; de aquí han nacido los vuelos de las brujas, la impotencia respectiva por maleficios, los hechizos, encantos, y otras monstruosidades en que se emplean muchas páginas y se pierde muchísimo tiempo. De los Ángeles buenos y malos, de su ciencia, de su poder, no hay otras noticias que las de las Sagradas Escrituras. La Santa Iglesia, fiel Intérprete de ellas, nada nos manda creer sobre esta potencia tan decantada, y mucho de lo que de ella se dice está fundado en los principios de la común doctrina de las Escuelas, como lo he mostrado en mi discurso sobre la aplicación de la Filosofía a los asuntos de Religión. En fé de esto, el mantener tantas cuestiones sobre maleficios, pactos implícitos y sus efectos, como hay en las Sumas de Moral, ¿puede servir para otra cosa, que para fomentar vanas opiniones, y radicarlas en el Pueblo, de donde de todo punto se debieran desterrar? Son certísimos los documentos que dio el Divino Legislador Jesu-Christo para dirigir bien nuestras costumbres: son de inviolable fé los cánones que la Iglesia nos prescribe para este efecto: es de sumo peso la doctrina que los Padres nos han dejado, gobernados de las propuestas luces para que nuestras obras sean laudables: son fijos y ciertos los principios del Derecho Natural, y de las Gentes para dirigir nuestra conducta en ese ramo. Si hay, pues, estos principios ciertos, seguros, e indubitables, ¿a qué propósito inventar otros para fomento de opiniones?
¿Será creíble que Dios nos haya dado luces para hacer demostraciones físicas, matemáticas, y de otras cosas puramente mundanas, y nos haya dejado envueltos entre dudas y discordias sobre nuestra salud eterna? No digo por eso, que todo se haya de demostrar en lo Moral, porque los adherentes que se mezclan con los asuntos principales, nuestra flaqueza, ignorancia, y descuidos hacen, que no siempre podamos llegar a ver con toda evidencia la conformidad de nuestras resoluciones con las verdades fundamentales; pero estoy cierto, que si se estudian los verdaderos principios del Moral, y se trabaja en hacer la debida aplicación de ellos al ejercicio de nuestras operaciones, se procederá con más acierto en materia de costumbres, y se podrán quitar de este estudio un copiosísimo número de opiniones ruidosas.

49 En los tiempos antiguos, sin estas Sumas oían los Doctores Eclesiásticos las dudas de los Fieles sobre su modo de obrar, y las resolvían por estas máximas;
y si no alcanzaban a hacerlo en casos muy graves, consultaban los Obispos, los cuales, según la doctrina de la Iglesia, cuya custodia les está encargada, quitaban las dificultades. Para dirigir el juicio con acierto en las opiniones conviene distinguir las cosas de hecho y las de doctrina. Llamamos cosas de hecho las que son, han sido, o han de ser, así en lo Físico, como en lo Moral, de manera, que lo que se busca en ellas es, si existen, han existido, o han de existir. Cosas de doctrina son las averiguaciones que hace el entendimiento de la esencia, causas, atributos, &c. de las cosas de hecho. Cuando las cosas de hecho son puramente físicas, los principios fijos que hay para juzgar de ellas son las noticias que dan los sentidos y la experiencia que dimana de ellos. Lo que no pueda reducirse a estos principios es incierto, y por mucho que se quiera fundar, para en opinión, debiendo poner cuidado en no asegurar lo que no puede reducirse a los principios primeros. Los antiguos en esto fueron más cautos que algunos modernos. Observaban muchas obras de la naturaleza, cuyas causas y modos de obrar eran ocultos por no presentarse a los sentidos, como la generación de los metales, las virtudes de los venenos, las simpatías, los periodos de las tercianas, y otras semejantes, el origen, aumento y carrera de la vida de los animales y de las plantas, y otras muchísimas cosas que están sumergidas en lo más profundo del pozo de Demócrito, y se contentaban con ver los efectos que se observaban con los sentidos, y lo demás decían que venía de una virtud y cualidad oculta. Los modernos han vituperado esta explicación, como que la cualidad oculta es asilo de la ignorancia; pero si se ve lo que han adelantado en estas cosas, se hallará que no son más que razonamientos sistemáticos, que cada cincuenta años se mudan, porque por muy especiosos que sean, con el tiempo se conoce su poca, o ninguna subsistencia. El que está instruido en la Historia Filosófica sabe que esto es verdad. ¿No fuera mejor confesar la ignorancia de una cosa que hasta ahora no se ha podido alcanzar, que engañar con arrogantes y vanos discursos a los incautos? Una de las cosas en que se conocen los grandes talentos es la confesión ingenua de lo que ignoran, y el cuidado que ponen en no afirmar lo que todavía no está descubierto. Si los asuntos sobre que recaen las opiniones viniesen solos, no fuera tan difícil averiguar su conformidad con los primeros principios; mas viniendo juntos con muchos adherentes inseparables, son también muchos los principios a que se ha de atender para juzgar con acierto. ¿Dúdase si deberá ayunar una mujer preñada? Aquí se juntan las obligaciones del ayuno, y las de mantener el feto. Si las leyes del ayuno le prescriben la abstinencia de ciertos manjares, y las limitaciones de usarlos, las de la conservación propia y del feto le dictan que use de los mantenimientos que por su calidad y cantidad sean a propósito para sustentarse a sí,
y y a lo que lleva en sus entrañas. En esta combinación de leyes, que son los principios por donde se ha de resolver la cuestión, es preciso atender a las más urgentes y necesarias por la máxima primitiva de acudir a lo más preciso sin despreciar lo demás cuando hay lugar; y siendo más necesaria la conservación propia, y la del feto, que la mortificación que se intenta con el ayuno, prefiere el entendimiento las leyes naturales a las Eclesiásticas, y resuelve que la mujer preñada no está obligada al ayuno.
Si una madre criando a su propio hijo padece mucha quiebra en la salud, o está en peligro de padecerla, ¿se duda si ha de continuar? Por una parte está el amor natural de los padres, y la ley que dicta la obligación de sustentar a sus hijos: por otra está la ley de la caridad que ha de empezar por uno mismo. El hijo ya nacido es próximo, bien que en esta linea es el más inmediato y más cercano; el que está en el vientre de la madre es como parte de ella. Los mismos principios que eximen a la mujer preñada del ayuno, eximen también a la que ha parido de criar a su hijo, cuando hay daño manifiesto en su propia conservación. A este modo han de reducirse todas las dudas a sus principios; y por el enlace que tienen las cosas y los negocios conviene instruirse en las máximas fundamentales de la razón y de las Artes; y cuando esto no pueda hacerse asociar a sí peritos ingenuos, que con candor muestran las conexiones de las cosas con los fundamentos de la razón en cada materia. Así que el Letrado, que no sabe más que las leyes, no puede resolver por sí solo con acierto los casos que llevan adherentes de Física, Medicina, política, Agricultura, y otras Artes.
Lo mismo ha de entenderse del Teólogo y Canonista, debiendo todos aplicar sus luces a lo que entienden, y valerse de otros en lo que necesiten, que esto y mucho más merece la verdad y los beneficios que han de esperarse de ella.

50 Los afectos del ánimo, que inseparablemente acompañan a las opiniones, estorban el buen uso de ellas. El amor propio, que incita al hombre a no reconocer superior, le hace creer que lo que piensa es lo mejor y más acertado: cada uno sostiene sus opiniones como verdades fundamentales, y no da oídos a ninguno que piense de otra manera. Como aborrecemos todo lo que nos es contrario, de ahí nacen los odios y enemistades entre los de opiniones opuestas, y de esto las injurias, venganzas, y otros males gravísimos que cada día tenemos a la vista en los profesores de todas las Facultades. La razón dicta, que nadie se tenga por Juez y árbitro de la verdad en cosas opinables, que nos oigamos, pesando las razones de cada uno recíprocamente, que abracemos la verdad, aunque venga de nuestro mayor enemigo, que el que tiene más luces, se compadezca del que no las tiene, y que nunca hagamos guerra de la voluntad, lo que solo es oposición del entendimiento. Como el extinguirse las contiendas de cosas que importan poco entre los profesores de Teología, es necesario para que reine la paz, y la verdad no padezca detrimento, quiero poner lo que el Emperador Constantino aconsejaba a los que turbaban la Iglesia con cuestiones voluntarias, vanas e importunas, contrarias a la edificación de los Fieles: "Las cuestiones que ninguna ley ni regla Eclesiástica prescribe con obligación, antes dimanan de vanas altercaciones, aunque no se propongan sino con el fin de ejercitar el ingenio, deben contenerse en lo interior de la mente, y no sacarlas a la vista del Pueblo, ni fiarlas inconsideradamente a los oídos del vulgo.... Ni es conveniente que por vuestras contiendas imprudentes sobre cosas de tan poco momento se lleve el Pueblo a disensión.... Si los Filósofos, aunque por la doctrina que cada uno de ellos sostiene estén discordes, con todo están unidos por la profesión con que mutuamente conspiran, no será mucho más razonable que los que somos siervos de Dios Todo poderoso estemos unidos, conformando nuestros ánimos por el instituto de la Religión que profesamos? Pensemos con más cuidado: si será del caso que los hermanos riñan con los hermanos por una liviana y inútil contienda de palabras, y que la paz se quebrante con impía disensión por vosotros que altercáis por cosas tan pequeñas, y en manera ninguna necesarias? Son estos procedimientos populares y más propios de la ignorancia de los niños que de la sabiduría de los Sacerdotes y hombres prudentes.... y siendo entre vosotros una misma la fé y una misma la creencia de Religión: obligándonos el precepto de la ley a tener conformes las voluntades, esto que ha movido entre vosotros la contienda, puesto que no pertenece al principal fundamento de la Religión, no hay motivo para que mantenga entre vosotros la discordia y la sedición. No digo esto para obligaros a que seáis en todo de un mismo parecer, porque ni queremos todos una misma cosa, ni pensamos de una misma manera; pero debe mantenerse entre todos la unión y la paz, aunque haya disensión en cosas de poco momento (a). (a) Eusebius de Vita Constantini, lib. 2. capit. 69. tom. I. página 391, edición de Amsterdam, año de 1695.

51 Para el remedio que debe aplicarse, según buena Lógica, a fin de llevar el entendimiento, en cuanto sea posible, a la demostración, y no entregarse a las opiniones, además de las máximas que hemos propuesto antes, será conveniente, que en cualquiera cuestión que se haya de tratar, se mire primero si hay principios y verdades fundamentales para resolverla, y si los hay, todo el cuidado se ha de poner en hallar la conformidad de lo que se busca con los principios, haciéndolo de raciocinio en raciocinio, como hemos explicado, tratando de las demostraciones: si no hay principios, o no se han descubierto hasta ahora, es en vano buscar la certeza, y conviene entonces suspender el juicio y no dar asenso a lo que se concibe. Si las cosas donde no hay principios para resolverlas son puramente teóricas, es perder el tiempo meterlas en disputa, como son muchas cuestiones de la Teología, Metafísica, Física, y otras Artes: si son prácticas, de manera que sea menester proceder a la obra, entonces se ha de solicitar la mayor verosimilitud, que se consigue buscando para nuestra conducta la conexión que nuestro dictamen pueda tener con verdades ya conocidas, ayudándonos para esto de la semejanza, correspondencia de acciones, tiempos, &c. De esta manera se procede por lo común en la Política, y alguna vez en la Moral. Cuando hay principios y verdades fundamentales, que se ignoran por falta de estudio y aplicación, o no se descubren por negligencia, son claros los remedios que se han de aplicar, pues consisten en trabajar contra la ignorancia, dejar la pereza, y aplicar todo el cuidado en descubrir la conexión que tiene con las verdades fundamentales aquello que se quiere saber. Si los principios son fingidos como en los sistemáticos, el remedio es un absoluto desprecio de todas sus opiniones.
En este importante asunto de gobernar el entendimiento en las cosas opinables, conviene más que nunca tener presente el consejo del Apóstol:
Omnia probate, quod bonum est tenete.

Capítulo XIV. De la Demostración.

Capítulo XIV.

De la Demostración.

44 Cuando las verdades fundamentales, o las máximas que se deducen de ellas, sirven de premisas en un silogismo bien dispuesto, el consiguiente es cierto y evidente, y el tal silogismo se llama demostración; la cual no es otra cosa que un conocimiento cierto y evidente de las cosas, deducido de premisas evidentes y ciertas. Llamamos cierta la verdad de que estamos asegurados, como que no puede faltar: evidencia es el conocimiento que además de ser cierto y seguro, nos muestra la verdad con la claridad misma con que solemos ver las cosas.
Así la certeza como la evidencia se consiguen, o por medio de la observación experimental de los sentidos, o por los principios de la recta razón. Tan cierto y evidente es para mí, que es injusto un agravio que se me hace, lo cual conozco por la razón, como que estoy padeciendo en mi cuerpo cuando tengo un dolor, lo cual alcanzo por los sentidos. Con la misma certeza y evidencia que tengo de que el Sol trae luz y calor, que es verdad sensible, estoy asegurado que el Sol ha recibido estas fuerzas de Dios, lo cual es verdad de razón; porque así como soy llevado a creer que el Sol trae consigo estas cosas, porque por sí mismas nunca subsisten, y en la presencia del Sol nunca faltan, ni más ni menos conozco que el Sol de sí mismo no tiene esta potencia por aquel principio experimental, que ningún ser corpóreo viene de sí mismo, sino de otra causa, y otro de razón natural, que no han de ir estas causas hasta el infinito, sino terminar en un ser que sea el origen y principio de todos los movimientos, y a este ser llamamos Dios. Así que la demostración se ha de componer precisamente de verdades primeras, o de máximas, que tengan necesaria conexión con ellas. Si hacemos patente esta conexión en lo que tratamos, decimos que lo hemos demostrado; si no hemos llegado a eso, hemos de procurarlo, ordenando las verdades (en las Escuelas las llaman pruebas) de silogismo en silogismo, hasta encontrar el enlace de lo que intentamos probar con las verdades fundamentales. En llegando a estas no se ha de pasar más adelante, porque son evidentes por sí mismas, y en viéndolas no hay entendimiento que no quede asegurado y convencido: de modo, que dicen bien los Escolásticos, que no se ha de disputar con los que niegan los principios, y que lo que es por sí mismo claro, no necesita de pruebas. Sea esto dicho de paso contra los Escépticos importunos y tupidos, que no se rinden a la misma evidencia. Lock no estuvo constante tratando de esto. Concede que el conocimiento intuitivo es cierto y evidente, y que con él estamos asegurados de la verdad. Llama intuitivo el conocimiento con que alcanzamos las cosas sin necesitar de otro conocimiento, como son las verdades primitivas, y primeros principios de que hemos hablado. Dice también, que es cierto y evidente, aunque la evidencia no es tan clara, lo que se prueba por necesaria conexión con los conocimientos intuitivos (a). Tratando después de las máximas, que sirven de fundamento a los Filósofos para discurrir con acierto, las cuales son verdades fundamentales, deducidas y conexas con las primitivas, aunque no las tiene por absolutamente inútiles, las rechaza como de poco uso, y en algunos casos como dañosas para alcanzar la evidencia (b). El extremo con que este y otros modernos persiguen las Escuelas, hace que en algunas ocasiones no guarden perfecta consecuencia en la doctrina. Lo cierto es, que unas veces el entendimiento en una cosa remota ve con claridad la conexión que tiene con las verdades primitivas, especialmente si es agudo, sagaz, y habituado a raciocinar, y al punto asiente, o disiente a ella, como que tácitamente, y en un momento descubre todo el enlace de razonamientos con que se llega a los primeros principios: otras veces no ve tan de cerca esta conexión, y entonces conviene pararse,
y ir descubriendo el enlace de las verdades, para quedar asegurado.

(a) Lock Essai de l´entendem. lib. 4. cap. 2.pág. 432. y sig.

(b) Lock lib. 4. cap. 7. §. II. pág. 495. y sig.


45 Resta ahora proponer algunas advertencias para hacer bien las demostraciones. Toda demostración ha de tener por objeto las cosas universales, porque de las singulares no puede haberla. Conócense las singulares con toda evidencia por la aplicación de los sentidos a las cosas, y de la mente a las primeras nociones; pero no se demuestran, ni lo necesitan, porque no es menester otro medio distinto de ellas mismas para alcanzarlas.
La presencia de la luz, lo pesado y liviano, el movimiento, el frío y calor, y otras cosas a este modo con sola la aplicación de los sentidos son evidentes: como lo son también las primeras y simples nociones que tiene el entendimiento, y sirven de
basa, y ocasión al ingenio para formar demostraciones. Es verdad, que los universales se forman de los singulares; pero solo se hace abstrayendo de estos los atributos comunes, los cuales son los que aprovechan para demostrar las cosas. En cada ente singular, además de los predicados comunes, hay una particularidad tan propia suya, que no se halla en otro ninguno aun del mismo género. Los Griegos la llamaron *gr idiosincrasia, de la cual se trata extensamente en la Medicina, y no está sujeta a demostración por ser especial y propia de cada individuo. De esta singularidad nace la distinta cara, genio, y especial temperamento de los hombres; y debe esta conocerse por observación particular, que sólo sirve para aquella determinada cosa donde reside, y no puede demostrarse, porque no hay medio, antecedente, ni principio a que reducirla, por ser única. Debe también la demostración ser de cosas necesarias y perpetuas, porque así será siempre verdadera, puesto que las cosas contingentes y que pasan, por su misma mutación están expuestas a la incertidumbre. Por eso las definiciones y divisiones lógicas bien hechas son los medios más a propósito que hay para las demostraciones; y bien se ve que los predicados esenciales son perpetuos y permanentes, y siempre unos mismos en las cosas, porque ni se engendran de nuevo, ni se acaban: hácense sólo de nuevo, y se destruyen los singulares individuos que los contienen. Para entender esto físicamente puede servir lo que hemos dicho de los elementos, y de las semillas en el discurso sobre el Mecanismo (a : Pág. 74. y sig.). Sirve asimismo para demostrar las cosas el conocimiento de sus causas. Para proceder en esto con acierto, especialmente en el estudio de la naturaleza, cuyas demostraciones casi siempre se hacen por este camino, conviene saber que por causa no entendemos sólo la eficiente, sino también la material, que es el sujeto y basa de que se compone una cosa: la formal, que es el conjunto de caracteres con que se distingue de otras:
la instrumental, que es el medio con que se forma: la final, que es el fin a que se endereza. De todas estas hablaba Virgilio cuando decía: dichoso aquel que puede conocer las causas de las cosas (a), &c; y con razón, porque es sumamente útil conocer y distinguir cada una de las causas propuestas. El no haber cosa ninguna en que no concurran estas causas, es el motivo de ser útiles para las demostraciones, y de ahí ha nacido la máxima fundamental tantas veces inculcada de Wolfio: nada se hace sin razón suficiente (b). Por esto han culpado muchos a Verulamio, que quitó del estudio de la Física las causas finales, dando motivo con esto a introducir el Epicurismo. Siendo, pues, preciso que estas causas estén conexas con las cosas, dimanan de ahí dos suertes de demostraciones: unas prueban las cosas por sus causas, y se llaman à priori: otras descubren las causas por sus efectos, y se llaman à posteriori; y ambas tienen su fuerza en el necesario enlace con que las cosas y sus causas deben estar juntas. En la naturaleza hay ciertas leyes generales, que siempre se guardan: hay otras especiales y propias, que solo en ciertos casos se observan. Las primeras conviene reducirlas a demostraciones por máximas universales, ya se demuestren a priori ya a posteriori. De esta clase son los aforismos de Hipócrates: algunas máximas de la Física, aunque no tantas como se cree: y las leyes generales, que van propuestas al principio de mis
Instituciones Médicas. Para hacer las demostraciones a priori, conviene examinar las causas evidentemente sensibles, notando el modo como concurren en sus efectos.
La vida de los animales no se puede mantener sin la respiración.

(a) Virgil. Georgic. lib. 2. vers. 490.

(b) Wolf. Ontolog. Pars I. sec. I. cap. 2. §. 70. pág. 28.

El aire aun del modo que se hace sensible es preciso para respirar: luego el aire es preciso para mantener la vida de los animales. Las dos premisas de esta demostración son evidentes y experimentales. Aquello que estando presente excita los animales y las plantas a la propagación, influye en la generación de estas cosas: el Sol con su presencia excita los animales y las plantas a la propagación: luego el Sol influye en la generación de estas cosas. A este modo pueden formarse muchas demostraciones a priori sobre la necesidad del agua para la vegetación y nutrición, sobre el frío y el calor, sobre las pasiones del ánimo y sus efectos, y, por decirlo de una vez, sobre todas las cosas, cuyas causas se presentan a los sentidos. Lo justo y honesto son verdaderos bienes: todo bien verdadero es digno de ser estimado: luego lo justo y honesto es digno de ser estimado. En esta demostración a priori las premisas son principios de razón natural; y de un modo semejante se puede demostrar la inmaterialidad e inmortalidad del alma: la existencia de Dios como primera causa, y otras cosas de esta clase, como pienso hacerlo en otra parte.

46 Para hacer las demostraciones a posteriori, conviene saber que hay ciertas causas que obran en la naturaleza ocultamente, de modo que en sí mismas no se presentan a nuestros sentidos, y solo llegamos con ellos a percibir sus efectos. El aire en muchas ocasiones influye en los cuerpos sin hacerlo por ninguna cualidad sensible, sino por una oculta fuerza (Hipócrates la llama divina), que sólo nos consta por los efectos que causa. A este modo son ocultas muchas enfermedades internas, las virtudes y modos de obrar de los venenos, y otras muchísimas cosas, de modo que en esta linea en lo físico, debemos confesar, que es más lo que ignoramos que lo que sabemos. Mas los efectos que así vienen de causas ocultas son en dos maneras: unos son totalmente inseparables de su modo de obrar, porque dimanan inmediatamente del poder de la causa, que dejaría de serlo si no los produjese: otros son contingentes, como que para su producción se requieren ciertas circunstancias en el sujeto en que obran, las cuales, por ser varias, hacen diversidad en la producción. A los primeros llamaron los Griegos *gr Epiphenomenos, que quiere decir que se manifiestan juntos con la causa: a los segundos *gr Epigenomenos, que vale tanto como que vienen después. Unos y otros se ven en las enfermedades, en las plantas, y en las más de las producciones de la naturaleza. Con los Epiphenomenos, formando primero historias exactas de ellos, se hacen demostraciones a posteriori, en que se descubre la actividad e influencia de las causas ocultas: con los Epigenomenos bien observados se conoce la vehemencia y éxito, o término de la operación. De ambos me he valido yo en mi Práctica Médica para manifestar las enfermedades por sus síntomas, dando de este modo el conocimiento más fijo que se puede tener en estas cosas. Como el corazón del hombre es oculto, las demostraciones de los Políticos, si es que las hay, pertenecen a esta clase. Los Lógicos dicen, y conviene confesarlo, que las demostraciones a posteriori nunca son tan exactas ni tan fijas como las que se hacen a priori. No pongo ejemplos de esto, porque todos mis escritos Físicos y Médicos están llenos de ellos; o, por decirlo más claro, he procurado que fuesen un ejemplo de estas reglas. Por lo que llevamos propuesto se echa de ver cuánta diligencia, sagacidad, exactitud, y examen se requiere para hacer buenas demostraciones, y cuán distantes de serlo están muchas que se dan por tales en los libros modernos. El Genuense ha llenado de este especioso título casi todos sus argumentos, y bien mirados, apenas llegan muchos de ellos a una fundada probabilidad. Tan lejos están de la demostración. Estos efectos, así necesarios como contingentes, son los signos de sus causas, de modo que los primeros la descubren con seguridad por su necesaria conexión con ella: los otros no la muestran con tanta firmeza. A los primeros llamaron los Griegos *gr techmerion, a los segundos, *gr semeion, y de ambos usó primero con mucho acierto Hipócrates en la Medicina: después hizo Aristóteles mención de ellos en su libro *gr de Interpretatione. Esta advertencia de los signos es de suma consideración, no sólo en las Ciencias, sino en el trato común. Descúbrense con ellos las cosas ocultas, con tal que se distingan los necesarios de los contingentes, y a cada clase se le dé el valor de certeza que le corresponde. Grandes errores se han cometido en las predicciones, adivinaciones, y profecías, por tener por signos fijos del primer orden los que no lo son: todavía se cometen mayores en lo político y en el trato civil, acostumbrándose los hombres con signos ligeros (llámanse sospechas) o muy contingentes, que a lo más hacen conjeturas, a asegurar la intención de los que censuran. La mayor parte de los juicios temerarios nacen de la mala observación y poca diligencia que se tiene en estos signos. Lo que hemos dicho hasta aquí ha de entenderse de los signos naturales, porque las cosas que indican a otras por instituto de los hombres, como los vocablos de las lenguas provinciales, y el ramo sobre la puerta, que en algunos lugares significa el vino para vender, y otras cosas a este modo, fácilmente se entiende lo que significan, si se pone cuidado en el uso que los hombres a su beneplácito les han dado. La doctrina de los signos bien entendida es sólida, y debe ocupar en la Lógica el lugar que los Escolásticos dan a su tratado del Signo, donde no se explica nada útil, y todo se reduce a cuestiones pueriles, que emboban a los niños, y con ellas sin aprender cosa alguna, se hacen tenazmente disputadores, y porfiados.

Capítulo XIII. De la verdad.

Capítulo XIII.

De la verdad.

42 El entendimiento del hombre tiene por objeto, y fin de todas sus obras la verdad, y con ella sosiega, y se satisface, como que es hecho para la verdad eterna, que reside en el Cielo; de quien son chispas las verdades de acá abaxo. Verdad real es el ser de cada cosa, según lo que es, y le corresponde: verdad mental es la conformidad de los actos del entendimiento con la verdad real.
Así que conviene examinar cada cosa, según realmente es en sí misma, y después comprenderla como ella es, para poder decir que se alcanza la verdad. La verdad real es una, porque es el mismo ser de las cosas; la mental es Lógica, Metafísica, &c. según es el objeto de ella, y el fin a que se endereza. Si los actos del entendimiento se conforman con el verdadero ser de los entes en común, la verdad es metafísica: si se conforman con lo justo, pertenece a la Jurisprudencia: si con lo honesto, útil y deleitable, a la Moral: y así de las demás Ciencias. La Lógica no tiene por objeto verdad alguna determinada, sino el examinar, y comprobarlas todas por medio de las nociones exactas, definiciones, divisiones, y silogismos. De aquí es, que la Lógica es transcendental, esto es, abraza todas las Artes científicas, y sirve, y aun es necesaria para todas ellas.
La falsedad solo cabe en las nociones del entendimiento, y por eso solamente es contraria de la verdad mental. Aún en esto conviene distinguir la verdad de la veracidad. Esta es la conformidad de la locución con los pensamientos, y es una gran virtud, de que se trata en la Filosofía Moral: aquella es la conformidad de los pensamientos con las cosas: y es visto que la una puede estar sin la otra de esta manera. Si alguno alcanza la verdad de una cosa, y la dice contra lo que siente, tiene verdad mental, mas no veracidad: si está equivocado creyendo ser verdad lo que piensa, y lo dice como lo siente, tiene veracidad, y no verdad.
En el trato común se explica todo con el nombre de verdad; mas conviene mucho separar estas cosas, porque el que falta a la veracidad voluntariamente, es hombre falso y engañador; el que siendo veraz equivoca las cosas, no es falso ni mentiroso, sino fácil crédulo y poseído del error. Estas cosas son tan claras, que no necesitan de más explicación. Lo que más hace a nuestro asunto, es entender el modo como hemos de portarnos, para que nuestras nociones sean siempre verdaderas. Dos máximas ha de guardar el que quiere conseguirlo. La una es: no dar asenso, o disenso a ninguna proposición, de quien no veamos claramente la conformidad que tiene con las cosas en que consiste la verdad real. Esta regla pertenece al juicio, y no es posible dar un paso seguro en las Ciencias, ni en el trato civil sin observarla. En los capítulos siguientes explicaremos esto con más extensión. La otra máxima es: no asentir, o disentir a las proposiciones por los afectos del ánimo que las acompañan, sino por la mera correspondencia entre la verdad mental y real. El hombre en este mundo, ni estará jamás sin errores, ni sin defectos, porque su naturaleza corrompida le arrastra, y si Dios no nos asistiera, no seríamos otra cosa que depósitos de vicios y falsedades; pero aseguro, que si usamos debidamente de nuestra libertad, observando en nuestra conducta las dos máximas propuestas, ciertamente nos veremos libres de muchos errores y engaños.

43 El modo que ha de tener el hombre para conformar sus pensamientos con las cosas, le hemos manifestado tratando del juicio y de las ideas. Aquí solo propondré cómo concurre la Lógica a la averiguación de la verdad. Para entender la naturaleza y sus obras conviene observar con la recta aplicación de los sentidos las cosas singulares, sus atributos, propiedades, leyes de movimiento, generación, corrupción, mutaciones, periodos, edades, relaciones, modos de obrar y de nacer; esto es, como son causas y efectos, como se juntan unas con otras, y se separan para componer varios todos físicos, &c. En el examen de las cosas inmateriales importa notar los principios de luz natural, las consecuencias que nacen de ellos, las reflexiones mentales, que acompañándolos las ilustran, y el orden, conexión y enlace, que entre sí tienen para sacar de verdad en verdad la manifestación de lo oculto. En ambas clases es preciso reducir a nociones universales los predicados comunes en que se convienen las cosas, y separar los atributos especiales con que se diferencian, formando géneros, especies y diferencias de los que son esenciales, y notando las afecciones que pertenecen a las propiedades y accidentes. Con estas prevenciones se podrán las cosas definir y dividir sin equivocarlas, y se harán, según convenga, inducciones, ejemplos, y silogismos, con que por proposiciones universales y particulares se llegue a descubrir si las cosas están bien, o mal averiguadas, y si están en las clases que les corresponde. Dedúcese de esto, que son dos las maneras de verdades generales: unas consisten en los principios derivados de la observación por los sentidos, y de la recta razón: otras se deducen por legítimas consecuencias de los dichos principios. Las primeras se pueden llamar verdades primitivas, fundamentales, principios de bien juzgar: las otras son secundarias, esto es, nacen de las primeras; y ambas son máximas constantes para proceder con acierto al descubrimiento de otras verdades. Las verdades fundamentales las produce el entendimiento, poniendo en obra su potencia de juzgar: las demás las va descubriendo con el estudio de las Artes y Ciencias. Fácil es reparar, que todas las Artes tienen sus reglas fijas, que les sirven de principios para gobernarse, y debe ser el principal cuidado de los que quieren saber con fundamento el instruirse en las máximas primitivas y originales de cada profesión, como que las verdades que a cada una pertenecen no han de ser sueltas, sino encadenadas con los primeros principios. Este enlace es el que hace la Lógica, procediendo de proposición en proposición, y enlazando con consecuencias seguidas las últimas verdades con las primeras. Es superficial, y poco estable lo que se sabe en cada Arte, profesión, y facultad, si no se entienden bien los principios y fundamentos de ella, porque es vago, e incierto lo que se establece sin verdaderos fundamentos: así que yerran y hacen errar a otros los que con una mala Lógica, aunque sea moderna, con algunas noticias sueltas, sin principios de las Artes, hablan de todo y deciden como si fuesen legítimos poseedores de las Ciencias.