Capítulo XIV.
De la Demostración.
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Cuando las verdades fundamentales, o las máximas que se deducen de
ellas, sirven de premisas en un silogismo bien dispuesto, el
consiguiente es cierto y evidente, y el tal silogismo se llama
demostración; la cual no es otra cosa que un conocimiento cierto y
evidente de las cosas, deducido de premisas evidentes y ciertas.
Llamamos cierta la verdad de que estamos asegurados, como que no
puede faltar: evidencia es el conocimiento que además de ser cierto
y seguro, nos muestra la verdad con la claridad misma con que solemos
ver las cosas.
Así la certeza como la evidencia se consiguen, o
por medio de la observación experimental de los sentidos, o por los
principios de la recta razón. Tan cierto y evidente es para mí, que
es injusto un agravio que se me hace, lo cual conozco por la razón,
como que estoy padeciendo en mi cuerpo cuando tengo un dolor, lo cual
alcanzo por los sentidos. Con la misma certeza y evidencia que tengo
de que el Sol trae luz y calor, que es verdad sensible, estoy
asegurado que el Sol ha recibido estas fuerzas de Dios, lo cual es
verdad de razón; porque así como soy llevado a creer que el Sol
trae consigo estas cosas, porque por sí mismas nunca subsisten, y en
la presencia del Sol nunca faltan, ni más ni menos conozco que el
Sol de sí mismo no tiene esta potencia por aquel principio
experimental, que ningún ser corpóreo viene de sí mismo, sino de
otra causa, y otro de razón natural, que no han de ir estas causas
hasta el infinito, sino terminar en un ser que sea el origen y
principio de todos los movimientos, y a este ser llamamos Dios. Así
que la demostración se ha de componer precisamente de verdades
primeras, o de máximas, que tengan necesaria conexión con ellas. Si
hacemos patente esta conexión en lo que tratamos, decimos que lo
hemos demostrado; si no hemos llegado a eso, hemos de procurarlo,
ordenando las verdades (en las Escuelas las llaman pruebas) de
silogismo en silogismo, hasta encontrar el enlace de lo que
intentamos probar con las verdades fundamentales. En llegando a estas
no se ha de pasar más adelante, porque son evidentes por sí mismas,
y en viéndolas no hay entendimiento que no quede asegurado y
convencido: de modo, que dicen bien los Escolásticos, que no se ha
de disputar con los que niegan los principios, y que lo que es por sí
mismo claro, no necesita de pruebas. Sea esto dicho de paso contra
los Escépticos importunos y tupidos, que no se rinden a la misma
evidencia. Lock no estuvo constante tratando de esto. Concede que el
conocimiento intuitivo es cierto y evidente, y que con él estamos
asegurados de la verdad. Llama intuitivo el conocimiento con que
alcanzamos las cosas sin necesitar de otro conocimiento, como son las
verdades primitivas, y primeros principios de que hemos hablado. Dice
también, que es cierto y evidente, aunque la evidencia no es tan
clara, lo que se prueba por necesaria conexión con los conocimientos
intuitivos (a). Tratando después de las máximas, que sirven de
fundamento a los Filósofos para discurrir con acierto, las cuales
son verdades fundamentales, deducidas y conexas con las primitivas,
aunque no las tiene por absolutamente inútiles, las rechaza como de
poco uso, y en algunos casos como dañosas para alcanzar la evidencia
(b). El extremo con que este y otros modernos persiguen las Escuelas,
hace que en algunas ocasiones no guarden perfecta consecuencia en la
doctrina. Lo cierto es, que unas veces el entendimiento en una cosa
remota ve con claridad la conexión que tiene con las verdades
primitivas, especialmente si es agudo, sagaz, y habituado a
raciocinar, y al punto asiente, o disiente a ella, como que
tácitamente, y en un momento descubre todo el enlace de
razonamientos con que se llega a los primeros principios: otras veces
no ve tan de cerca esta conexión, y entonces conviene pararse, y
ir descubriendo el enlace de las verdades, para quedar asegurado.
(a) Lock Essai de l´entendem. lib. 4. cap. 2.pág. 432. y sig.
(b) Lock lib. 4. cap. 7. §. II. pág. 495. y sig.
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Resta ahora proponer algunas advertencias para hacer bien las
demostraciones. Toda demostración ha de tener por objeto las cosas
universales, porque de las singulares no puede haberla. Conócense
las singulares con toda evidencia por la aplicación de los sentidos
a las cosas, y de la mente a las primeras nociones; pero no se
demuestran, ni lo necesitan, porque no es menester otro medio
distinto de ellas mismas para alcanzarlas.
La presencia de la
luz, lo pesado y liviano, el movimiento, el frío y calor, y otras
cosas a este modo con sola la aplicación de los sentidos son
evidentes: como lo son también las primeras y simples nociones que
tiene el entendimiento, y sirven de basa,
y ocasión al ingenio para formar demostraciones. Es verdad, que los
universales se forman de los singulares; pero solo se hace
abstrayendo de estos los atributos comunes, los cuales son los que
aprovechan para demostrar las cosas. En cada ente singular, además
de los predicados comunes, hay una particularidad tan propia suya,
que no se halla en otro ninguno aun del mismo género. Los Griegos la
llamaron *gr idiosincrasia, de la cual se trata extensamente en la
Medicina, y no está sujeta a demostración por ser especial y propia
de cada individuo. De esta singularidad nace la distinta cara, genio,
y especial temperamento de los hombres; y debe esta conocerse por
observación particular, que sólo sirve para aquella determinada
cosa donde reside, y no puede demostrarse, porque no hay medio,
antecedente, ni principio a que reducirla, por ser única. Debe
también la demostración ser de cosas necesarias y perpetuas, porque
así será siempre verdadera, puesto que las cosas contingentes y que
pasan, por su misma mutación están expuestas a la incertidumbre.
Por eso las definiciones y divisiones lógicas bien hechas son los
medios más a propósito que hay para las demostraciones; y bien se
ve que los predicados esenciales son perpetuos y permanentes, y
siempre unos mismos en las cosas, porque ni se engendran de nuevo, ni
se acaban: hácense sólo de nuevo, y se destruyen los singulares
individuos que los contienen. Para entender esto físicamente puede
servir lo que hemos dicho de los elementos, y de las semillas en el
discurso sobre el Mecanismo (a : Pág. 74. y sig.). Sirve asimismo
para demostrar las cosas el conocimiento de sus causas. Para proceder
en esto con acierto, especialmente en el estudio de la naturaleza,
cuyas demostraciones casi siempre se hacen por este camino, conviene
saber que por causa no entendemos sólo la eficiente, sino también
la material, que es el sujeto y basa de que se compone una cosa: la
formal, que es el conjunto de caracteres con que se distingue de
otras:
la instrumental, que es el medio con que se forma: la
final, que es el fin a que se endereza. De todas estas hablaba
Virgilio cuando decía: dichoso aquel que puede conocer las causas de
las cosas (a), &c; y con razón, porque es sumamente útil
conocer y distinguir cada una de las causas propuestas. El no haber
cosa ninguna en que no concurran estas causas, es el motivo de ser
útiles para las demostraciones, y de ahí ha nacido la máxima
fundamental tantas veces inculcada de Wolfio: nada se hace sin razón
suficiente (b). Por esto han culpado muchos a Verulamio, que quitó
del estudio de la Física las causas finales, dando motivo con esto a
introducir el Epicurismo. Siendo, pues, preciso que estas causas
estén conexas con las cosas, dimanan de ahí dos suertes de
demostraciones: unas prueban las cosas por sus causas, y se llaman à
priori: otras descubren las causas por sus efectos, y se llaman à
posteriori; y ambas tienen su fuerza en el necesario enlace con que
las cosas y sus causas deben estar juntas. En la naturaleza hay
ciertas leyes generales, que siempre se guardan: hay otras especiales
y propias, que solo en ciertos casos se observan. Las primeras
conviene reducirlas a demostraciones por máximas universales, ya se
demuestren a priori ya a posteriori. De esta clase son los aforismos
de Hipócrates: algunas máximas de la Física, aunque no tantas como
se cree: y las leyes generales, que van propuestas al principio de
mis Instituciones Médicas.
Para hacer las demostraciones a priori, conviene examinar las causas
evidentemente sensibles, notando el modo como concurren en sus
efectos.
La vida de los animales no se puede mantener sin la
respiración.
(a) Virgil. Georgic. lib. 2. vers. 490.
(b) Wolf. Ontolog. Pars I. sec. I. cap. 2. §. 70. pág. 28.
El
aire
aun del modo que se hace sensible es preciso para respirar: luego el
aire es preciso para mantener la vida de los animales. Las dos
premisas de esta demostración son evidentes y experimentales.
Aquello que estando presente excita los animales y las plantas a la
propagación, influye en la generación de estas cosas: el Sol con su
presencia excita los animales y las plantas a la propagación: luego
el Sol influye en la generación de estas cosas. A este modo pueden
formarse muchas demostraciones a priori sobre la necesidad del agua
para la vegetación y nutrición, sobre el frío y el calor, sobre
las pasiones del ánimo y sus efectos, y, por decirlo de una vez,
sobre todas las cosas, cuyas causas se presentan a los sentidos. Lo
justo y honesto son verdaderos bienes: todo bien verdadero es digno
de ser estimado: luego lo justo y honesto es digno de ser estimado.
En esta demostración a priori las premisas son principios de razón
natural; y de un modo semejante se puede demostrar la inmaterialidad
e inmortalidad del alma: la existencia de Dios como primera causa, y
otras cosas de esta clase, como pienso hacerlo en otra parte.
46 Para hacer las demostraciones a posteriori, conviene saber que hay ciertas causas que obran en la naturaleza ocultamente, de modo que en sí mismas no se presentan a nuestros sentidos, y solo llegamos con ellos a percibir sus efectos. El aire en muchas ocasiones influye en los cuerpos sin hacerlo por ninguna cualidad sensible, sino por una oculta fuerza (Hipócrates la llama divina), que sólo nos consta por los efectos que causa. A este modo son ocultas muchas enfermedades internas, las virtudes y modos de obrar de los venenos, y otras muchísimas cosas, de modo que en esta linea en lo físico, debemos confesar, que es más lo que ignoramos que lo que sabemos. Mas los efectos que así vienen de causas ocultas son en dos maneras: unos son totalmente inseparables de su modo de obrar, porque dimanan inmediatamente del poder de la causa, que dejaría de serlo si no los produjese: otros son contingentes, como que para su producción se requieren ciertas circunstancias en el sujeto en que obran, las cuales, por ser varias, hacen diversidad en la producción. A los primeros llamaron los Griegos *gr Epiphenomenos, que quiere decir que se manifiestan juntos con la causa: a los segundos *gr Epigenomenos, que vale tanto como que vienen después. Unos y otros se ven en las enfermedades, en las plantas, y en las más de las producciones de la naturaleza. Con los Epiphenomenos, formando primero historias exactas de ellos, se hacen demostraciones a posteriori, en que se descubre la actividad e influencia de las causas ocultas: con los Epigenomenos bien observados se conoce la vehemencia y éxito, o término de la operación. De ambos me he valido yo en mi Práctica Médica para manifestar las enfermedades por sus síntomas, dando de este modo el conocimiento más fijo que se puede tener en estas cosas. Como el corazón del hombre es oculto, las demostraciones de los Políticos, si es que las hay, pertenecen a esta clase. Los Lógicos dicen, y conviene confesarlo, que las demostraciones a posteriori nunca son tan exactas ni tan fijas como las que se hacen a priori. No pongo ejemplos de esto, porque todos mis escritos Físicos y Médicos están llenos de ellos; o, por decirlo más claro, he procurado que fuesen un ejemplo de estas reglas. Por lo que llevamos propuesto se echa de ver cuánta diligencia, sagacidad, exactitud, y examen se requiere para hacer buenas demostraciones, y cuán distantes de serlo están muchas que se dan por tales en los libros modernos. El Genuense ha llenado de este especioso título casi todos sus argumentos, y bien mirados, apenas llegan muchos de ellos a una fundada probabilidad. Tan lejos están de la demostración. Estos efectos, así necesarios como contingentes, son los signos de sus causas, de modo que los primeros la descubren con seguridad por su necesaria conexión con ella: los otros no la muestran con tanta firmeza. A los primeros llamaron los Griegos *gr techmerion, a los segundos, *gr semeion, y de ambos usó primero con mucho acierto Hipócrates en la Medicina: después hizo Aristóteles mención de ellos en su libro *gr de Interpretatione. Esta advertencia de los signos es de suma consideración, no sólo en las Ciencias, sino en el trato común. Descúbrense con ellos las cosas ocultas, con tal que se distingan los necesarios de los contingentes, y a cada clase se le dé el valor de certeza que le corresponde. Grandes errores se han cometido en las predicciones, adivinaciones, y profecías, por tener por signos fijos del primer orden los que no lo son: todavía se cometen mayores en lo político y en el trato civil, acostumbrándose los hombres con signos ligeros (llámanse sospechas) o muy contingentes, que a lo más hacen conjeturas, a asegurar la intención de los que censuran. La mayor parte de los juicios temerarios nacen de la mala observación y poca diligencia que se tiene en estos signos. Lo que hemos dicho hasta aquí ha de entenderse de los signos naturales, porque las cosas que indican a otras por instituto de los hombres, como los vocablos de las lenguas provinciales, y el ramo sobre la puerta, que en algunos lugares significa el vino para vender, y otras cosas a este modo, fácilmente se entiende lo que significan, si se pone cuidado en el uso que los hombres a su beneplácito les han dado. La doctrina de los signos bien entendida es sólida, y debe ocupar en la Lógica el lugar que los Escolásticos dan a su tratado del Signo, donde no se explica nada útil, y todo se reduce a cuestiones pueriles, que emboban a los niños, y con ellas sin aprender cosa alguna, se hacen tenazmente disputadores, y porfiados.