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domingo, 17 de octubre de 2021

Capítulo VI. De los errores que ocasiona el amor propio.

Capítulo VI.

De los errores que ocasiona el amor propio.

81 Entiendo por amor propio aquella inclinación natural que tenemos a nuestra conservación y nuestro bien. Todo aquello que pensamos ser a propósito para nuestra conservación, y todo lo que nos parece que ha de hacernos bien, lo apetecemos llevados de la naturaleza misma; y hemos de considerar que el amor propio es un adulador que continuamente nos lisonjea y nos engaña. Porque si nosotros regulásemos esta innata inclinación que tenemos hacia nuestro bien y provecho, según las reglas que prescribe el juicio, y le conformásemos con las máximas que enseña la doctrina de Jesu-Christo, no apeteciéramos sino lo que es verdaderamente bueno, y lo que en realidad puede conducir a nuestra conservación; pero el caso es que estudiamos poco para moderarlo, y su desenfrenamiento nos ocasiona mil males. Para describir los malos efectos que causa en las costumbres el desordenado amor propio, es menester recurrir a la Filosofía moral, porque según yo pienso, la inclinación que los hombres tienen a la grandeza, a la independencia, y a los placeres no son más que el amor propio disimulado, o lo que es lo mismo, todas aquellas inclinaciones no son otra cosa, que el apetito que tienen los hombres de su conservación y de su bien, pareciéndoles que le han de saciar con la grandeza, con los placeres, y con la independencia: apetito que si no se regula, como he dicho, ocasiona grandes daños. Mas yo sólo intento aquí descubrir algunos artificios con que el amor propio nos engaña en el ejercicio de las Artes y Ciencias; y si no atendemos con cuidado, nos vuelve necios, haciéndonos creer que somos sabios. Ya hemos mostrado cuantos determinados errores nos ocasionan las pasiones con que acompañamos nuestros conocimientos. A la verdad todos estos nacen del amor propio, que es la fuente de todas las pasiones y apetitos; mas aquí queremos en general mostrar los varios caminos con que este oculto enemigo nos engaña en el ejercicio de las Artes y Ciencias.

82 Si alaban a nuestro contrario en nuestra presencia, allá interiormente lo sentimos, aunque las alabanzas sean justas, porque el amor propio hace mirar aquellas alabanzas como cosa que engrandece al enemigo; y como el engrandecerse el enemigo ha de estorbar nuestra grandeza, o ha de ser motivo de privarnos de algún bien, por esto no gustamos de semejantes alabanzas.
No se forman silogismos para esto, porque basta nuestra inclinación poderosa hacia lo que concebimos como bien; pero si quisiéramos examinarlo un poco, fácil sería reducir a silogismos las razones que nos mueven. Si mi enemigo se engrandece, tiene mayores fuerzas que yo; si tiene mayores fuerzas, me ha de vencer: luego mi enemigo me ha de vencer. Así hace argüir el amor propio, o de esta manera: Yo no quiero a mi enemigo: los demás dicen que él es justo, piadoso y bueno: luego yo no amo a lo que es bueno y justo: luego pierdo de mi estimación para con los demás. O de esta forma: Lo bueno y justo es estimable: luego si los demás tienen a mi enemigo por bueno y justo, le estiman; si le estiman, no me aman, &c. Esto pasa dentro de nosotros a veces sin repararlo, y por eso cuando oímos a alguno que alaba a nuestro contrario, pareciéndonos por las razones propuestas, que cuanto el contrario es más digno de alabanza, tanto menos lo somos nosotros, intentamos con artificio rechazar las alabanzas, o ponerlas en duda, o culparle en otras cosas, que puedan obscurecer las alabanzas, y no sosegamos hasta que estamos satisfechos, que ya los demás nos han creído. Todo esta lo ocasiona el amor propio, haciéndonos creer que quedamos privados de un gran bien, cuando le tiene nuestro contrario, o que el creer los demás que nuestro contrario es bueno y justo, se opone a nuestra utilidad y conservación. De esto nacen tantas injurias y falsedades, que se atribuyen recíprocamente los Escritores, que son de pareceres opuestos. Los hombres muy satíricos de ordinario tienen desordenadísimo amor propio, y continuamente ejercitan la sátira, porque quieren ajar a los demás, y hacerse superiores a todos. Por esta razón han de considerar los que escriben sátiras, que para ser buenas han de hacer impresión en el entendimiento, y no han de herir al corazón, porque como el satirizado tiene también amor propio, se moverá a abatir en el modo que pueda al Autor de la sátira, y estas luchas pocas veces se hermanan bien con la humanidad. Esto no suele suceder así cuando se reprenden defectos en general, porque entonces no se excita el amor propio de ningún particular.

83 El amor propio hace que un hombre se alabe a sí mismo; y el amor propio es la causa por que no podemos sufrir que otro se alabe en nuestra presencia. El que se alaba a sí mismo, se engrandece, porque se propone como sujeto lleno de cosas que dan estimación. Si lo hace delante de otros, se supone poseedor de cosas buenas, que los demás no tienen, o que él las tiene con preeminencia; o a lo menos lo hace para que los demás den el justo valor a su mérito. El amor propio de los demás no consiente esto, y así no pueden tolerar que otro se haga mayor, ni pueden sufrir que otro sea superior en cosas buenas, porque si lo fuera, sería mayor y digno de mayores bienes; y como nunca queremos ser inferiores a los demás, ni sufrimos que otros nos excedan, ni que sean más dignos de los bienes que nosotros, por eso nos parecen mal las alabanzas. Si otro dice estos elogios del mismo sujeto, no solemos sentirlo tanto, y entonces sólo los admitimos, o rechazamos, según la pasión que nos domina; pero si uno

mismo se alaba en nuestra presencia, siempre lo sentimos, porque nunca podemos sufrir que venga alguno, que a nuestra vista quiera hacerse mejor que nosotros. Por esto el alabarse a sí mismo es grandísima necedad, porque como cada uno se estima tanto, creen los demás que se alaba por amor propio, y por la estimación que se tiene, y no con justicia; y como el que se alaba irrita al amor propio de los demás, él mismo hace que los que escuchan las alabanzas, las miren con tedio, como opuestas a su grandeza, y así están menos dispuestos a creerlas. Con que es necio, porque no consigue el fin de la publicación de sus alabanzas, es a saber, que los demás le crean; y lo es también, porque está tan poseído del amor propio, que le hace creer, que es un modelo de perfección, y no le deja conocer su flaqueza. No obstante es cosa comunísima alabarse a sí mismos los Escritores de los libros. Si un Autor ha pensado una cosa nueva, cada instante nos advierte, que esto lo ha inventado él solo, y que hasta entonces nadie lo ha dicho. Es bueno que los lectores conozcan esto; pero parece muy mal que el mismo Autor lo diga. Los títulos, de los libros muestran el amor propio de sus Autores, porque poner títulos grandes, pomposos, magnificos, y llenos de términos ruidosos, prueba que su Autor ha hecho de sí mismo y de sus escritos un concepto grande e hinchado. Por esto alabaré siempre la modestia en los títulos. Las coplas, décimas, sonetos, y otras superfluidades, que vemos al principio de algunos libros, significan dos cosas, es a saber, que hay grande abundancia de malos Poetas, y que el Autor gusta que los ignorantes le alaben, lo cual es efecto de desordenado amor propio. Las aprobaciones comunes son indicio del amor propio de los Escritores, y de sus Aprobantes. El Autor de un libro precisamente ha de conseguir que le alaben sus amigos, si los busca de propósito para este efecto. Los Aprobantes tienen el estilo de quedarse admirados a la primera línea, pasmados a la segunda, y atónitos antes de acabar la cláusula. De suerte, que este es el lenguaje común de los Aprobantes, que sean buenos los libros, que sean malos, y es porque no gobierna al juicio en las alabanzas la justicia, sino el amor propio. Por esto vemos que los Aprobantes no dejan de manifestar su erudición, aunque sea común, y citan Autores raros para hacerse admirar (exceptuando a Casiodoro, que se cita en las aprobaciones por moda y estilo), y todas estas cosas las hace el Aprobante por mostrar su saber, con la ocasión, o pretexto de hacer juicio del escrito.

84 Las satisfacciones impertinentes que dan los Autores en los Prólogos, son efectos del amor propio. El Prólogo se hace para advertir algunas cosas, sin cuyo conocimiento no se penetraría tal vez el designio de la obra; o para dar a los lectores una descripción general de ella, para que se muevan con mayor afición a leerla. Pero no poner en los Prólogos sino escusas, ponderaciones de su trabajo, y dejar a los lectores para que juzguen si ha cumplido, o no con la empresa, son exageraciones que ocasiona el amor propio. ¿Pues qué diremos de los perdones que piden? Pocas veces piden perdón a los lectores por humildad, y casi siempre le piden por amor propio, porque creen con estas prevenciones hallar mejor acogida en ellos. Después nos dicen, que los amigos, o alguna grande persona los ha obligado a imprimir el libro, y no se olvidan de hacer poner en la primera hoja su retrato, para que todos conozcan tan grande Escritor. Cuenta el P. Mallebranche (a : Mallebranch. Recherch. de la verit. tom. I, liv. 2. chap. 6. pág. 417.), que cierto Escritor de grande reputación hizo un libro sobre las ocho primeras proposiciones de Euclides, declarando al principio, que su intención era sólo explicar las definiciones, peticiones, sentencias comunes, y las ocho primeras proposiciones de Euclides, si las fuerzas y la salud se lo permitían; y que al fin del libro dice, que ya con la asistencia de Dios ha cumplido lo que ofreció, y que ha explicado las peticiones y definiciones, y ocho primeras proposiciones de Euclides, y exclama: Pero ya cansado con los años dejo mis tareas; tal vez me sucederán en esto otros de mayor robustez, y de más vivo ingenio.

85 Quién no creyera, que este hombre con tantos aparatos, y deseando salud y fuerzas, había de hallar la cuadratura del círculo, o la duplicación del cubo?
Pues no hizo otra cosa, que explicar las ocho primeras proposiciones de la Geometría de Euclides, con las peticiones y definiciones; lo cual puede aprender cualquiera hombre de mediana capacidad en una hora y sin maestro ninguno, porque son muy fáciles, y no necesitan de explicación. No obstante habla este Autor como si trabajara la cosa de mayor importancia y dificultad, y teme que le han de faltar las fuerzas y deja para sus sucesores lo que él no ha podido ejecutar. Este Autor estaba enamorado de sí mismo, y sus inepcias las proponía como cosas grandes, porque el amor propio le obscurecía al juicio. Y aunque cualquiera conocerá, que detenerse en semejantes ponderaciones es cosa estultísima, no obstante la fuerza con que se aman los Autores hace que en los Prólogos no se lean sino estas excusas, u otras del mismo género (a).
Antes que el P. Mallebranche satirizó estos y otros defectos de los Prólogos, con mucha gracia y agudeza, nuestro Cervantes en el admirable Prólogo de su D. Quixote.


(a) Sed quid ego plura? Nam longiore praefatione, vel excusare, vel commendare ineptias, ineptisimum est. Plin. Jun. lib. 4. epist. 14.

86 Una de las cosas más importantes para adelantar las letras es comentar, explicar, y aclarar los Autores originales fundadores de ellas; de modo, que si los comentos (comentarios) son buenos, dan mucha luz a los que se quieren instruir en las Ciencias. Mas aunque esto sea así, el amor propio ocasiona mil extravíos en los Comentadores. Uno de ellos es la erudición que emplean en explicar un lugar claro y fácil del Autor principal, lo que hacen por mostrar que saben mucho, y por dar a entender que son hombres capaces de comentar, e ilustrar las cosas más difíciles. Si encuentran en Virgilio el nombre de un río nos derrama el Comentador el principio, el fin, y la carrera de aquel río: nos dice cuantas cosas ha hallado en los Autores sobre el asunto; y por decirlo de una vez, hace un comento largo para explicar una palabra fácil de entender; y no hace otra cosa que llenar el cerebro de los lectores de noticias comunes, y tal vez falsas. Si el Poeta nombra a un Filósofo de la Grecia, se le presenta la ocasión oportuna de explicar la vida, los hechos, y sentencias del Filósofo y nos da un compendio de Laercio, de Plutarco, y de todos los antiguos que han tratado del asunto. Así se ve claramente, que esto no lo hacen por esclarecer los Autores, ni por hallar la verdad, sino por adquirir fama de hombres eruditos. Dirá alguno, que los Comentadores no piensan en estas cosas cuando emprenden el comento; pero si me fuera lícito decirlo así, yo diría que el amor propio lo piensa por ellos.
Este es un enemigo que obra secretamente y con grande artificio, y si los Comentadores hacen reflexión conocerán, que no tanto los obliga a hacer los comentos el querer ilustrar a un Autor, como querer acreditarse ellos mismos.

87 El amor propio engaña también a los sabios aparentes, haciéndoles creer que son sabios verdaderos, y que les importa que los demás lo conozcan. Sus artificios se hallan explicados con gracia y agudeza en la Charlatanería de los Eruditos de Menkenio; pero aquí advertiré solamente algunas particularidades para que los conozcan mejor, y los traten según su mérito. Una de las cosas que más comúnmente hacen los falsos sabios es hinchar la cabeza con lugares comunes de Cicerón, de Aristóteles, de Plinio, y de otros Autores recomendables de la antigüedad. Después de esto cuidan mucho en tener en la memoria un catálogo copioso de Autores: y si se hallan en una conversación, vierten noticias comunísimas, y dicen que ya Cicerón lo conoció, que ya se halla en Aristóteles, y luego añaden, que entre los modernos lo trata bien Cartesio, y mejor que todos Newton. Si tienen la desgracia de encontrar con uno, que esté bien fundado en las Ciencias, y haya leído estos Autores, y les replica, mudan de conversación, y así siempre mantienen la fama entre los que no lo entienden. Lo mismo hacen en los libros, citan mil Autores para probar lo que no ignora una vieja. Y una vez vi uno de estos, que en una cláusula de cinco lineas citó a Liebre, y a Burdanio para probar una friolera. Es tanta la inclinación que tienen los poco sabios a citar Autores, y mostrarse eruditos, que uno de ellos en cierta ocasión hablaba de la batalla de Farsalia, que no la había leído sino de paso en alguno de los libros que no tratan de propósito de la historia de Roma, y se le había hinchado la cabeza de manera, que decía: Grande hombre era Farsalia, y Farsalia no fue hombre grande, ni pequeño, sino un campo, o lugar donde se dio la batalla entre César y Pompeyo. Semejantes desórdenes ocasiona el querer parecer sabios; y es cosa certísima, que por lo común es mejor la disposición de entendimiento de los ignorantes, que la de los sabios aparentes, porque estos son incorregibles, y aquellos suelen sujetarse al dictamen de los entendidos.

88 Ninguno ha descubierto mejor las artes, y mañas artificiosas de los falsos sabios que el P. Feyjoó en un discurso, que intitula: Sabiduría aparente (a).
(a) Feyjoó Teatr. Critic, tom. 2. pág. 179. y sig.
Al mismo tiempo ninguno, sin pensar en ello, ha criado más sabios aparentes que este Escritor. Como trata tantos y tan varios asuntos, y los adorna con mucha erudición, estos semisabios vierten sus noticias en las conversaciones, en los escritos, y donde quiera que se les ofrece. El perjuicio que de esto se sigue es, que se creen sabios solo con leer a este Autor. Si los asuntos que trata Feyjoó son científicos (estos en toda la extensión de sus obras son pocos), no se pueden entender sin los fundamentos de las Ciencias a que pertenecen; y no teniéndolos muchos de los que le leen, cuando se les ofrecerá hablar de ellos, lo harán como falsos sabios. Si son asuntos vulgares, que es el instituto de la obra, la materia es de poca consideración, y sólo los adornos la hacen recomendable. Los puntos históricos, filosóficos, y críticos, de que están adornados los discursos, piden verse en las fuentes para usar de ellos con fundamento, ya porque alguna vez no son del todo exactos, ya también porque desquiciados de su lugar y trasladados a otro, no pueden hacer buena composición sino con el orden, método, y fines con que los propusieron sus primitivos Autores. Al fin de su discurso dice el P. Feyjoó, como hemos ya insinuado, y conviene repetirlo:
El Teatro de la vida humana, las Polyanteas (bien pudiera añadirse el infinito número de Diccionarios de que estamos inundados), y otros muchos libros donde la erudición está hacinada, y dispuesta con orden alfabético, o apuntada con copiosos índices, son fuentes públicas, de donde pueden beber, no sólo los hombres, mas también las bestias. El mal uso de las obras de este Escritor puede producir el mismo efecto.